Pues escucha.
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Yo soy, hermosa Justina,
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Lisandro... No de que empiece
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desde mi nombre te admires;
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que, aunque ya sabes que es éste,
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por lo que se sigue al nombre
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es justo que te le acuerde,
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pues de mí no sabes más
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que mi nombre solamente.
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Lisandro soy, natural
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de aquella ciudad que en siete
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montes es hidra de piedra,
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pues siete cabezas tiene;
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de aquella que es silla hoy
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del romano imperio. -¡Oh, llegue
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del cristiano a serlo, pues
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Roma solo lo merece!-.
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En ella nací de humildes
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padres, si es que nombre adquieren
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de humildes los que dejaron
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tantas virtudes por bienes.
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Cristianos nacieron ambos,
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venturosos descendientes
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de algunos que con su sangre
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rubricaron felizmente
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las fatigas de la vida
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con los triunfos de la muerte.
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En la religión cristiana
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crecí industriado, de suerte
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que en su defensa daré
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la vida una y muchas veces.
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Joven era cuando a Roma
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llegó encubierto el prudente
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Alejandro, papa nuestro,
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que la apostólica sede
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gobernaba sin tener
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donde tenerla pudiese;
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que como la tiranía
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de los gentiles crueles
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su sed apaga con sangre
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de la que a mártires vierte,
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hoy la primitiva Iglesia
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ocultos sus hijos tiene;
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no porque el morir rehúsan,
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no porque el martirio temen,
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sino porque de una vez
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no acabe el rigor rebelde
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con todos y, destruida
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la Iglesia, en ella no quede
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quien catequice al gentil,
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quien le predique y le enseñe.
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A Roma, pues, Alejandro
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llegó; y yendo oculto a verle
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recibí su bendición,
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y de su mano clemente
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todos los órdenes sacros
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a cuya dignidad tiene
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envidia el ángel, pues sólo
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el hombre serlo merece.
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Mandome Alejandro, pues,
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que a Antioquía me partiese
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a predicar de secreto
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la ley de Cristo. Obediente,
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peregrinando a merced
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de tantas diversas gentes,
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a Antioquía vine; y cuando
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desde aquesos eminentes
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montes llegué a descubrir
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sus dorados chapiteles,
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el sol me faltó y, llevando
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tras sí el día, por hacerme
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compañía, me dejó
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a que le sostituyesen
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las estrellas, como en prendas
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de que presto vendría a verme.
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Con el sol perdí el camino
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y, vagando tristemente
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en lo intrincado del monte,
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me hallé en un oculto albergue
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donde los trémulos rayos
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de tanta antorcha viviente
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aun no se dejaban ya
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ver porque confusamente
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servían de nubes pardas
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las que fueron hojas verdes.
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Aquí, dispuesto a esperar
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que otra vez el sol saliese,
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dando a la imaginación
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la jurisdición que tiene,
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con las soledades hice
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mil discursos diferentes.
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Desta suerte, pues, estaba,
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cuando de un suspiro leve
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el eco, mal informado,
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la mitad al dueño vuelve.
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Retruje al oído todos
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mis sentidos juntamente,
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y volví a oír más distinto
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aquel aliento y más débil,
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mudo idioma de los tristes,
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pues con él solo se entienden.
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De mujer era el gemido,
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a cuyo aliento sucede
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la voz de un hombre que a media
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voz decía desta suerte:
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«Primer mancha de la sangre
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más noble, a mis manos muere,
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antes que a morir a manos
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de infames verdugos llegues».
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La infeliz mujer decía
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en medias razones breves:
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«Duélete tú de tu sangre,
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ya que de mí no te dueles».
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Llegar pretendí yo entonces
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a estorbar rigor tan fuerte;
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mas no pude porque al punto
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las voces se desvanecen
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y vi al hombre en un caballo
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que entre los troncos se pierde.
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Imán fue de mi piedad
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la voz que ya balbuciente
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y desmayada decía,
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gimiendo y llorando a veces:
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«Mártir muero, pues que muero
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por cristiana y inocente».
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Y siguiendo de la voz
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el norte, en espacio breve
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llegué donde una mujer
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que apenas dejaba verse
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estaba a brazo partido
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luchando ya con la muerte.
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Apenas me sintió cuando
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dijo, esforzándose: «Vuelve,
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sangriento homicida mío,
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ni aun este instante me dejes
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de vida». «No soy» -le dije-
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«sino quien acaso viene,
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quizá del cielo guiado,
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a valeros en tan fuerte
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ocasión». «Ya que imposible
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es» -dijo- «el favor que ofrece
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vuestra piedad a mi vida,
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pues que por puntos fallece,
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lógrese en ese infelice
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en quien hoy el cielo quiere,
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naciendo de mi sepulcro,
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que mis desdichas herede».
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Y espirando, vi...