Si de mis sucesos quieres
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escuchar los tristes casos
con que ostentan mis desdichas
lo poderoso y lo vario,
escucha, por si consigo
que, divirtiendo tu agrado,
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lo que fue trabajo propio
sirva de ajeno descanso,
o porque en el desahogo
hallen mis tristes cuidados
a la pena de sentirlos,
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el alivio de contarlos.
Yo nací noble; este fue
de mi mal el primer paso,
que no es pequeña desdicha
nacer noble un desdichado;
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que aunque la nobleza sea
joya de precio tan alto,
es alhaja que en un triste
solo sirve de embarazo;
porque estando en un sujeto
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repugnan como contrarios,
entre plebeyas desdichas
haber respetos honrados.
Decirte que nací hermosa
presumo que es escusado,
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pues lo atestiguan tus ojos
y lo prueban mis trabajos.
Solo diré... Aquí quisiera
no ser yo quien lo relato,
pues en callarlo o decirlo
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dos inconvenientes hallo:
porque, si digo que fui
celebrada por milagro
de discreción, me desmiente
la necedad del contarlo;
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y, si lo callo, no informo
de mí, y en un mismo caso
me desmiento, si lo afirmo,
y lo ignoras, si lo callo.
Pero es preciso al informe
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que de mis sucesos hago
(aunque pase la modestia
la vergüenza de contarlo),
para que entiendas la historia,
presuponer asentado
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que mi discreción la causa
fue principal de mi daño.
Inclineme a los estudios
desde mis primeros años
con tan ardientes desvelos,
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con tan ansiosos cuidados,
que reduje a tiempo breve
fatigas de mucho espacio.
Conmuté el tiempo, industriosa,
a lo intenso del trabajo,
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de modo que en breve tiempo
era el admirable blanco
de todas las atenciones,
de tal modo, que llegaron
a venerar como infuso
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lo que fue adquirido lauro.
Era de mi patria toda
el objeto venerado
de aquellas adoraciones,
que forma el común aplauso;
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y como lo que decía
(fuese bueno o fuese malo)
ni el rostro lo deslucía
ni lo desairaba el garbo,
llegó la supersitición
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popular a empeño tanto,
que ya adoraban deidad
el ídolo que formaron.
Voló la fama parlera,
discurrió reinos estraños,
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y en la distancia segura
acreditó informes falsos.
La pasión se puso antojos
de tan engañosos grados,
que a mis moderadas prendas
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agrandaban los tamaños.
Víctima en mis aras eran,
devotamente postrados,
los corazones de todos
con tan comprehensivo lazo,
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que habiendo sido al principio
aquel culto voluntario,
llegó después la costumbre,
favorecida de tantos,
a hacer como obligatorio
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el festejo cortesano;
y, si alguno disentía,
paradojo o avisado,
no se atrevía a proferirlo
temiendo que, por estraño,
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su dictamen no incurriese,
siendo de todos contrario,
en la nota de grosero
o en la censura de vano.
Entre estos aplausos yo,
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con la atención zozobrando
entre tanta muchedumbre,
sin hallar seguro blanco,
no acertaba a amar a alguno,
viéndome amada de tantos.
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Sin temor en los concursos
defendía mi recato
con peligros del peligro
y con el daño del daño.
Con una afable modestia
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igualando el agasajo,
quitaba lo general
lo sospechoso al agrado.
Mis padres en mi mesura
vanamente asegurados,
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se descuidaron conmigo.
¡Qué dictamen tan errado!,
pues fue quitar por de fuera
las guardas y los candados
a una fuerza que en sí propia
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encierra tantos contrarios.
Y como tan neciamente
conmigo se descuidaron,
fue preciso hallarme el riesgo
donde me perdió el cuidado.
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Sucedió, pues, que entre muchos
que de mi fama incitados
contextar con mi persona
intentaban mis aplausos,
llegó acaso a verme (¡Ay cielos!,
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¿cómo permitís tiranos
que un afecto tan preciso
se forjase de un acaso?)
don Carlos de Olmedo, un joven
forastero, mas tan claro
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por su origen, que en cualquiera
lugar que llegue a hospedarlo,
podrá no ser conocido,
pero no ser ignorado.
Aquí, que me des te pido
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licencia para pintarlo,
por disculpar mis errores,
o divertir mis cuidados,
o porque al ver de mi amor
los estremos temerarios,
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no te admire que el que fue
tanto, mereciera tanto.
Era su rostro un enigma
compuesto de dos contrarios
que eran valor y hermosura,
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tan felizmente hermanados,
que faltándole a lo hemoso
la parte de afeminado,
hallaba lo más perfecto
en lo que estaba más falto;
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porque ajando las facciones
con un varonil desgarro,
no consintió a la hermosura
tener imperio asentado,
tan remoto a la noticia,
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tan ajeno del reparo,
que aun no le debió lo bello
la atención de despreciarlo;
que como en un hombre está
lo hermoso como sobrado,
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es bueno para tenerlo
y malo para ostentarlo.
Era el talle como suyo,
que aquel talle y aquel garbo,
aunque la Naturaleza
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a otro dispuesta darlo,
solo le asentara bien
al espíritu de Carlos:
que fue de su providencia
esmero bien acertado,
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dar un cuerpo tan gentil
a espíritu tan gallardo.
Gozaba un entendimiento
tan sutil, tan elevado,
que la edad de lo entendido
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era un mentís de sus años.
Alma de estas perfecciones
era el gentil desenfado
de un despejo tan airoso,
un gusto tan cortesano,
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un recato tan amable,
un tan atractivo agrado,
que en el más bajo descuido
se hallaba el primor más alto;
tan humilde en los afectos,
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tan tierno en los agasajos,
tan fino en las persuasiones,
tan apacible en el trato
y en todo, en fin, tan perfecto,
que ostentaba cortesano
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despojos de lo rendido,
por galas de lo alentado.
En los desdenes sufrido,
en los favores callado,
en los peligros resuelto,
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y prudente en los acasos.
Mira si con estas prendas,
con otras más que te callo,
quedaría en la más cuerda
defensa para el recato.
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En fin, yo le amé; no quiero
cansar tu atención contando
de mi temerario empeño
la historia caso por caso;
pues tu discreción no ignora
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de empeños enamorados,
que es su ordinario principio
desasosiego y cuidado;
su medio, lances y riesgos;
su fin, tragedias o agravios.
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Creció el amor en los dos
recíproco, y deseando
que nuestra feliz unión
lograda en tálamo casto
confirmase de Himeneo
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el indisoluble lazo;
y porque acaso mi padre,
-que ya para darme estado
andaba entre mis amantes
los méritos regulando-
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atento a otras conveniencias
no nos fuese de embarazo,
dispusimos esta noche
la fuga, y atropellando
el cariño de mi padre,
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y de mi honor el recato,
salí a la calle, y apenas
daba los primeros pasos
entre cobardes recelos
de mi desdicha, fiando
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la una mano a las basquiñas
y a mi manto la otra mano,
cuando a [nosotros] resueltos
llegaron dos embozados.
-«¿Qué gente?» dicen, y yo
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con el aliento turbado,
sin reparar lo que hacía
(porque suele en estos casos
hacer publicar secretos
el cuidado de guardarlos),
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-«¡Ay Carlos, perdidos somos!»
dije, y apenas tocaron
mis voces a sus oídos
cuando los dos arrancando
los aceros, dijo el uno:
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-«Matadlo, don Juan, matadlo,
que esa tirana que lleva,
es doña Leonor de Castro,
mi prima». Sacó mi amante
el acero, y alentado,
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apenas con una punta
llegó al pecho del contrario,
cuando diciendo: «¡Ay de mí!»
dio en tierra, y viendo el fracaso
dio voces el compañero,
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a cuyo estruendo llegaron
algunos; y aunque pudiera
la fuga salvar a Carlos,
por no dejarme en el riesgo,
se detuvo temerario
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de modo que la Justicia,
que acaso andaba rondando,
llegó a nosotros, y aunque
segunda vez obstinado
intentaba defenderse,
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persuadido de mi llanto
rindió la espada a mi ruego,
mucho más que a sus contrarios.
Prendiéronle, en fin; Y a mí,
como a ocasión del estrago,
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viendo que el que queda muerto
era don Diego de Castro,
mi primo, en tu noble casa,
señora, depositaron
mi persona y mis desdichas,
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donde en un punto me hallo
sin crédito, sin honor,
sin consuelo, sin descanso,
sin aliento, sin alivio,
y finalmente esperando
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la ejecución de mi muerte
en la sentencia de Carlos.