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A este valle sombrío donde eternas noches
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a criminales almas causan eternas penas
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sucumbiendo a mi hado he llegado hace poco,
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y ya soy compañero de la etérea tropa.
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Yo, (me digo) Antonio, horror de la Gran Roma
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Mas, en mi triste fin cien veces miserable.
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Pues un ardiente amor sayón de mis entrañas,
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devorándome así bajo su cruel llama
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fue enviado hasta mí por un triste designio
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de los dioses celosos para ver que mi vida
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otrora de alegría y de bienes repleta
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terminase con pena, de forma desgraciada.
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¡Mísero desde entonces, pues mi ojo insensato
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se perdió en las pupilas de la reina Cleopatra!
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Desde el mismo instante mi herida bien sentí
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bajar del traidor ojo hasta el alma aún feliz,
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sin casi imaginar cuál era aquel veneno
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Que había recibido lo más hondo de mi alma:
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¡Fue mi mal, qué desgracia! Mi mal, mi perdición,
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esta herida oculta fue al final descubierta,
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volviéndome execrable, pisoteando mi nombre
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por haber locamente amado a Cleopatra:
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enajenado pues, como si cien mil Furias
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practicando en mí sus peores crueldades,
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enredándome ambas: mi mente y entrañas,
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me hubieran hecho presa de mordaces tenazas;
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condenado en mí, renaciendo por siempre
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mis tormentos diarios, como devorar vemos
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sobre el Cáucaso helado el pecho desgarrado,
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y sin fin renaciente, del viejo Prometeo.
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Y aunque ella fuera Reina y de raza Real,
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como enceguecido bajo este ardor funesto,
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le hice tales regalos que a todos sorprendieron
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y contra mí azuzaron a mi Roma entera:
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Hasta el cruento César, queriendo destrozar
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al que ya como amigo no quería apreciar,
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rabioso por un crimen indigno de Antonio,
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tramaba la desgracia que mi Reina sufrió:
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Y todavía en el valle de tinieblas eternas
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continúa repitiendo miles de quejas fúnebres,
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hostigando a las sierpes de las crueles hermanas
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que en penas me igualaron con el más desgraciado.
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Puesto que ya hechizado, sepultado en las llamas,
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a mi mujer Octavia, honor de otras damas,
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y a mis tiernos hijos con furia rechacé,
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y alimenté en mi seno a mortífera sierpe,
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que engañó, enredándome, a mi alma cautivada,
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vertiendo aquí en mi pecho de mi vida el veneno
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transformándome así con ponzoñas vertidas
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como si me mirasen millones de Medusas.
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Por castigar mi crimen horriblemente infame
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de a los míos desterrar y a Octavia rechazar,
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los dioses han lanzado contra mí su venganza
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y sobre mí han echado sus horrorosos brazos:
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Cuya santa equidad, aunque tardía sea,
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teniendo pies de lana, ociosa no se está,
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Que vigila a los hombres así hora tras hora,
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Y con mano de hierro lanza un dardo inflamado.
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Poco después, contra mí ya está jurando César,
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y mi penoso exilio de este mundo prepara.
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Heme pues confiando en mi Reina y mi ruina,
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heme pues batallando en la llanura marina
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cuando mejor fui siempre sobre la tierra firme.
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Heme por fin huyendo y olvidando la guerra,
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por seguir a Cleopatra, dejando de las armas
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ceder la suerte ante las penas del amor.
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Heme ebrio en su ciudad y abandonado al vicio,
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paciendo mil placeres, mientras el César traza
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su ruta hacia nosotros, dirigiendo la armada
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que regía yo en tierra, y con hambrientas fauces,
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como el león vagabundo que está de cacería
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queriendo devorarme, y entre tanto prepara
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su campo ante esta villa, donde pronto rechaza
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acordarme una tregua y, mísero de mí,
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en mísero remedio empujo mi espada
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y atravieso mis tripas, la sumerjo en mi sangre
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y me doy salvación con ultrajante herida.
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Pero antes de morir, antes de haber del todo
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exhalado mi alma, ¡ah, triste! ¿qué hombre duro
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pudiera ver sin llanto al orgullo de Roma
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conquistador sin par, al General Antonio,
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ya herido de muerte, a quien su triste reina,
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penosamente pálida, y con sus dos doncellas
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por la ventana izaba a su real aposento?
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Ni César a Cleopatra habría podido ver
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arrancar su cabello, desgarrar, golpear,
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mientras la consolaba, con mis tristes palabras,
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expulsando mi espíritu que ya súbito vuela,
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hacia oscuros infiernos para sufrir más saña
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que el que en medio del agua tiene sed insaciable,
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o aquel que eterna pena, ¡ay!, arrastra rodando,
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o a quienes las Hermanas, con su pálida mano
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mataron al marido. O aquel que hace rodar
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su piedra sin llevar tal fardo hasta la cima.
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Antes de que este Sol que acaba de nacer,
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tras recorrer el día, se esconde con su tía,
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Cleopatra morirá; pues me he presentado
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en sus sueños ahora, mandándole rendir
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honores a mi tumba y quitarse la vida
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antes que aceptar ser llevada en triunfo a Roma,
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reconfortándola pues con un deseo de muerte
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y llamándola a mí, ya la estoy reclamando
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para que a sufrir venga con mi pálida banda,
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siendo así compañera de mi pena y tristeza
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la que fue largo tiempo compañera de gozos.