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Por concierto de mi hermano
y vuestros
-
(Aparte.)
(¡Mudos pesares,
hoy hable la estimación,
los demás afetos callen!)-,
a este mar de Portugal
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de nuestros navarros mares,
en una ciudad de leños,
en una escuadra volante
de delfines que volaban
a competencia del aire,
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llegué, señor, ¡ay de mí!,
un lunes, para mí martes,
que en el dueño, y no en el día,
se contienen los azares.
Fue tan próspero y feliz
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este deseado viaje,
que parece que anunciaban
tan venturosas señales
presagios de la desdicha
que ahora llega a atormentarme.
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Salió vuestra Majestad
a recebirme y honrarme
con su persona y amor,
hijo de los afetos padre,
y cuando al Príncipe, ¡ay, Cielo!,
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esperaba para darle,
entre la mano de esposa,
tiernos requiebros de amante,
posesión del albedrío,
uniendo las voluntades,
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supe que quedó en Lisboa,
sin que su cuidado pase
siquiera a saber con quién
su Alteza espera casarle.
Este cuidado, o descuido
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cuidadoso, fueron parte
para empezar, ¡qué desdicha!,
toda el alma a alborotarme
y a temer lo que lloré
dentro de pocos instantes.
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Cuatro veces murió el sol
en los brazos de la tarde,
por cuya muerte la noche
vistió luto funerable
primero que de su cuarto
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fuese al mío a visitarme.
Si fue agravio a mi decoro,
júzguelo quien amar sabe.
Al fin, vuestra Majestad
fue a visitarle una tarde.
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Lo que le mandó no sé,
mas bien puedo asegurarme
que en defender mi justicia
sería todo de mi parte.
Al fin me vio, y los empeños
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que tuve en solo un instante
que le di audiencia, no es bien
que mi lengua los relate.
Básteme, siendo quien soy,
que los sepa y que los calle,
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que a no ser dentro de mí
tan bizarra y tan galante,
¿cómo pudiera pasar
por el tropel de desaires
que me han sucedido? ¿Cómo,
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sin que abortara volcanes
que en cenizas convirtiera
a quien intentó agraviarme
atrevido y poco atento?
Vamos, señor, adelante,
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y perdonad, que los celos
llegan a precipitarme,
y el corazón a los labios
se asomó para quejarse.
Pasadas muchas injurias
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que solo en mi objeto caben,
a una quinta del Mondego
fui, porque vos me llevasteis,
a volver más despreciada
que me había mirado antes,
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pues se siente más la ofensa
cuando delante se hace
de quien, mirando el desprecio,
llegará a vanagloriarse.
Esto, señor, que parece
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que es sentimiento que hace
mi persona en lo exterior
según os muestra el semblante
no es, sino que así he querido
de mi suceso informarle
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porque sepa que no ignoro
lo que vuestra Alteza sabe,
que a no ser así, es sin duda
que no pasara el desaire
de ir a requebrar los nietos,
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cuando me ofreció vengarme.
Y a no ser así también,
¿cómo pudiera llevarse
que doña Inés compitiera,
aunque son muchas sus partes,
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conmigo?, que no lo hermoso
puede igualar a lo grande.
Decid al Príncipe, señor,
no como rey, como padre,
que sus empeños disculpo,
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que ha acertado en emplearse
en quien tan bien le merece,
y que mire, cuando agravie,
que no todas como yo
podrán desapasionarse.
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Este pliego es a mi hermano,
donde le pido que trate
de enviar por mí, sin que sepa
lo que ha podido obligarme,
que no es bien que le dé cuenta
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de semejantes desaires.
Con mi partida, señor,
pongo fin a mis pesares,
principio al gusto de Inés,
y medio para que trate
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don Pedro su casamiento
sin que yo pueda estorbarle,
que, aunque ya lo está en secreto,
como llegó a declararme,
parece que aumenta el gusto
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saber que todos lo saben.
Adiós, señor. No me tenga
tu Majestad, ni me trate
jamás sino de partirme,
porque sería obligarme
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a que haga, por detenerme,
lo que no por despreciarme,
que, aunque agora soy prudente,
no sé, en llegando a enojarme,
si me valdrá la prudencia
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para no precipitarme.
No detenerme es cordura.
A mi cuarto voy, que es tarde.
No hay, señor, de qué advertirme,
que pues llegué a declararme,
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todo lo habré yo mirado.
(Aparte.)
(¡Muriendo voy!) Dios le guarde.