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Matilde, condesa hermosa
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del condado de Lunago,
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por una grave dolencia
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de que estuvo muy al cabo,
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hizo voto de que iría
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pelegrina a Santiago;
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el Conde no lo estorbó,
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mas de acompañarla ha holgado.
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Parten a su romería
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sin criada ni criado,
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que hay más mérito creyendo,
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habiendo mayor trabajo.
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No llevan dineros, no,
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ni menos letras de cambio;
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holgando de hacerse pobres,
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se sustentan mendigando.
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Pasaron trabajos grandes,
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por ser el camino largo,
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y los delicados pies
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estar poco ejercitados;
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y sin esto, la Condesa
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nueva carga ya llevando;
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preñada de siete meses
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estaba cuando ha llegado
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a la casa deseada,
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templo del Apóstol santo,
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habiendo, desde su tierra,
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un año hasta allí tardado.
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El gozo que recibieron
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no es posible ser contado,
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el cual hizo que olvidasen
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los trabajos que han pasado.
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Adoran el santo cuerpo,
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con razón reverenciado
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por el universo mundo
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dondequiera que hay cristianos,
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y de muchos peregrinos
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de muy lejos visitado.
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Tomaron conocimiento
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aquí con un ermitaño,
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que también por devoción
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visitaba el cuerpo santo.
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Este a entrambos confesó,
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porque era también letrado.
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Entendido de cuán lejos
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habían allí aportado,
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y que eran personas tales,
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afición les ha cobrado.
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Llegó a tanto el amistad
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que, habiéndoles convidado
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que fuesen a ver su ermita,
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fácilmente lo ha acabado.
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En un monte muy fragoso
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y muy lejos de poblado,
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al medio de la subida
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moraba este padre anciano.
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Por aquí persona viva
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no aportaba en muchos años.
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Conejos por él cruzaban,
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liebres, corzos y venados,
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y muchas maneras de aves
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andaban también volando.
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Era muy de ver la ermita,
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que en parte la ha fabricado
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maestra naturaleza,
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que una cueva allí ha labrado.
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La industria del religioso
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de otra parte la ha adornado
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con una capilla hermosa
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fabricada por su mano.
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Cerca está una clara fuente,
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que hace a poco trecho un lago
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pequeño, en el cual había
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abundancia de pescado,
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cosa de entretenimiento,
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no ordenada para el pasto,
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porque apenas come de él
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seis veces o diez al año.
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De legumbres y hortaliza
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se mantiene de ordinario;
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coge trigo para sí,
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y él mismo le muele a mano.
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Tiene un horno donde cuece
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el pan o lo que ha amasado.
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Con esta comodidad
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la tuvo de hacer regalo
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a los huéspedes, que estaban
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allí muy regocijados.
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Pero como en esta vida
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se nos da el contento aguado,
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y luego tras el placer
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el pesar está aguardando,
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sucedió que a la Condesa,
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sin pensar, le vino el parto
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en montaña tan desierta,
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en lugar tan solitario,
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con dos hombres solamente,
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sin otro ningún reparo.
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Fue el parto tan peligroso,
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que a tener lo necesario,
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fuera mucho que escapara
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la triste en tan fuerte trago.
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Expiró entre los dolores,
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de contino a Dios llamando,
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y a la Virgen, su abogada,
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y al apóstol Santiago.
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El marido, casi muerto,
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quedó en tierra desmayado;
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y el niño, que casi estaba
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en el vientre atravesado,
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moviéndose por sí mismo,
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que parece fue milagro,
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sacó la cabeza fuera,
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de que asiendo el ermitaño,
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libre le sacó del vientre;
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y habiéndole acomodado,
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salió luego de la ermita,
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y de ella a muy pocos pasos
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vio dos cervaticos tiernos
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entre breñas retozando,
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que en una pequeña cueva
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se entraron, donde él llegado,
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con la cierva que los cría,
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a la ermita vuelta ha dado,
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que siguió muy fácilmente
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por haberla ya vezado
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a tomar de allí ración
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y sustento de ordinario.
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Esta dio la teta al niño,
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esta le ha después criado.
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El Conde después que hubieron
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la defunta sepultado,
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con lágrimas en los ojos,
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volvió para Santiago,
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donde adoleció y murió
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en breve muy lastimado.
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Crió el ermitaño al niño
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como a un hijo muy amado,
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pareciéndole que Dios
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por tal se le había dado.
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Instruyole en lo que vía
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convenible a buen cristiano.
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Criose muy obediente
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a ratos con él orando,
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a sus horas divirtiendo
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y al trabajo le ayudando.
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Quince años allí estuvieron
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sin que viesen hombre humano,
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cuando el ermitaño un día
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acordó de ir a poblado.
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Llevose consigo al mozo
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y del yermo le ha sacado;
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a León, ciudad antigua,
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por sus pasos han llegado.
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Iba el mozo embebecido,
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hacia acá y allá mirando,
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y de todo lo que vía
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al buen viejo preguntando.
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Preguntole: «¿Qué es aquello
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más grande que los venados?».
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El viejo le respondió:
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«Hijo, mulas y caballos».
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«¿Y aquellos que nos parecen
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en las caras, cuerpo y brazos?».
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«Hombres, hijo, cual nosotros,
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nuestros prójimos y hermanos».
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Vio unas damas muy hermosas
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y compuestas por el cabo;
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luego preguntó lo que eran.
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Dijo el viejo: «Son diablos.
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Dios nos libre, por quien es,
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de caer entre sus manos».
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Parose algo triste el mozo,
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en el rostro lo mostrando,
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pero en fin de la ciudad
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a la ermita vuelta dando,
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andaba muy pensativo,
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confuso entre sí callando.
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El viejo, cuando le vio
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ir tan mustio imaginando,
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le dijo: «¿Qué es tu pasión?,
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hijo, ¿de qué estás turbado?
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Dime en todo cuanto has visto
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lo que más te ha contentado».
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Respondió con un sospiro:
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«Los diablos que he mirado,
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desde el punto que los vi,
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me han el corazón robado.
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No me da otra cosa gusto,
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siempre en ellos voy pensando».
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Yo pienso también que me oye
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quien dice: «De esos diablos,
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esta noche por mi cuerpo
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vengan dos o tres o cuatro».
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Yo, que no soy tan valiente,
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con uno terné sobrado,
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con tal que escoger me dejen
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de los que me están mirando;
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con cualquiera me contento
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no soy nada delicado.
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No pido sino eso poco,
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con eso estaré pagado.
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Después trataremos de ello,
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déjennos agora un rato
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a mí y a los miradores;
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no me los diviertan tanto.
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También hay que ver aquí,
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no estén siempre allá mirando.