¡Ay, Teodora! No me espanto,
que tan envidiadas dichas
pocas veces se lograron.
La llave que yo le di
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le aseguró franco el paso.
Yo tengo la culpa, yo
le he dado ocasión a Carlos
para que de mí se ausente.
Mi rigor le ha desterrado:
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lo esquivo de mi desdén,
lo desdeñoso en mi trato,
lo prodigo en sus peligros,
la cortedad en mi amparo,
todo le obligó, ¡ay de mí!
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Qué bien dices que ha quedado
desierta, no la campaña,
mi esperanza, y tan en blanco
que ya lo es de cuantos tiros
fleche la Fortuna al arco.
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¡Vengan males, vengan penas!
Tenga consuelo en mi llanto
Vitoria; Valerio sepa
mi traición y sus engaños;
vénguense todos en mí,
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que, pues el bien me ha faltado
por no saber conocerle,
ni le busco ni le aguardo.
Mas ¿cómo es posible, ¡ay cielos!,
que Carlos haya trocado
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mi piedad tan bien nacida
a un termino tan bastardo?
¿Tan poco vale un peligro?
¿Tan mucho cuesta un agrado?
¿Tan sin valor es una alma?
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¿Tan cortos son mis halagos?
¿Tan civiles mis finezas?
¡No le libraran de ingrato
cuantas disculpas prevenga
lo discursivo y lo sabio!
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Permítase a mi razón
que le llame aleve y falso,
que de inconstante le acuse,
que le note de liviano,
pues se negó al beneficio
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cuando en él más obligado,
se desconoció al favor
cuando le mostré más claro,
y al fin se mintió cortés
y se declaró villano.
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¡Qué delito para un hombre!
¡Qué afrenta para un honrado!
¡Qué desaire para un noble
y qué dolor para un mármol!
Mas ¿por qué, cielos, le culpo?
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Vuelvo a decir que me engaño.
El Amor, no la razón,
fulmine y escriba el cargo.
Temió a Vitoria, temió
la indignación de mi hermano,
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la noticia de Valerio,
el hacer mayor su agravio.
Yo sola la culpa tengo:
no es culpado, no es culpado,
que vale mucho su vida
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y andaba en precio muy bajo.