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Fuese Urías a la guerra,
desdichado esposo mío,
los suyos dejando en casa,
a buscar tus enemigos.
Yo, que hasta entonces de amor,
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con mil limados desvíos,
ignoré el ardor si es rayo,
y el veneno si es hechizo,
en amarle me portaba
como ruda a los principios,
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sin ser desvelo el cuidado
ni la fineza martirio.
Gozando mi amor, que era
ni despego ni cariño,
los gustos de bien hallado
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y las anchuras de tibio,
fuese, y quedé por su ausencia
con llanto, aunque pretendido,
mal hallada, como sola,
triste de puro decirlo,
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y, en fin, con un sentimiento
mal declarado y remiso,
como que quiso ser pena,
y se quedó en los indicios.
Tú, entonces, a cuyos ojos
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reveló un estanque mío
tantos ocultos misterios
de quien fue enigma el vestido,
quedando -cual dices- ciego
de mi hermosura al prodigio
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-creílo para pagarlo,
créalo para decirlo-,
diste tornos a tu muerte,
donde tu ciego albedrío
fue racional mariposa
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a tanto incendio de vidrio
Vísteme, en fin, y sitiando
de mi honor el muro altivo,
a quien batieron en vano
tantas balas de suspiros,
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por trato entraste una noche
en mi cuarto introducido
de una criada, que siempre
como demonios han sido,
que sin importarles mueren
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por ser parte en un delito.
Hallete, en fin, donde el susto
me obligó, con el peligro,
la turbación y el honor,
la cólera y el desvío,
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a decirte... No me acuerdo.
Tú podrás mejor decirlo,
que como fueron desprecios,
más natural siempre ha sido
saberlos a quien se hicieron,
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y olvidarlos quien los hizo.
Habléte, en fin, loca y ciega;
respóndesme tú rendido.
Despídote con desdenes;
repites tú con suspiros.
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Yo me quejo; tú prometes.
Tú ruegas; y yo me irrito.
Y, en fin, en fin, para hacer
el último extremo impío
con mi honor, lloraste. ¡Ay cielos!
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¡Que sepan aqueste hechizo
los hombres contra el honor,
y le tengan tan vecino,
que por donde miran, lloran,
para que con un sentido
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puedan ver siempre que quieran,
y llorar siempre que han visto!
¡O nunca llorar supieran,
o, a lo menos, al fingirlo,
erraran alguna vez
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las lágrimas el camino!
Porque las tuyas -¡oh, rey!-,
labrando en el pecho mío
atención primero al llanto,
piedad luego a los suspiros,
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después crédito a las ansias,
luego a las quejas oídos,
después lástima a las penas,
y a todo luego un desvío
mal esforzado allá fuera
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y acá dentro dejativo,
dejé obligada... Mas ¡no!
Hice rendida... ¡Mal digo!
Sufrí tierna... Mas ¡no es eso!
Quise amante... ¡Bajo estilo!
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Admití loca... ¡Mal hablo!...
Mas ¿de qué sirven arbitrios
que no excusan el hacerlo
y rodean el decirlo,
pues no hermosea la infamia
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a aquel que afecta el delito?
En fin, rey, ya tú lo sabes:
por cumplimiento el desvío,
la resistencia sin manos...
Te puse en lancee... ¡Mal digo!
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Te di ocasión, si eres hombre,
de que volvieras más tibio.
¡Qué mal hace la mujer
que pone un hombre en camino
de donde los deseosos
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caminan arrepentidos!
Desde entonces no dio al monte
el alba candores tibios,
calientes visos el sol
y la noche asombros fríos,
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que no me hallase en tus brazos
con satisfechos cariños
del sol, del alba y la noche,
la sombra, el candor, el viso.
Deste, pues, hurto de amor,
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que al secreto entonces fío,
deste agravio, de que solo
hice al silencio testigo,
deste error, que por callado
a cometerle me animo,
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quiso el cielo, porque no haya
oculto ningún delito,
darme -¡ay de mí!-, quiso darme
el más público castigo,
resultando de mi agravio
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un escandaloso indicio
de mi culpa -¡estoy sin mí!-,
porque al venir mi marido,
halle en mí de su deshonra,
si no testigos, testigo
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que le parle su deshonra.
Ya lo entiendes; harto he dicho.
Remedia mi honor, pues es
este daño tan preciso,
tan forzoso -¡qué dolor!-,
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que va creciendo conmigo,
alienta, porque yo aliento,
y vive, porque yo vivo.
Llama a mi esposo... Mas ¡no!...
Venga Urías... Mucho pido,
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pues te negocio unos celos
por excusarme un delito...
Mas, bien dije: venga Urías,
antes que a incendio más vivo
crezca esta muda centella
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que calla en ardor remiso.
Venga donde de mi engaño
los esforzados cariños
le adopten su misma infamia,
y hágase inadvertido,
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por ventura su deshonra,
por fineza mi delito.
Porque si dudas de amante,
porque si temes de fino,
mirarme en ajenos brazos
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y ejecutar tan preciso
remedio tan dilatado,
será el remedio lo mismo
que andar a buscar la muerte
o festejar el cuchillo.
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Y sabré, si acaso dudas,
haciendo del miedo bríos,
mal hallada con el peso
de mi agravio y aún conmigo,
con las manos, con los dientes,
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con el fuego o el cuchillo,
romper, deshacer furiosa
aqueste albergue nativo
donde es huésped mi deshonra,
y matar un medio vivo,
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y una muerte sin honor,
antes que el esposo mío,
cuando vuelva de la guerra
de su agravio inadvertido,
dejando uno solo, halle
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al volver dos enemigos.