Alza del suelo y escucha,
si acaso tienes paciencia
para saber los vaivenes
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de la fortuna y su rueda.
Murió el rey de Portugal,
mi hermano, en la primavera
de su juventud lozana,
mas la muerte ¿qué no seca?
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De seis años dejó un hijo,
que agora, ya hombre, intenta
acabar mi vida y honra,
y dejando la tutela
y el gobierno destos reinos
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solos a mí y a la reina
murió el rey. Sobre el gobierno
hubo algunas diferencias
entre mí y la reina viuda,
porque jamás la soberbia
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supo admitir compañía
en el reinar y las lenguas
de envidiosos lisonjeros
siempre disensiones siembran.
Metiose el rey de Castilla
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de por en medio, porque era
la reina su hermana en fin;
nuestros enojos concierta
con que rija en Portugal
la mitad del reino y tenga
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en su poder al infante.
Vine en esta conveniencia,
mas no por eso cesaron
las envidias y sospechas
hasta alborotar el reino
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asomos de armas y guerras.
Pero cesó el alboroto
porque, aunque era moza y bella
la reina, un mal repentino
dio con su ambición en tierra.
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Murió, en fin; gocé el gobierno
portugués sin competencia
hasta que fue Alfonso Quinto,
de bastante edad y fuerzas.
Casele con una hija
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que me dio el cielo, Isabela
por nombre, aunque desdichada,
pues ni la estima ni precia.
Juntáronsele al rey mozo
mil lisonjeros, que cierran
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a la verdad en palacio,
como es costumbre, las puertas.
Entre ellos un mi enemigo,
de humilde naturaleza,
Vasco Fernández por nombre,
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gozó la privanza excelsa
y queriendo derribarme
para asegurarse en ella
a mi propio hermano induce
y para engañarle ordena
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hacerle entender que quiero
levantarme con sus tierras
y combatirle a Berganza,
siendo duque por mí della.
Creyolo y ambos a dos
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al nuevo rey aconsejan
si quiere gozar seguro
sus estados que me prenda;
para lo cual alegaban
que di la muerte con hierbas
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a doña Leonor, su madre,
y que con traiciones nuevas
quitalle intentaba el reino
pidiendo al de Ingalaterra
socorro con cartas falsas
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en que mi firma le enseñan.
Creyolo, desposeyome
de mi estado y las riquezas
que en el gobierno adquirí;
llevome a una fortaleza,
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donde, sin bastar los ruegos
ni lágrimas de Isabela,
mi hija y su esposa, manda
que me corten la cabeza.
Supe una noche propicia
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el rigor de la sentencia
y ayudándome el temor,
las sábanas hechas vendas,
me descolgué de los muros
y en aquella noche mesma
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di aviso que me siguiese
a mi esposa, la duquesa.
Supo el rey mi fuga y manda
que al son de roncas trompetas
me publiquen por traidor,
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dando licencia a cualquiera
para quitarme la vida,
poniendo mortales penas
a quien sabiendo de mí
no me lleve a su presencia.
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Temí el rigor del mandato,
y como en la suerte adversa
huye el amistad, no quise
ver en ellos su esperiencia.
Llegamos hasta estos montes
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donde de parto y tristeza
murió mi esposa querida
y un hijo hermoso me deja
que en este traje he criado;
comprando ganado y tierras
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y hecho de duque pastor,
ha ya veinte primaveras
que han dado flores a mayo,
hierba al prado y a mí penas,
que el estado en que me ves
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conservo; mas todo fuera
poco a no perder la vista
del hijo en cuya presencia
olvidaba mis trabajos.
Mira si es razón que sienta
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la falta que a mi vejez
hace su vista y que pierda
la vida, que ya se acaba,
entre lágrimas molestas.