Texto utilizado para esta edición digital:
Mairet, Jean. Las galanterías del duque de Osuna, virrey de Nápoles. Traducido por Evelio Miñano Martínez. Valencia: ARTELOPE - EMOTHE Universitat de València, 2022.
- Carmen Cerdán, Rodrigo
Nota a esta edición digital
Esta publicación es parte del proyecto I+D+i «Teatro español y europeo de los siglos XVI y XVII: patrimonio y bases de datos», referencia PID2019-104045GB-C54 (acrónimo EMOTHE), financiado por MICIN/AEI/10.13039/501100011033.
Al muy docto y muy ingenioso Antoine Brun, Procurador General en el Parlamento de Dola
EPÍSTOLA DEDICATORIA, CÓMICA Y FAMILIAR
Señor y muy caro amigo mío,
No encuentro hoy a nadie ni dentro ni fuera de este Reino, cuyo nombre más justamente que el vuestro pueda ponerse en el encabezamiento de esta obra, pues, además de que sois uno de los mayores ornatos de vuestro país, y del mío, y que las mejores mentes de Francia, cuyo número en otro tiempo aumentasteis, tienen particular estima por vuestro mérito y vuestra amistad, ocurre que, con la justicia de esta bella elección, también hago un acto de gratitud y de agradecimiento. Tal vez no sepáis que el poco renombre que me ha dado mi pluma es un efecto de la generosa emulación con que el de la vuestra despertó mi espíritu, que aún dormía por entonces en el polvo y la oscuridad de las escuelas, de tal manera que, si se permite comparar las pequeñas cosas con las grandes, los laureles con que vuestra Musa os había coronado la frente tuvieron en mi corazón el mismo efecto y el mismo ímpetu que los de Milcíades hicieron en el de Temístocles; y puedo decir con el poeta Verino: “Quæ didici reddo carmina Fusce tibi”.
En fin, fue el audaz deseo de seguir con mis pasos los vuestros lo que me persuadió para que cambiara, como hice a la edad de dieciséis años, los aires de Besanzón por los de París, donde al poco de llegar, encontré, por una afortunada temeridad, la protección y la benevolencia del más grande, del más magnífico y del más glorioso de todos los hombres de su condición que haya tenido alguna vez Francia, si exceptuamos los tres últimos meses de su vida, con la que todas mis esperanzas tuvieron un último naufragio. Sé bien, muy caro amigo mío, que no os ofenderá mi franqueza si digo que porque él falta os dedico estas Galanterías del duque de Osuna, pues es cierto que si siguiera en este mundo, sería él quien las recibiría como el verdadero original en ellas de nuestra Corte, de la que tanto tiempo fue el lustre más brillante. Fue de ese ilustre y deplorable héroe, “quem semper amatum, / Semper honoratum, sic Dî voluistis, habebo”, de quien mi Musa aún en la cuna recibió más ayuda y favores en la flaqueza de su infancia, de los que se atreve a esperar en adelante de todos los demás, en el vigor de su adolescencia.
Empecé tan pronto a hacer hablar de mí, que a los veintiséis años me siento hoy el más antiguo de todos nuestros poetas dramáticos. Compuse mi Chryséide con dieciséis años al salir de Filosofía; y de esta obra así como de Sylvie, que la siguió un año después, yo le diría de buena gana a todo el mundo: Delicta iuventutis meæ ne reminiscaris. Hice La Silvanire a los veintiuno; Le duc d’Ossonne, a los 23; Virginie, a los 24; Sophonisbe, a los 25; Marc-Antoine y Solyman, a los 26, por lo que, si es muy cierto que mis primeras obras no tuvieron casi nada de bueno, al menos no se puede negar que fueron la feliz simiente de muchas otras mejores, producidas por las fecundas plumas de los señores de Rotrou, de Scudéry, Corneille y du Ryer, que nombro aquí respetando el orden temporal con que comenzaron a escribir después de mí; y de algunos otros, cuya reputación llegará algún día a vos, en particular la de los dos jóvenes autores de las tragedias de Cleopatra y Mitrídates, cuyo aprendizaje ya está a medio camino de las obras maestras, lo que da gran esperanza de que puedan hacer en el futuro bellas cosas.
Es por nuestro trabajo en común por lo que el teatro ya casi nada tiene que envidiarle a ese primer esplendor que tuvo antaño entre los griegos y los romanos, y lo hemos convertido en esparcimiento del Príncipe et de su principal Ministro, con tanta gloria y provecho para sus actores, que las mujeres más honestas frecuentan ahora el Hôtel de Bourgogne con tan pocos escrúpulos y escándalo como frecuentarían el de Luxembourg. Mas, pese a todo esto, mi caro amigo, puedo aseguraros que el más hábil, o el más afortunado de nosotros, aún está esperando recibir el primer favor de las liberalidades de la Fortuna, lo cual me hace pensar que el venerable abad de Tiron ha recogido para él solo las pretensiones y las recompensas de todos los poetas antecesores suyos, contemporáneos y sucesores. Es cierto que en el Louvre nos hacen sacrificios con alabanzas y humos, como si fuéramos los dioses más delicados de la Antigüedad, pero necesitaríamos que nos trataran más toscamente y nos ofrecieran más bien unas buenas hecatombes de Poissy, con una amplia efusión de vino de Arbois, de Beaune y de Condrieu. Nos siguen entreteniendo con cierta corona imaginaria de laurel, que solo podría servirnos, si es que fuera efectiva, como aderezo de una carpa en caldo de pescado o, como mucho, para adornar un jambón de Maguncia en un festín. Es en esta materia, como en cualquier otra, en la que nuestro Marcial francés, el presidente Maynard, tuvo la ocurrencia, muy divertida a mi parecer, de decirle a las Musas, cuando se refería al poetastro de nuestro gordo amigo Saint-Amant:
Tratadlo más útilmente,
el laurel no es una tela
con la que quiera hacerse un traje.
Es cierto, además, que los señores del cordón azul y los príncipes nos honran a veces dándonos un sitio en sus mesas y en sus carrozas, y hasta tienen la amabilidad de abrirnos las balaustradas de sus aposentos y sus gabinetes de tertulia, pero, salvo al señor duque de Longueville, a ninguno de ellos se le ha ocurrido aún abrirnos sus bargueños. Este último, para que le esté verdaderamente agradecida la Musa de un hombre ingenioso y de capacidad intelectual, ha hecho un acto de justicia y liberalidad, que no hará menos estimable su juicio por la digna elección que ha querido hacer en la persona que lo recibe, de lo que lo hará que alaben su munificencia, ya por la naturaleza extraordinaria de la buena acción, ya por las generosas circunstancias que la acompañan; a eso se le llama hacerle bien a alguien de buen grado y tratar a las Musas como hijas de Júpiter. Por mi parte, yo que siempre busqué la fortuna por buen camino, considero que un hombre de ingenio siempre debe hacer todo género de cosas bellas para merecer el aprecio y el favor de los poderosos, pero no puedo aceptar que él mismo exija recompensa por ello, pues solo en asuntos de amor puede pedir con gracia un hombre bien educado que lo favorezcan. En cuanto a mí, que conozco perfectamente las inclinaciones de la mayoría, ya no espero más fruto de mis mejores obras que la satisfacción de haberlas hecho, resuelto a dedicarlas en adelante solo a mis amigos personales. Dios me ha hecho el favor de que encuentre a uno, como yo podía desear, en la persona del señor conde de Belin, padre del que habéis podido ver en el Franco Condado, el cual, aun siendo gran señor y de tal condición que puede mandar en mí como amo, añade sin embargo al bien que me hace el de la libertad que me ha dejado. Es en su casa, que se podría considerar la verdadera Academia de las mentes brillantes, si no fuera por lo bien que se come en ella, donde llevo una vida cuyo reposo solo es perturbado por el recuerdo de una amante. Desde Silvanire, que compuse bajo la sombra de los árboles de Chantilly, debo el resto de mis obras al cuidado con que me ha pedido que las escriba. He aquí la primera que he compuesto junto a él; no tengo duda alguna de que quienes no conocen todavía la adecuación de los estilos encuentren sus versos menos logrados que los de Virginie o de Sophonisbe, y confundan el defecto de la bajeza con la gracia de la sencillez, pero a mí me basta que vos no ignoréis la diferencia que hay que poner necesariamente entre el coturno alto de Séneca y el escarpín bajo de Plauto o de Terencio. Por esta razón, Plinio el Joven, que tenía dos casas de recreo, una sobre una colina y otra en un llano, llamaba a esta la comedia y aquella la tragedia. Me extendería aún sobre este tema, pero dirían que quiero instruir a mi amo; acabo, pues, tras rogaros encarecidamente que deis buena acogida a mi duque de Osuna. Sé bien que es español, que sale muy recientemente del Louvre y que habla bastante bien francés, pero, en fin, podéis recibirlo sin enemistaros ni con una ni con otra Corona, pues además de que no va a vuestro encuentro como hombre de guerra, se os permite hacer uso de los derechos de la neutralidad de vuestro país. Por lo demás, no os extrañéis por el estilo de mi epístola; he querido proporcionarla en relación con la obra que precede, y seguir en este punto las normas de la Arquitectura, que requiere que el pórtico sea del mismo orden y tenga la misma simetría que la casa.
Adiós. Soy, señor y muy caro amigo mío, vuestro muy humilde servidor e inviolable amigo, Mairet.
De París, a cuatro de enero de 1636.
Elenco
| Duque de Osuna, enamorado de Emilia |
| Almedor, su confidente |
| Camilo, amante de Emilia |
| Octavio, criado de Camilo |
| Paulino, marido de Emilia |
| Fabricio, criado de Paulino |
| Basilio, padre de Emilia |
| Emilia |
| Flavia, viuda, hermana de Paulino y enamorada del Duque |
| Estefanila, criada de Flavia |
ACTO I
Escena 1
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Fin del primer acto
ACTO II
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Fin del acto segundo
ACTO III
Escena 1
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Fin del tercer acto
ACTO IV
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Escena VI
Escena VII
Escena VIII
Escena IX
Escena X
Escena XI
Escena XII
Escena XIII
Escena XIV
ACTO V
Escena I
Escena II
Escena III
Escena IV
Escena V
Escena VI
Escena VII
Escena VIII
