John Ford, Tis Pity She's a Whore

Qué lástima que sea una puta





Texto utilizado para esta edición digital:
Ford, John. Lástima que sea una puta. Traducido por Sonia Sofía Perelló Pigazos. Para la colección EMOTHE, 2016.
Adaptación digital para EMOTHE:
  • Perelló Pigazos, Sonia

Nota a la edición digital


Personajes

Bonaventura, un fraile
Cardenal, nuncio del papa
Soranzo, un noble
Florio, ciudadano de Parma
Donado, otro ciudadano
Grimaldi, un caballero romano
Giovanni, hijo de Florio
Bergetto, sobrino de Donado
Richardetto, presunto médico
Vázquez, criado de Soranzo
Poggio, criado de Bergetto
Bandidos, Guardias, Criados, etc.
Annabella, hija de Florio
Hipólita, esposa de Richardetto
Filotis, su sobrina
Putana, aya de Annabella
Doncellas

Acto I

[I.i]

(Entran Bonaventura y Giovanni.)

BONAVENTURA.
No discutamos más, pues has de saber muchacho
que no se trata de un mero debate; la buena Filosofía
podrá tolerar argumentos vacuos
pero el cielo no admite burlas: aquellos
5
que presumiendo de listos quisieron con perspicacia
probar que no había un Dios, con arte ingenuo
hallaron antes la senda más corta al averno,
y llenaron el mundo de un ateísmo infernal.
Eso no son más que tonterías; pues es mejor
10
dar gracias por el sol que preguntarse por qué brilla,
y Aquél de quien tú hablas es más alto aún que el sol.
Se acabó; no quiero oír más.

GIOVANNI.
Buen padre,
a vos he abierto mi alma angustiada,
mostrado mis pensamientos, vaciado mi corazón,
15
con vos me he vuelto pobre en secretos; sin dejar
ni una palabra por decir que no haya dicho
todo lo que alguna vez osé pensar o creí saber;
también aquí es donde habré de hallar consuelo,
¿acaso no debo hacer lo que cualquiera puede, amar?

BONAVENTURA.
20
Sí, has de amar, hijo.

GIOVANNI.
¿Acaso no debo
alabar a tal belleza, que de esculpirse de nuevo,
hasta los dioses nombrarían deidad,
y postrarme a sus pies, como me postro ante ellos?

BONAVENTURA.
¡Oh, insensato!

GIOVANNI.
¿Acaso debe una palabra hueca,
25
una costumbre legada por el hombre,
meterse entre hermano y hermana,
entre mi dicha eterna y yo?
Si un padre solo, si un mismo vientre
(¡maldita mi suerte!) nos dio a ambos la vida,
30
¿no es preciso entonces, por naturaleza,
por los vínculos de sangre, de razón, incluso
los religiosos; a ser siempre uno,
una esencia, una carne, un amor, un alma, un todo?

BONAVENTURA.
No hables más, muchacho; estás perdido.

GIOVANNI.
35
¿Acaso ha de ser mi gozo desterrado de su lecho,
por haber nacido hermanos?
No, padre; mas veo en vuestros ojos
piedad y compasión; vuestra edad,
como un oráculo sagrado, destila
40
un sublime consejo: decid, buen hombre,
¿cuál es la cura en un caso tan extremo?

BONAVENTURA.
Arrepiéntete, hijo mío, de este tan triste pecado:
pues perturba a la Majestad divina
tu enloquecida blasfemia.

GIOVANNI.
45
¡No habléis así, mi confesor querido!

BONAVENTURA.
Muchacho, ¿eres tú aquel milagro del ingenio
a quien, desde hace meses en Bolonia,
se tiene por un prodigio de su tiempo?
Toda la Universidad ha aplaudido
50
tu conducta y tu saber, y tu elocuencia sin par
y tu dulzura, ¡todo lo que hace a un hombre!
Orgulloso de mi tutela, elegí
dejar mis libros antes que abandonarte.
Y así fue; mas los goces de mi esperanza
55
se han perdido en ti, como perdido estás en ti mismo.
Oh, Giovanni, ¿has abandonado la escuela
del saber por conversar con la lujuria y la muerte?
Pues es la muerte quien atiende a tu lujuria.
Mira por el mundo y verás mil caras sonrientes
60
con más gloria que ese ídolo al que adoras:
déjala, y elige, que será menor pecado,
pues en juegos como ese han perdido los que han ganado.

GIOVANNI.
Antes será más fácil detener en el océano
el vaivén de la marea, que olvidarme de mis votos.

BONAVENTURA.
65
Entonces acabo aquí, y en tu obstinado ardor
diviso ya tu ruina. El cielo es justo.
Mas escucha mi consejo.

GIOVANNI.
Es la voz de la vida.

BONAVENTURA.
Ve deprisa a casa de tu padre; enciérrate a cal y canto,
aíslate en tu aposento y de rodillas en el suelo
70
llora hondamente y arrástrate hasta bañar tus palabras
en llanto, y a ser posible, en sangre.
Ruega al cielo que purifique la lepra lasciva
que corroe tu alma y admite lo que eres:
un triste desgraciado, un ser vil, un nada: llora, implora, reza
75
tres veces por día y tres cada noche.
Si después de siete días tus deseos
no han cambiado, vuelve a mí:
yo pensaré el remedio. Ruega por tu alma
en casa, que yo aquí rezo por ti. Ve,
80
debemos rezar ahora. Mi bendición va contigo.

GIOVANNI.
Por escapar la vara de la venganza haré como decís vos,
si no, os juro por mi vida: mi sino, es mi dios.

(Salen.)

[I.ii]

(Entran Grimaldi y Vázquez dispuestos a batirse.)

VÁZQUEZ.
Vamos, caballero, en guardia; si resultáis ser un cobarde, os haré correr presto.

GRIMALDI.
Tú no eres adversario digno de mi persona.

VÁZQUEZ.
A fe mía que no fui yo nunca a la guerra para contar batallas en casa, ni tengo artes de charlatán para ganarme una cena y jurar que mis heridas las recibí en la contienda. ¿Veis mis cabellos grises? No se inmutan por una nariz sangrienta. ¿Lo haréis vos por este asunto?

GRIMALDI.
Tú, miserable, ¿acaso crees que mediría yo mi reputación con un andrajoso? Avisa a tu amo, y él verá que soy capaz…

VÁZQUEZ.
…De gritar cual verdulera, tal es vuestro oficio. Ah, triste sombra de un soldado, ya os enseñaré yo; mi amo tiene criados que valen más que vos en calidad y en conducta. ¿Habéis venido a charlar o a batiros?

GRIMALDI.
Contigo, ni a una cosa ni a la otra. Yo soy romano y gentilhombre, y uno que se ganó el honor pagándolo con su sangre.

VÁZQUEZ.
Sois un cobarde embustero y un idiota; pelead, u os juro por esta que os mato. ¡Bravo señor… pelearéis!

GRIMALDI.
No me provoques más, porque si…

VÁZQUEZ.
¡En guardia!

(Se baten, Grimaldi se lleva la peor parte.)
(Entran Florio, Donado, y Soranzo.)

FLORIO.
¿Qué significa este alboroto a las puertas de mi casa?
¿No hay otro sitio que este para dar rienda suelta
85
a la ira de vuestra sangre alterada?
¿Es acaso necesaria esta molestia incesante
que no me permite comer ni descansar en paz?
¿Es esto aprecio, Grimaldi? A fe mía que es indigno.

DONADO.
Y en cuanto a ti, Vázquez, te diré que no está bien
90
armar disputas; tú siempre tan dispuesto
a secundar querellas.

(Entran Annabella y Putana por la parte superior.)

FLORIO.
¿Qué motivo hay?

SORANZO.
Si me permiten, señores, yo puedo explicarlo:
Aquí el caballero, a quien la fama tilda de soldado
(pues desconozco quién más), me disputa el amor
95
de la hija del señor Florio, a cuyos oídos,
y a desgracia mía, aún dirige sus demandas,
creyendo que el modo de aventajarse
es denigrarme en sus relatos.
Mas has de saber, Grimaldi, que aun siendo
100
iguales por sangre, esto delata a un villano
de tan mezquinas ideas que, si acaso fueras noble,
tú mismo despreciarías como lo hago yo contigo
a causa de esta afrenta. Y he aquí el motivo
de enviar yo a mi criado a desbravar su lengua,
105
considerando que uno de tal bajeza no es rival para mí.

VÁZQUEZ.
Y de no haberlo impedido vuestra súbita llegada, yo hubiera dejado que el caballero se desangrara por esas agallas. Tendría que haberos cortado una oreja, para evitaros la rabia.

GRIMALDI.
Soranzo, exijo venganza.

VÁZQUEZ.
En un plato de caldo, templado para calmar vuestro estómago. Pedid, so bobo, pedid; cualquier papilla es más sana que una dieta a base de acero español.

GRIMALDI.
¡De esto no me olvido!

SORANZO.
No me das miedo alguno, Grimaldi.

(Sale Grimaldi.)

FLORIO.
Señor Soranzo, esto me extraña,
¿a qué viene vuestra furia, si habéis mi palabra dada?
Teniendo su corazón, ¿por qué dudar de su oído?
Que el perdedor hable es lícito en el deporte.

VÁZQUEZ.
Mas palabras hay tan villanas, señor Florio, que son capaces de tornar biliosa hasta a la dulce paloma. No veáis culpa en mi señor por esto.

FLORIO.
110
Tú guarda silencio.
Ni por toda mi fortuna consienta yo que el amor de mi hija
sea la causa de que se vierta sangre alguna.
Envaina, Vázquez, y zanjemos esta riña con unos vinos.

(Salen Florio, Donado, Soranzo y Vázquez.)

PUTANA.
¿Qué os parece, chiquilla? Amenazas, desafíos, lances y reyertas por todas partes, ¡todo por causa vuestra! Andaos con ojo, niña mía, o se os acabarán llevando mientras dormís.

ANNABELLA.
Pero aya, una vida así no trae contento,
115
no a mí; mi pensamiento está a otros fines.
Quisiera que me dejaras.

PUTANA.
¿Dejaros? Y qué cosa más. Dejaos de dejaros, mi niña, esto es amor sincero. Pero a fe mía que no os culpo, que para elegir tenéis lo que la mejor dama de Italia.

ANNABELLA.
Por favor, no hables tanto.

PUTANA.
Comparad la paja y el heno, ahí tenéis a Grimaldi el soldado, un tipo muy bien fornido: dicen que es un romano, sobrino del Duque de Montferrato, y que sirvió bien en las guerras contra los milaneses, pero a fe mía, mi niña, que a mí no me gusta un pelo, no por nada, sino por ser soldado. Que de veinte de esos pendencieros capitanes ni uno solo se libra de alguna que otra herida secreta que les impida ponerse firmes. No me gusta nada, con esa rodilla tan floja; y aunque igual podría servir si no hubiera hombre alguno, no es el hombre que yo escogiera.

ANNABELLA.
Cacareas, qué vergüenza.

PUTANA.
Como soy yo muy mujer, el señor Soranzo es quien me gusta. Es hombre cultivado, y aún mejor, rico; y mejor todavía, cortés, y aún mejor que todo eso, hidalgo. Fuera yo la hermosa Annabella, al cielo rogaría por uno como él. Luego es generoso; y además apuesto, y a fe mía, creo que entero (que menuda novedad en un joven de veinte y tres años). Liberal, eso me consta; cariñoso, eso os consta a vos; y un hombre de verdad, pues si no, no hubiera adquirido tan buen nombre con Hipólita, esa viuda tan lozana, en vida de su marido. Y a no ser por tal historia, querida, quisiera yo que fuera vuestro. Elogiad al hombre por sus logros, pero tomad marido al que se vale de suyo, desnudo y sin atavíos: que uno así es para el lecho, y uno así es el señor Soranzo, por mi vida.

ANNABELLA.
Esta pobre se ha tomado su cerveza bien temprano.

(Entran Bergetto y Poggio.)

PUTANA.
Pero mirad, querida, mirad lo que viene ahora: he aquí un numerito más, para aumentar la cifra. Oh, ¡valiente simio en abrigo de seda! Observad.

BERGETTO.
¿Pensaste acaso, Poggio, que echaría yo a perder mi vestimenta nueva y dejaría mi cena… por batirme?

POGGIO.
No, señor, nunca os tuve por tamaño imbécil.

BERGETTO.
Más astuto soy que todo eso: pues espero, Poggio, que jamás habrás oído de un primogénito que fuera un lechuguino. ¿Verdad, Poggio?

POGGIO.
Cierto es que nunca, señor, al menos mientras tuviere hacienda o dineros como herencia.

BERGETTO.
¿Será posible, Poggio? Oh, ¡monstruo! Ya me encargaré yo de comprar cuando me plazca por un puñado de plata un manojo de ingenio. Mas mira, canalla, que tengo otra compra entre manos. Según mi tío, la moza será mía. Me lavo la cara y me cambio las calzas, ¡y a por ella! Fíjate en mis andares, Poggio.

(Camina afectadamente.)

POGGIO.
Señor. (Aparte.) No sé ni cuántas veces he visto a un asno y una mula trotar la pavana española con más gracia.

(Salen Bergetto y Poggio.)

ANNABELLA.
También me persigue este idiota.

PUTANA.
Ay, sí, y a este no hace falta describirlo. El potentado que está abajo con vuestro padre, mi niña, que es el Señor Donato y su tío, como quiera que espera hacer de su pariente un becerro de oro, piensa que os postraréis a sus pies de inmediato y como buena israelita. Mas espero haberos instruido mejor. Dicen que el cetro de un bufón es el juguete de una dama, mas teniendo vos harta riqueza, no necesitáis correr por escasez de carne, no señora: ¡que lo aspen, pobre bobo!

(Entra Giovanni.)

ANNABELLA.
Mira, Putana, mira: ¿qué figura celestial
de tan bendita criatura aparece ahora?
¿Qué hombre es ése, que con tan triste aspecto
120
camina indolente?

PUTANA.
¿Dónde?

ANNABELLA.
Ahí abajo.

PUTANA.
Oh, vuestro hermano, nena.

ANNABELLA.
¡Ja!

PUTANA.
Es vuestro hermano.

ANNABELLA.
No, no es él seguro, es una cosita triste
ataviada en dolor, la sombra de algún hombre.
El pobre golpea su pecho y seca sus ojos
125
bañados en lágrimas, me parece oír que suspira.
Bajemos, Putana, y hallemos la causa.
Conozco a mi hermano y por el amor que me profesa
no me negará el compartir su pena.
(Aparte.)
Mi alma está llena de miedo y pesar.

(Sale con Putana.)

GIOVANNI.
130
Perdido, estoy perdido: mis hados me han condenado a muerte.
Cuanto más lucho, más amo; cuanto más amo,
más desespero; mi ruina veo con certeza.
Todo juicio y expiación que aplicar pudiera
a mi incurable e impaciente ofensa
135
ya he examinado por completo, mas en vano.
¡Ah, si no fuera por religión pecado
adorar a nuestro amor, cual deidad fuera!
Cansado está el cielo de oírme rezar, seco
el manantial de mis constantes lágrimas, y hambrientas
140
mis venas de ayunos diarios. Cualquier cosa
que el buen juicio o el arte aconsejen, he hecho. Mas
ay, son solo sueños y cuentos con que los viejos
asustan a la voluble juventud. Sigo siendo el mismo.
O debo hablar, o estallaré. No es mi lujuria,
145
lo sé, es mi destino quien me guía.
Que el miedo y la deshonra se queden con el siervo,
yo le diré que la amo, aunque mi corazón
sea el precio que pague en el intento.
¡Ay de mí! Ahí viene.

(Entran Annabella y Putana.)

ANNABELLA.
¡Hermano!

GIOVANNI.
(Aparte.)
Si cosa tal
150
como el valor mora en el hombre, ¡poderes celestiales!,
otorgad a mi lengua esa virtud acrecentada.

ANNABELLA.
Hermano, ¿acaso no queréis hablar conmigo?

GIOVANNI.
Sí, ¿cómo estáis, hermana?

ANNABELLA.
Como quiera que yo esté, creo que no estáis bien.

PUTANA.
Bendito sea, ¿a qué tan triste, señor?

GIOVANNI.
155
Permitid que os hable; Putana, danos un momento.
Hermana, deseo veros en privado.

ANNABELLA.
Retírate, Putana.

PUTANA.
Me retiro. (Aparte.) Si fuera este otro acompañante, vería yo en mi ausencia tarea digna de recompensa. Pero voy a dejar que estén juntos.

(Sale Putana.)

GIOVANNI.
Acércate, hermana, trae tu mano, caminemos.
Espero que no te sonroje andar conmigo,
pues nadie hay aquí salvo tú y yo.

ANNABELLA.
160
¿Qué queréis decir?

GIOVANNI.
A fe que no pretendo ningún daño.

ANNABELLA.
¿Daño?

GIOVANNI.
No, en verdad, ¿cómo estás?

ANNABELLA.
(Aparte.)
Confío en que no esté loco.
(A él.)
Estoy bien, hermano.

GIOVANNI.
165
Creedme, estoy enfermo, temo que tan enfermo
que ha de costarme la vida.

ANNABELLA.
¡Que el cielo lo impida! No será así, espero.

GIOVANNI.
Creo que me amáis, hermana.

ANNABELLA.
Sabéis que así es.

GIOVANNI.
170
Lo sé muy bien. Sois hermosa.

ANNABELLA.
Ah, pues, veo que tenéis un mal muy alegre.

GIOVANNI.
Probado es que sí. Fingen los poetas, he leído,
que Juno por su rostro aventajaba
a las demás diosas. Mas debo yo jurar
175
que el vuestro supera al suyo, como el de ella a las demás.

ANNABELLA.
Bueno, ¡qué ocurrencia!

GIOVANNI.
Y este par de estrellas
que son vuestros ojos, podrían cual fuego de Prometeo,
con el destello de una dulce mirada fortuita, dar vida a las inertes piedras.

ANNABELLA.
¡Poca vergüenza!

GIOVANNI.
180
El lirio y la rosa, dulces extraños, habitan
vuestros hoyuelos y anhelan vuestras mejillas.
Tentación de un santo son esos labios;
manos como esas al eremita harían lascivo.

ANNABELLA.
¿Os burláis de mí o es un halago?

GIOVANNI.
185
Si quisierais ver una belleza más perfecta
que la que Natura alcance a crear o el arte a imitar,
miraos en un espejo y contemplad la vuestra.

ANNABELLA.
Oh, vos sois un joven muy apuesto.

GIOVANNI.
Toma.
(Le ofrece su daga.)
190
Y aquí está mi pecho, golpea y haz blanco.
Hiende mi pecho y verás
un corazón donde hallarás escrita la verdad que afirmo.
¿Por qué dudas?

ANNABELLA.
¿Habláis en serio?

GIOVANNI.
Muy en serio.
¿No sois capaz de amar?

ANNABELLA.
¿A quién?

GIOVANNI.
A mí. Mi alma torturada
195
se aflige en fervor de muerte.
Oh, Annabella, estoy perdido;
tu amor, hermana mía, y la visión
de tu inmortal belleza han deshecho
la armonía de mi vida y mi descanso.
200
¿Por qué no lo clavas?

ANNABELLA.
El cielo lo impida, ¡mi temor era cierto!
Si todo esto es verdad, más me valdría estar muerta.

GIOVANNI.
Cierto, Annabella, no es momento de burlas.
Tanto tiempo he contenido ocultas las llamas
que casi me han consumido ya. He pasado
205
tantas noches silenciosas suspirando entre gemidos,
indagando mis pensamientos, maldiciendo mi destino,
razonando en contra de las razones de mi amor;
todo aquello que la delicada virtud aconseja, he hecho,
mas todo ha sido en vano. Este es mi destino,
210
o vos debéis amarme, o debo yo morir.

ANNABELLA.
¿Sois sincero conmigo?

GIOVANNI.
Que la desgracia
caiga sobre mí si he ocultado algo.

ANNABELLA.
Vos sois mi hermano Giovanni.

GIOVANNI.
Y vos
mi hermana Annabella, lo sé;
215
y podría dar motivos de por qué amar
aún más por tal razón. ¿Con qué otra intención
la sabia naturaleza escogió al crearos
que primero fuerais mía? De otro modo hubiera sido
abyecta falta haber partido una misma belleza en dos almas.
220
La cercanía en sangre o nacimiento
incitan de por sí a un afecto más cercano.
Incluso a la Santa Iglesia he pedido ya consejo,
me dicen que puedo amaros, y es justicia pues
que ya que puedo, deba; y que os ame, sí, ¡que os ame!
225
¿Y ahora he de vivir, o morir?

ANNABELLA.
Vive; has ganado
el reino sin pugna alguna; lo que tú has avivado
ya había resuelto hace tiempo mi corazón cautivo.
Me sonroja decirte; pero te digo ahora:
cada suspiro que por mí has gastado,
230
son diez suspiros míos, cada lágrima perdida, veinte mías.
Y no tanto por amor, sino por no poder decir
que amaba, ni pensarlo siquiera.

GIOVANNI.
Oh dioses, no dejéis que esta música sea un sueño,
¡os lo imploro, por piedad!

(Se arrodilla.)

ANNABELLA.
De rodillas,
235
hermano, por las cenizas de nuestra madre te ruego
que no me traiciones por odio o placer,
ámame o mátame, hermano.

(Se arrodilla.)

GIOVANNI.
De rodillas,
hermana, por las cenizas de nuestra madre te ruego
que no me traiciones por odio o placer,
240
ámame o mátame, hermana.

ANNABELLA.
¿En verdad lo decís?

GIOVANNI.
En verdad lo digo,
como vos, espero; decid: soy sincera.

ANNABELLA.
Lo juro, lo soy.

GIOVANNI.
Y yo, y por este beso,
(La besa.)
(una vez más, y otra más; alcémonos ahora, con éste),
(Se levantan.)
245
Ni aún por el Elíseo cambiaría este minuto.
¿Qué hemos de hacer ahora?

ANNABELLA.
Lo que os plazca.

GIOVANNI.
Venid pues,
que después de haber llorado tantas lágrimas,
es hora de aprender a cortejarnos con sonrisas, a besar, y a dormir.

(Salen.)

[I.iii]

(Entran Florio y Donado.)

FLORIO.
Señor Donado, bastante habéis dicho ya,
250
os comprendo; pero habéis de saber
que no forzaré a mi hija en contra de sus deseos.
Ya veis que sólo tengo a los dos, a un hijo y a ella,
y él es tan devoto de sus libros,
que en verdad debo deciros: temo por su salud.
255
Si algo malo le pasara, todas mis esperanzas
quedarían con mi niña. En cuanto a bienes y posesiones,
he sido, gracias al cielo, asazmente bendecido.
Lo que importa es cómo unirla a quien le guste.
No permitiré que se despose por dinero, mas por amor.
260
Y si a ella le agradase vuestro sobrino, pues para él.
Es todo lo que puedo deciros.

DONADO.
Y decís bien, señor,
como diría un leal padre y, por mi parte, yo mismo,
si los jóvenes se gustan (entre nosotros),
prometeré presto para mi sobrino asegurar
265
tres mil florines cada año mientras viva,
y tras mi muerte, mi hacienda entera.

FLORIO.
Es justa proposición; entretanto vuestro deudo
tendrá libertad y acceso para iniciar su cortejo.
Si prospera, tendrá mi consentimiento.
270
Así pues por el momento, os dejo, caballero.

DONADO.
Bien,
hay esperanza aún, si algo de seso tuviera mi sobrino,
pero es tan cabeza hueca, que temo
que jamás ganará a la moza. Siendo yo joven
ya me la habría ganado, a fe mía, y así lo hará él
275
si quiere aprender de mí. Y en buena hora
aquí llega el interesado.
(Entran Bergetto y Poggio.)
¿Qué hay, Bergetto? ¿A dónde con tanta prisa?

BERGETTO.
Ay, tío, acabo de oír las más extrañas noticias que jamás salieran de corral alguno, ¿verdad, Poggio?

POGGIO.
En efecto, señor.

DONADO.
¿Qué noticias, Bergetto?

BERGETTO.
Pues, tío, veréis, que me ha contado el barbero ahora mismo que ha llegado a la ciudad un individuo que afirma que puede hacer andar un molino sin la ayuda mortal de viento o agua, solo con sacos de arena. Y este fulano tal, posee un raro caballo, bestia hartísimo excelente, os garantizo, tío (que así dice mi barbero), que del rocín la cabeza, y es cosa que maravilla a todo el pueblo cristiano, se encuentra detrás de la cola del animal, ¿verdad Poggio?

POGGIO.
En verdad, así juró el barbero.

DONADO.
¿Y hacia allí vais corriendo?

BERGETTO.
Sí, tío, en verdad.

DONADO.
¡Si serás mentecato! Vamos, venid, no iréis allá; que os importa más un titiritero que el negocio de que os hablé. ¡Ay, más que bobo! ¿Has de ser siempre un zoquete, siempre el hazmerreír de todo el mundo?

POGGIO.
Contestad vos mismo, amo.

BERGETTO.
¿Qué, tío? ¿Acaso debo quedarme encerrado en casa y no ser hombre de mundo y salir a ver novedades como cualquier otro galán?

DONADO.
¡A pendonear y ver burros! Dime, ¿con qué sutil conversación entretuviste a Annabella cuando estuviste en casa del señor Florio?

BERGETTO.
¡Ah, la muchacha! Válame Dios, tío, la deleité con tan original discurso, que casi hago que le reviente la panza de la risa.

DONADO.
Ya, me imagino, ¿y qué discurso era ese?

BERGETTO.
¿Qué fue que dije, Poggio?

POGGIO.
A fe, dijo mi amo que la amaba casi tanto como amaba al queso parmesano, y le juró (lo juro por él) que solo le faltaba a ella una nariz como la de él para ser tan bonita como cualquier joven dama de Parma.

DONADO.
¡Qué soez!

BERGETTO.
Luego, tío, me preguntó si mi padre había tenido más hijos que yo, y yo dije: “No, para eso hubieran tenido que sacarle antes la mollera.”

DONADO.
Esto es intolerable.

BERGETTO.
Luego dijo ella: “¿Y piensa el señor Donado, vuestro tío, dejaros toda su fortuna?”

DONADO.
¡Ja! Esa es buena, ¿y siguió a vueltas con eso?

BERGETTO.
¿Que si siguió a vueltas? Sí, eso, sí. Yo le dije “¿Dejarme su fortuna? Pues claro, mujer, no tiene otro pensamiento, y si lo tuviera, iba a oír hablar de ello hasta que le llegara la gloria y la confusión eterna; que yo sé”, le dije, “que soy su ojito derecho, y que a mí no me engañan como a un tonto”. Y entonces se dio media vuelta y se fue, con una sonrisa enorme. ¡Ja!, estuve muy hábil.

DONADO.
Ah, ingenuo, ya veo que de donde no hay, no se puede sacar. Bien, Bergetto, me temo que serás siempre un zoquete.

BERGETTO.
En ese caso lo sentiría mucho, tío.

DONADO.
Ven, ven a casa conmigo. Y puesto que no eres un buen orador, te voy a hacer que le escribas de una forma muy cortés, y que incluyas en la carta alguna joya valiosa.

BERGETTO.
¡Muy bien, qué excelente!

DONADO.
Calla, Papanatas. Por una vez en la vida me rebanaré yo los sesos, y si todo esto falla, es que te ha mirado un tuerto.

BERGETTO.
Poggio, saldrá bien, ¡Poggio!

(Salen.)

Acto II

[II.i]

(Entran Giovanni y Annabella, como si vinieran de su alcoba.)

GIOVANNI.
Ven, Annabella, no más hermana, sino amor,
más grato nombre. No te sonrojes,
280
mi bello, dulce milagro, y orgullécete al saber
que al rendirte has conquistado, y encendido
un corazón, cuyo tributo es la vida de tu hermano.

ANNABELLA.
Como la mía el suyo. Ah, si no hubiera vencido
de mi corazón el goce, tales placeres robados
285
pintarían en mis mejillas un modesto carmesí.

GIOVANNI.
Sorprende pensar que las más castas mujeres
estimen tal nadería como el virgo
una pérdida tan grande; cuando, una vez perdido
queda en nada, y seguís siendo la misma.

ANNABELLA.
¡Qué fácil es decirlo
290
para vos!

GIOVANNI.
Para que haya música
ha de haber tanto instrumento como melodía.

ANNABELLA.
¡Oh, descarado!
Muy bien, decid lo que queráis.

GIOVANNI.
Me habrás pues de reprender.
Bésame. Y así, del cuello de Leda Júpiter prendido,
bebió de sus labios dulcísima ambrosía.
295
No envidio al hombre más poderoso que exista,
pues siendo tu rey me siento
más grande que si fuera el rey del mundo.
Mas he de perderos, mi vida.

ANNABELLA.
Mas no lo haréis.

GIOVANNI.
Debéis desposaros, señora.

ANNABELLA.
¿Sí? ¿Con quién?

GIOVANNI.
300
Alguien debe poseeros.

ANNABELLA.
Vos debéis.

GIOVANNI.
No; otro.

ANNABELLA.
Os lo ruego, no habléis así, sin burla alguna.
Me haréis llorar seriamente.

GIOVANNI.
¿Cómo? ¡No os creo!
Mas dime, mi bien, ¿te atreves a jurar que solo
por mí vivirás, y no por otro?

ANNABELLA.
305
Por nuestro amor mutuo me atrevo, pues si supieras,
mi Giovanni, cuán odiosos me parecen
todos esos pretendientes, entonces me creerías.

GIOVANNI.
Basta, acepto tu palabra. Debemos separarnos, vida mía.
Recuerda tus votos y guarda bien mi corazón.

ANNABELLA.
310
¿De verdad debéis marcharos?

GIOVANNI.
De verdad.

ANNABELLA.
¿Cuándo volveréis?

GIOVANNI.
Pronto.

ANNABELLA.
Que así sea.

GIOVANNI.
315
Hasta pronto.

(Sale.)

ANNABELLA.
Ve donde quieras, que aquí queda tu recuerdo,
y donde estés, sé bien que allí estaré contigo.
¡Aya!

(Entra Putana.)

PUTANA.
¿Cómo estáis, mi niña? Bien, gracias al cielo, ¿eh?

ANNABELLA.
Oh, aya, ¡en qué placentero edén
320
me he levantado!

PUTANA.
¡Quia, en qué placentero edén habréis yacido! Ahora, que sois bien digna de elogio, mi niña, no temáis, criatura. ¿Y qué si es vuestro hermano? Pues es vuestro hermano un hombre, espero, y aún diré más, que si tiene una moza antojo repentino, que la dejen ir con quien quiera, padre o hermano, es igual.

ANNABELLA.
No ha de saberlo nadie, por mi vida.

PUTANA.
Ni por la mía, claro, pues solo causaría habladurías. Mas si no fuera por eso, no sería nada.

FLORIO.
(Dentro.) ¡Hija mía, Annabella!

ANNABELLA.
¡Ay de mí, mi padre! ¡Aquí, mi señor! Alcánzame mi labor.

FLORIO.
(Dentro.)
¿Qué estáis haciendo?

ANNABELLA.
Bien, deja que entre.

(Entran Florio, Richardetto como médico, y Filotis portando un laúd.)

FLORIO.
¿Aplicada a vuestra labor? Muy bien, no perdáis tiempo.
325
Ved que os traigo compañía, he aquí
un instruido doctor, recién llegado de Padua.
Es muy ducho en medicina y como veo
que habéis estado enferma últimamente, he rogado
al caballero que os visite de tanto en cuando.

ANNABELLA.
330
Sed bienvenido, señor.

RICHARDETTO.
Os lo agradezco, señora.
Vuestro nombre y buena fama os enaltecen
tanto por vuestra virtud como por vuestros dones.
Por eso me he aventurado a hacerme acompañar
de esta pariente mía y doncella, cuya música
335
y cantar, quizá os traiga algún contento.
Complaceos en conocerla.

ANNABELLA.
Son talentos que admiro,
y por ellos es bienvenida.

FILOTIS.
Gracias, señora.

FLORIO.
Señor, ya conocéis mi casa, venid cuando gustéis,
y si creéis que mi hija precisa de vuestro arte,
340
tendréis pagador en mí.

RICHARDETTO.
Caballero, quedo
a vuestra entera disposición.

FLORIO.
Y por ello os lo agradezco.
Hija mía, debo consultar con vos
unos asuntos que nos conciernen.
Maestro doctor, pasad, si os place,
345
y obsequiadnos con el talento de vuestra prima.
Confío en que mi niña no habrá olvidado
cómo tocar un instrumento. Solía hacerlo antes,
así que las oiremos a las dos.

RICHARDETTO.
A vuestro servicio, señor.

(Salen.)

[II.ii]

SORANZO.
“Sólo en el exceso halla mesura amor, en el dolor consuelo,
350
en la inquietud la vida, y provecho en el desdén.”
¿Qué dice aquí? Veamos. Pues sí, así lo escribe
este poeta ufano y disoluto en sus rimas.
Pero mientes, Sannázaro, pues si tu pecho
albergase la opresión que alberga el mío,
355
besarías tú la vara que te atormenta.
Por tanto, a trabajar, alegre musa y contradice
aquello que Sannázaro ha escrito con despecho.
“Es la prudencia sólo la mesura del amor; sus riñas, tiernas,
el placer, vida y su provecho la alegría.”
360
Si hubiera vivido Annabella cuando Sannázaro
celebró con aquel somero encomio
a Venecia, reina de las ciudades, habría dejado
ese verso que sumas de oro le trajese
y por una mirada sola de Annabel
365
habría escrito sobre ella y sus mejillas divinas.
Oh, cómo se halla mi mente…

VÁZQUEZ.
(Dentro.) Os ruego tengáis paciencia, por cortesía, dejad que os anuncie. De lo contrario me acusarán de descuidar mi deber y mi servicio.

SORANZO.
¿Qué alboroto es este que osa interrumpir mi paz?
¿Acaso no hay rincón donde pueda estar tranquilo?

VÁZQUEZ.
(Dentro.) En verdad, ofendéis vuestra modestia.

SORANZO.
¿Qué ocurre, Vázquez, quién es?

(Entran Hipólita y Vázquez.)

HIPÓLITA.
Soy yo.
370
¿Me conocéis? Mira, perjuro, a aquella
a quien tú y tu lujuria promiscua habéis faltado.
El ardiente frenesí de tu pasión es la deshonra
de mi juventud ante hombres y ángeles, ¿y habré
de ser yo ahora quien enaltezca tus veleidades?
375
Bien sabes tú, libertino, que cuando lejos de escándalos
se hallaba inmaculado mi nombre, ni hechizos ni
encantos traídos del infierno pudieron
doblegar la honra de mi casto pecho.
Tus ojos imploraban y tu boca prometía
380
tan solemnes juramentos que hasta un corazón de acero
se habría apiadado de ti, como así lo hizo el mío.
¿Y ahora acaso, la conquista de mi justo lecho,
la muerte precipitada de mi esposo en su desgracia,
mi orgullo perdido de mujer, han de ser recompensados
385
con menosprecio y desdén? No, sabrás Soranzo
que tanto repugna a mi espíritu
la tiranía de temerte, como detestas tú
el recuerdo de lo que ha pasado.

SORANZO.
No, querida Hipólita…

HIPÓLITA.
No me llames más así,
390
ni pienses atenuar con palabras melindrosas la crudeza
de tu abuso. No será tu nueva amante,
tu “Doña mercader” preciosa, quien triunfe
por mi destierro. Esto dile de mi parte:
que yo soy noble de cuna y por tanto más honorable.

SORANZO.
395
Os estáis poniendo muy violenta.

HIPÓLITA.
Y vos muy falso
en vuestro disimulo. ¿Ves esto,
este hábito, estos ropajes negros de luto?
Esto es sólo causa tuya, tú has divorciado
a mi marido de su vida y a mí de él,
400
y has hecho de mí una viuda, en mi viudez.

SORANZO.
¿Querréis oírme?

HIPÓLITA.
¿Más falsedades?
Ahogada está en pecados tu alma,
no es necesario sepultarla aún con más.

SORANZO.
Entonces os dejo,
habéis perdido la razón.

HIPÓLITA.
Y tú la gracia.

VÁZQUEZ.
Por mi vida, señora, estáis lejos de los límites de la cordura, si mi señor tuviera resolución más noble que la virtud misma, os encargarías de sacarle punta a todo. Señor, os lo suplico, no la confundáis; a las penas, por desgracia, hay que darles rienda suelta. Me atrevo a garantizar que Doña Hipólita escuchará ahora todo lo que tengáis que decir.

SORANZO.
¿Hablar a una mujer furiosa? ¿Son estos los frutos de vuestro amor?

HIPÓLITA.
405
Son los frutos de tus mentiras, traidor,
¿o acaso no juraste, mientras mi esposo vivía,
que no había otra dicha en la tierra que desearas
más que llamarme esposa? ¿No prometiste tú
tomarme en matrimonio a su muerte?
410
Ese demonio en mis venas, y todas esas promesas
me hicieron aconsejarle que partiera en un viaje
a Livorno, pues su hermano, nos dijeron,
había muerto allí, dejando sin amistades
a una hija que tenía. Yo insistí con tanto empeño
415
en que trajera a la muchacha y él se fue,
para así hacerlo, y murió como ya sabes en mitad de su viaje.
¡Ah, infeliz, comprar tan cara su muerte
con mis consejos! Y aún tú, por quien lo hice,
olvidas tus votos y me abandonas a mi vergüenza.

SORANZO.
420
¿Quién pudo haberlo evitado?

HIPÓLITA.
¿Quién? Farsante, tú pudiste,
si hubieras tenido fe o amor.

SORANZO.
Os engañáis.
Los votos que yo os hice, eran, recordaréis,
ilegítimos e impíos; más pecado hubiera sido
respetarlos que romperlos. En cuanto a mí,
425
no puedo enmascarar que me arrepiento. Piensa tú
en cuánto te has apartado del virtuoso pudor
que has conducido a la muerte a un caballero
como el que era tu marido. Uno tal,
y de tan noble ralea y condición,
430
tan docto y de tal conducta, devoción y buen trato,
como no hubo en Parma otro mejor.

VÁZQUEZ.
Hacéis mal, no cumplís vuestra promesa.

SORANZO.
No me importa. Que sepa cuán monstruosa es su vida.
Prefiero que me maldigan a ser esclavo de
tan negra culpa. No vuelvas más, mujer.
435
Aprende a arrepentirte y muere, pues por mi honor,
que te odio a ti y a tu lujuria. No podéis caer más bajo.

(Sale.)

VÁZQUEZ.
Esta parte ha sido interpretada vilmente.

HIPÓLITA.
De qué manera más necia desprecia esta bestia su sino
y evita valerse de aquello que tanto más repudio ahora
de lo que una vez amé: su amor. Mas que se vaya.
440
El dolor tendrá alivio en la venganza.

(Hace ademán de irse.)

VÁZQUEZ.
¡Señora, señora, Doña Hipólita! Por favor, dejad que os hable.

HIPÓLITA.
¿A mí, caballero?

VÁZQUEZ.
A vos, os lo ruego.

HIPÓLITA.
¿De qué se trata?

VÁZQUEZ.
Sé que os halláis infinitamente enojada ahora mismo, y que creéis tener motivo. Confieso que alguno tenéis, pero en verdad no tanto como vos imagináis.

HIPÓLITA.
¡No me digas!

VÁZQUEZ.
Oh, os habéis mostrado miserablemente amarga, de la primera a la última sílaba. A fe mía que habéis sido quizá demasiado hiriente. Por mi vida que desde que conozco a mi señor, no podíais haberlo cogido en peor momento. Mañana lo encontraréis del todo cambiado.

HIPÓLITA.
Muy bien, esperaré hasta que le venga mejor.

VÁZQUEZ.
A fe que no es esta paciencia sincera, pues la ofrecéis amargamente. Vamos, dejaos persuadir de una vez por todas.

HIPÓLITA.
(Aparte.) Ya lo tengo, y así habrá de ser; ¡gracias, momento oportuno! (A él.) ¿Persuadirme de qué?

VÁZQUEZ.
Visitadle con el ánimo más templado. Ah, y si pudierais contener un poco ese humor femenino vuestro, ¡cuánto más os lo ganaríais!

HIPÓLITA.
No me amará nunca. Tú has sido un criado demasiado leal para tal amo, Vázquez, y creo que tu recompensa, al final, será la misma que la mía.

VÁZQUEZ.
Pudiera ser.

HIPÓLITA.
Convéncete de que lo será. Si tuviera yo a alguien como tú, tan lealmente honesto, tan guardián de mis secretos como lo has sido tú de los suyos, consideraría una pobre recompensa el hacerle dueño y señor de todo lo que tengo, e incluso de mi persona.

VÁZQUEZ.
¡Oh, sois una noble y gentil dama!

HIPÓLITA.
¿Es que vas a vivir siempre de esperanzas? Va, sé que eres razonable, y que ves cada día cuál es la recompensa de un criado a la vejez.

VÁZQUEZ.
La indigencia y el olvido.

HIPÓLITA.
Cierto. Pero si fueras mío, Vázquez, y pudiera confiarte mis propósitos y a mí misma, prometo aquí y ahora que podrías disponer de mí y de todo lo que poseo.

VÁZQUEZ.
(Aparte.) ¿Por ahí vas, viejo topo? Pues ya te he tomado el viento. (A ella.) No sería digno de ello, por más destrezas que encontrara entre mis méritos. Si pudiera…

HIPÓLITA.
¿Entonces qué?

VÁZQUEZ.
Entonces tendría la esperanza de poder vivir mi vejez con paz y seguridad.

HIPÓLITA.
Dame la mano; y ahora prométeme tu silencio,
y ayúdame a convertir mi propósito en realidad,
que aquí en presencia del cielo, y eso una vez consumado,
te convierto en señor mío, y de todo lo que poseo.

VÁZQUEZ.
Va, os reís de mí. Esta es fortuna tal que no puedo ni pensar, ni creérmela.

HIPÓLITA.
445
Promete tu discreción, y está hecho.

VÁZQUEZ.
Entonces invoco a nuestros espíritus guardianes como testigos, de que cualquiera que sean vuestros designios, no sólo seré yo actor principal en ellos, sino que no los revelaré hasta que se hayan cumplido.

HIPÓLITA.
Y yo tomo tu palabra, y con esta, te hago mío.
Vamos, hablemos más de esto de inmediato.
Este exquisito veneno será un festín para el pensamiento.
La venganza endulzará lo que han catado mis penas.

(Salen.)

[II.iii]

(Entran Richardetto y Filotis.)

RICHARDETTO.
450
Ya ves, bella sobrina, qué extraños infortunios,
y cómo mi fortuna se convierte en mi deshonra,
de lo cual yo no soy más que un sencillo espectador,
callado mientras otros representan mi vergüenza.

FILOTIS.
Mas tío, ¿cómo puede este disfraz prestado
455
traeros satisfacción?

RICHARDETTO.
Te diré, noble sobrina:
tu tía la disoluta vive ahora muy tranquila
y despilfarra su lascivia, creyendo que fallecí
cuando fui a por ti a Livorno en aquel postrer viaje;
así he hecho circular el rumor.
460
Ahora veré yo con cuánta impudencia
da ella rienda suelta al descarado adulterio,
y cómo la voz del vulgo estima el caso.
Hasta ahora me ha ido bien.

FILOTIS.
Me temo
que pretendéis algún tipo de venganza.

RICHARDETTO.
Oh, no te inquietes.
465
Tu ignorancia será tu salvaguarda en todo esto.
Pero a lo nuestro: entonces, ¿sabéis seguro
que pretende el señor Florio ofrecer a su hija
a Soranzo en matrimonio?

FILOTIS.
Sí, seguro.

RICHARDETTO.
¿Pero cómo estimáis vos el amor de Annabella?
470
¿Se inclina la joven por él?

FILOTIS.
Por lo que pude observar
no gusta ni de él ni de ningún otro.

RICHARDETTO.
Algún misterio hay en eso, que el tiempo revelará.
¿Os ha tratado bien?

FILOTIS.
Sí.

RICHARDETTO.
¿Y solicitado vuestra compañía?

FILOTIS.
A menudo.

RICHARDETTO.
Muy bien, va todo como esperaba.
475
Yo ahora soy el médico y en cuanto a vos,
nadie os conoce. Si nada falla, triunfaremos.
¿Quién viene?
(Entra Grimaldi.)
Es Grimaldi, lo conozco,
es un romano, un militar aliado
del Duque de Montferrato, un servidor
480
del Nuncio del Papa que reside ahora en Parma,
y que espera por ello obtener el amor de Annabella.

GRIMALDI.
Salve, señor.

RICHARDETTO.
Y a vos, caballero.

GRIMALDI.
Ha llegado a mis oídos
vuestro probado talento, la ciudad entera
se hace eco de ello, y quisiera pedir vuestra ayuda.

RICHARDETTO.
485
¿Para qué, señor?

GRIMALDI.
Pues veréis…
Pero quisiera hablaros en privado.

RICHARDETTO.
Déjanos, sobrina.

(Sale Filotis.)

GRIMALDI.
Amo a la bella Anabella y me preguntaba
si no habrá en vuestras artes algún remedio
que despierte el cariño.

RICHARDETTO.
Quizá lo haya, señor,
490
pero a vos no os sería de provecho.

GRIMALDI.
¿A mí?

RICHARDETTO.
Si no me engaño, sois un hombre
que goza del favor del Cardenal.

GRIMALDI.
¿Y eso qué importa?

RICHARDETTO.
Por deber hacia su Eminencia
me atreveré a deciros que si vuestra intención
495
es desposar a la hija de Florio, antes deberéis
eliminar lo que se interpone entre ella y vos.

GRIMALDI.
¿De quién habláis?

RICHARDETTO.
Soranzo es el hombre que posee su corazón,
y mientras él viva, tened por seguro que vos no avanzaréis.

GRIMALDI.
¡Soranzo! ¡Decís mi enemigo! ¿Es él?

RICHARDETTO.
500
¿Es enemigo vuestro?

GRIMALDI.
¡Aquél que odio
más que a mi ruina! Lo mataré presto.

RICHARDETTO.
Entonces seguid mi consejo,
aunque sea por su Eminencia el Cardenal:
averiguaré el momento en que vayan a encontrarse
505
y os lo diré, y para asegurarnos
de que no escapa os daré un veneno
con el que untaréis la punta de vuestra daga.
Aunque más cabezas tenga que Hidra misma, morirá.

GRIMALDI.
¿Puedo confiar en vos, doctor?

RICHARDETTO.
Como en vos mismo,
510
no dudéis.
(Aparte.)
Así decretan los hados:
ahora haga yo caer a quien me arruinó, Soranzo.

(Salen.)

[II.iv]

(Entran Donado, Bergetto y Poggio.)

DONADO.
Bien, señor, ahora me contentaré con ser tu secretario y también tu mensajero. No puedo asegurar lo que pueda obrar esta carta, mas tan cierto es como que estoy vivo que si vas tú a hablar con ella, temo que estropearás cualquier cosa que yo haga.

BERGETTO.
¿Qué vos hagáis, tío? ¿Es que no soy lo bastante mayor como para llevar mi propia carta, digo?

DONADO.
¡Sí, sí, para llevar tu propia cabeza de bufón! Pero bueno, so zopenco, ¿ibas a escribirle una carta y llevársela tú mismo?

BERGETTO.
Pues sí, y a leérsela de mi propia boca. Pues debéis pensar que si ella no me cree cuando me oiga hablar, tampoco se creerá la forma de escribir de otro. ¡Oh, tío, vos creéis que soy un cabeza hueca! No, señor, Poggio sabe que yo he compuesto una carta solito, eso he hecho.

POGGIO.
Sí, ciertamente, señor. Aquí la tengo, en mi bolsillo.

DONADO.
Sin duda una de lo más dulce; veámosla, por favor.

BERGETTO.
No entiendo muy bien mi letra; Poggio, léela, Poggio.

DONADO.
Empieza.

POGGIO.
(Lee.) “Mi muy delicada y dulcísima señora: podría decir que sois hermosa, y mentir tan rápidamente como cualquiera que os ame, pero siendo mi tío un hombre entrado en años, a él se lo dejo por ser más propio de su edad y del color de su barba. Soy suficientemente listo como para deciros que puedo abordaros por donde crea oportuno, o, caso que gustéis más del ingenio de mi tío que del mío, que podéis desposarme. Si os gusta el mío más que el de él, os desposaré yo por más coces que deis. Así pues, encomiendo a vos mis mejores dones, y me despido. Siempre vuestro por arriba y por abajo, o como os plazca, Bergetto”.

BERGETTO.
¡Ajá! Tiene algo, tío.

DONADO.
Sí, tiene algo para avergonzarnos a todos. Y decid, ¿qué consejo habéis seguido para escribir una carta tan cultivada ?

POGGIO.
Ninguno, os doy mi palabra, sólo el mío.

BERGETTO.
Y el mío, tío, creedme, el de nadie más; mi propia inteligencia, doy gracias a mi buen ingenio por ello.

DONADO.
Id a casa y mirad de quedaros dentro hasta que yo regrese.

BERGETTO.
¡Cómo! Estáis de broma sin duda, a fe que no os haré caso.

DONADO.
¿Cómo? ¿No osarás?

BERGETTO.
Juzgadme, pero osaré.

POGGIO.
La verdad, señor, no es muy saludable.

DONADO.
Bien, señor, si me entero de que habéis ido corriendo como un idiota a ver sandeces y titiriteros durante mi ausencia, lo lamentaréis, andaos con ojo.

(Sale Donado.)

BERGETTO.
Poggio, ¿nos vamos a ver ese caballo con la cabeza en la cola?

POGGIO.
Vale, pero debéis considerar los azotes.

BERGETTO.
¿Poggio, es que me tomas por un niño? Vamos, buen Poggio.

(Salen.)

[II.v]

(Entran Bonaventura y Giovanni.)

BONAVENTURA.
¡Silencio! Cada palabra de tu relato
conmina el alma al sacrificio eterno.
Me arrepiento de haberlo oído, quisiera
515
que mis oídos hubieran ensordecido un minuto
antes de la hora en que viniste a mí. Descarriado,
por la santa orden de mi hermandad,
noche y día han velado mis ojos envejecidos,
por encima de mis fuerzas, para llorar en tu nombre.
520
Mas el cielo está enojado, y ten por seguro
que ya eres hombre destinado a saborear la desgracia.
Espérala, pues aunque venga tarde, vendrá cierta.

GIOVANNI.
Padre, no mostráis piedad en esto,
lo que he hecho probaré que ha sido adecuado y bueno.
525
Es un hecho demostrado, me lo enseñasteis vos
cuando era discípulo vuestro, que la forma
y composición de la mente reproducen
la forma y composición del cuerpo.
Por tanto, si el cuerpo se adorna con la belleza,
530
por necesidad la mente lo hará con la virtud. Si admitís esto,
la virtud en sí misma es entonces la razón en grado sumo,
y el amor su quintaesencia. Esto prueba
que el encanto de mi hermana por ser singular belleza
es singular virtud, especialmente su amor,
535
y especialmente en ese amor, su amor por mí.
Si así es el suyo por mí, también lo es el mío por ella,
pues en causas similares se asemejan los efectos.

BONAVENTURA.
¡Oh, la ignorancia del conocimiento! ¡Cuántas veces
en el pasado te he advertido de esto antes!
540
Si afirmáramos seguros que no hay deidad,
ni cielo ni infierno, entonces el guiarnos sólo
por la luz de la naturaleza, como hicieron
los filósofos de antaño, pudiera admitir disculpa.
Mas no es así. Por tanto, insensato, hallarás
545
que la natura está ciega ante las normas del cielo.

GIOVANNI.
Os domina vuestra edad. Si tuvierais juventud como la mía
haríais de su amor el cielo, y de ella vuestra deidad.

BONAVENTURA.
Veo que al infierno estás ya despachado.
Y no está al alcance de mis plegarias
550
el traerte de vuelta. Aún deja que te aconseje:
convence a tu hermana de que se despose.

GIOVANNI.
¿Desposarse? ¡Sería igual que condenarla! Sería
admitir que codicia la variedad en la lujuria.

BONAVENTURA.
¡Oh, timorato! Si no lo haces, al menos dame permiso
555
para oírla en confesión, no vaya a morir condenada.

GIOVANNI.
Cuando mejor os plazca, padre. Entonces ella os dirá
cuan sinceramente estima mi amor sin par.
Entonces sabréis cuan penoso hubiera sido
que hubiéramos decidido de brazos del otro alejarnos.
560
Mirad bien su cara y observad en esa esfera
diminuta, todo un mundo en variedad:
para color, sus labios; para perfume, su aliento;
para joyas, sus ojos; para hilos de oro puro,
su pelo, y sus mejillas, exquisitas flores selectas.
565
Admiraos en cada parte de ese trono:
oídla hablar y juraréis que las esferas
componen música para los habitantes del cielo.
Mas padre, aquello otro concebido para el placer,
por no ofender vuestro oído, no lo mencionaré.

BONAVENTURA.
570
Cuanto más oigo, mayor pena siento
de que alguien tan excelente regale sus facultades
a una segunda muerte. No puedo hacer otra cosa
que rezar. Mas aún podría aconsejarte,
si te dejaras guiar.

GIOVANNI.
¿En qué?

BONAVENTURA.
Renuncia a ella,
575
el trono de la misericordia trasciende vuestros pecados.
Aún hay tiempo para que ambos…

GIOVANNI.
Os fundáis en un abrazo,
o si no, dejad que el tiempo se salga de quicio.
Ella está como yo, y yo como ella, dispuesto.

BONAVENTURA.
¡Basta! Iré a verla; esta pena es tan amarga,
580
que así como están las cosas, se pierden un par de almas.

[II.vi]

(Entran Florio, Donado, Annabella, Putana.)

FLORIO.
¿Dónde está Giovanni?

ANNABELLA.
Acaba de marcharse,
le he oído decir que iba a ver al fraile,
su maestro reverendo.

FLORIO.
He ahí a un hombre bendito,
uno hecho de santidad. Confío en que
585
le enseñará cómo ganarse el cielo.

DONADO.
Tengo aquí una carta, bella señora,
que os envía mi joven deudo. Me atrevo a jurar
que os ama con toda su alma; ojalá pudieseis
oír lo que cada día observo yo: llanto y suspiros,
590
cual si su pecho fuera la prisión de su corazón.

FLORIO.
Recibidla, Annabella.

ANNABELLA.
(Coge la carta.)
Ay, pobre hombre.

DONADO.
¿Qué es lo que ha dicho?

PUTANA.
(Aparte a Donado.) Si os complace, señor, ha dicho “Ay, pobre hombre”. En verdad que yo le elogio cada noche ante ella justo antes de que se duerma, porque así hago que sueñe con él. Y ella presta atención religiosamente.

DONADO.
(Aparte a Putana.) ¿Es así como dices? Muchas gracias, Putana, aquí hay algo para ti (Le da dinero.). Y por favor, haz cuanto puedas en su favor; no será trabajo en vano, te doy mi palabra.

PUTANA.
Os lo agradezco de corazón, señor. Ahora que noto cómo pensáis, dejadme el trabajo a mí.

ANNABELLA.
¡Aya!

PUTANA.
¿Llamabais?

ANNABELLA.
Guarda esta carta.

DONADO.
Señor Florio, os ruego que le ordenéis que la lea ahora mismo.

FLORIO.
¿Guardarla por qué? Hacedme el favor de leerla en seguida.

ANNABELLA.
Así lo haré, señor.

(Lee, y encuentra la joya dentro.)
(Donado y Florio hablan aparte.)

DONADO.
Señor, ¿la encontráis dispuesta?

FLORIO.
595
En verdad, señor, no tengo idea. No tan bien
como desearía.

ANNABELLA.
(A Donado.)
Señor, quedo en deuda con vuestro sobrino.
La joya os la devuelvo, pues si me ama,
su amor consideraré una joya.

DONADO.
(Aparte a Florio.)
¿Habéis oído?
600
(A Annabella.)
Quedaos ambas, linda doncella.

ANNABELLA.
Debéis perdonarme,
mas no me la quedaré.

FLORIO.
¿Dónde está aquel anillo
que os dejó vuestra madre en herencia
y os encomendó con su bendición que no dierais
más que aquel que fuera vuestro esposo? Enviadle eso.

ANNABELLA.
605
No lo tengo.

FLORIO.
¡Cómo! ¡No lo tenéis! ¿Dónde está?

ANNABELLA.
Mi hermano me pidió que se lo diera esta mañana,
quería, me dijo, llevarlo hoy.

FLORIO.
Bien, ¿qué decís
al amor del joven Bergetto? ¿Aceptáis
con él desposaros? Hablad.

DONADO.
He aquí la cuestión.

ANNABELLA.
610
(Aparte.)
¿Qué puedo hacer? Debo decir algo ahora.

FLORIO.
¿Qué decís? ¿Por qué no habláis?

ANNABELLA.
Señor, con vuestra venia,
¿me concedéis licencia?

FLORIO.
Sí, la tenéis.

ANNABELLA.
Señor Donado, si acaso vuestro sobrino anhela
aumentar su mejor fortuna en su enlace,
615
poner su esperanza en mí frustraría tal esperanza.
Señor, si lo amáis, como me consta,
encontrad a una más digna de su elección que yo.
En fin, segura estoy de que no seré su esposa.

DONADO.
Esto es hablar con franqueza. Encomiable ha sido
620
y por ello, lo peor que os deseo es que el cielo os bendiga.
Vuestro padre y yo seguiremos siendo amigos,
¿no es así, señor Florio?

FLORIO.
Claro, ¿cómo no?
Mirad, ahí viene vuestro deudo.

(Entran Bergetto y Poggio.)

DONADO.
(Aparte.)
¡Ah, el muy merluzo! ¿Qué hace aquí?

BERGETTO.
Caballeros, ¿dónde está mi tío?

DONADO.
¿Qué ocurre ahora?

BERGETTO.
¡Salve, tío, salve! Señores míos, no piensen que he venido por nada. (A Annabella.) ¿Y qué, qué tal va? ¿Qué, habéis leído mi carta? Ah, ahí os he, os he… ¡deleitado de veras!

POGGIO.
(Aparte.) Pero más valdría que la hubierais deleitado en otro sitio.

BERGETTO.
Señorita amada mía, os contaré algo muy divertido; y tratad de adivinar de qué se trata.

ANNABELLA.
Decís que me lo vais a contar.

BERGETTO.
Justo ahora caminaba por la calle y me he topado a un fanfarrón que quería obligarme a que le cediera el muro, y como me ha empujado, yo muy valientemente le he dicho que era un canalla. Entonces me ha ordenado desenvainar y yo le he dicho que tenía más juicio que eso, pero cuando ha visto que no era así, me ha arreado de tal forma con el puño de su estoque que me cantaba la cabeza y me bailaban los pies a la vez en la cloaca.

DONADO.
¿Habrase visto un asno semejante?

ANNABELLA.
¿Y qué habéis hecho entretanto?

BERGETTO.
Reírme de él, por tonto, hasta ver sangre en mis orejas, y entonces no tuve elección ni otra cosa en el corazón que echarme a llorar; hasta que un tipo de enorme barba, dicen que un médico recién llegado, me condujo a su casa y me puso una venda, que mirad, aquí la llevo, y, señor, había allí una joven moza que me lavó muy bien la cara y las manos, y a fe que por ello la amaré mientras viva, ¿no fue así, Poggio?

POGGIO.
Sí, y también lo besó.

BERGETTO.
¡Eh, tío! Ahora pensáis que os miento, seguro.

DONADO.
Quisiera que aquél que te sacó a golpes la sangre de la cabeza te hubiera embutido en ella algo de juicio, porque me temo que no lo tendrás en tu vida.

BERGETTO.
Oh, tío, pero era una moza capaz de alegrarle el corazón a uno con solo mirarla… Con esta luz diría yo que su rostro valía por veinte de los vuestros, señora Annabella.

DONADO.
¿Habrá habido jamás un idiota como éste?

ANNABELLA.
Me alegro de que fuera de vuestro agrado, señor.

BERGETTO.
¿Os alegráis? A fe mía que os lo agradezco, en verdad.

FLORIO.
Sin duda era la sobrina del doctor, que estuvo con nosotros el último día.

BERGETTO.
Era ella, era ella.

DONADO.
¿Cómo lo sabes, mentecato?

BERGETTO.
¿Pues no lo dice él? Haber dicho yo que no hubiera sido llamarle mentiroso, tío, y eso sí que habría merecido que me dejara seco a palos otra vez, y ya no quiero más.

FLORIO.
625
Una doncella joven, educada y muy modesta,
a mi entender.

DONADO.
¿Es precisamente así?

FLORIO.
Precisamente,
sí, si aún me queda juicio alguno.

DONADO.
(A Bergetto.) Bueno, ahora que eres libre no necesitas preocuparte por carta alguna: te han rechazado, tu amada no quiere saber nada más de ti.

BERGETTO.
¿No? ¿Y a mí qué más me da? En Parma puedo tener cuantas mozas quiera por media corona cada una, ¿verdad Poggio?

POGGIO.
Seguro, señor.

DONADO.
Señor Florio,
Os agradezco que me hayáis recibido
630
con tanta libertad. Y vos, bella dama,
quedaos esa joya cual previo regalo de boda.
Vamos, marchémonos, señor.

BERGETTO.
Sí, voy con vos. Señora, adiós, mi señora, volveré mañana. Adiós, amada mía.

(Salen Donado, Bergetto y Poggio.)
(Entra Giovanni.)

FLORIO.
Hijo, ¿dónde estabais? ¿Solamente solo y quedamente en soledad?
No me gusta veros así, abandonad de una vez
635
ese humor tan melancólico. Ved, vuestra hermana
se ha zafado del idiota.

GIOVANNI.
Mal partido era para ella.

FLORIO.
Efectivamente lo era, y no era otra mi intención,
Soranzo es a quien prefiero.
Annabella, tenedle en cuenta. Vamos, es hora de cenar
640
y se hace tarde.

(Sale Florio.)

GIOVANNI.
¿Esa joya de quién es?

ANNABELLA.
De algún enamorado.

GIOVANNI.
Ya imagino.

ANNABELLA.
Un joven muy lozano,
el señor Donado, me la dio para llevarla
como regalo de boda.

GIOVANNI.
Más no la llevaréis,
enviádsela de vuelta.

ANNABELLA.
¿Cómo? ¿Estáis celoso?

GIOVANNI.
645
En seguida lo sabréis, en cuanto estemos más tranquilos.
¡Dulce noche, bienvenida! El ocaso al fin corona el día.

(Salen.)

Acto III

[III.i]

(Entran Bergetto y Poggio.)

BERGETTO.
¿Acaso se cree mi tío que aún soy un niño? No, Poggio, ha de saber que ahora tengo un dedo de frente.

POGGIO.
Claro, y no dejéis que os engañe como a un burro con una zanahoria.

BERGETTO.
Por los clavos, que me haré con la moza por más que sea diez veces mi tío, que se le meta en las narices, Poggio.

POGGIO.
Agarradle bien por ellas y no deis ni un paso atrás. En cierto modo ella ya se os ha prometido.

BERGETTO.
Cierto, Poggio, y su tío el doctor juró que habría de casarme con ella.

POGGIO.
Lo juró, lo recuerdo.

BERGETTO.
Y será mía, lo que es más. ¿Viste el cordón que me dio para la bragueta y la caja de mermelada?

POGGIO.
Muy bien, y os besó de tal modo que se me hacían agua los morros al verlo. No hay otra que apañar corriendo una boda pero a la chita callando.

BERGETTO.
Eso haré; porque te digo, Poggio, que mi valentía aumenta por momentos y que se me empieza a levantar el coraje.

POGGIO.
¿No deberías temer a vuestro tío?

BERGETTO.
¡Que le aspen, viejo chocho y canalla! No, te digo que ha de ser mía.

POGGIO.
Entonces no perdáis tiempo.

BERGETTO.
Engendraré una raza de hombres sabios y de alguaciles, que pasearán a las putas en carro por su cargo y cuenta, y acabarán con la paz del Duque antes de yo mismo haya acabado. Vámonos.

(Salen.)

[III.ii]

(Entran Florio, Giovanni, Soranzo, Annabella, Putana y Vázquez.)

FLORIO.
Aunque debo confesar, señor Soranzo,
que se me han hecho excelsas ofertas
por la mano de mi hija, la confianza
650
que tengo en vuestro honor, siempre intachable,
por encima ha prevalecido de los demás pretendientes.
Aquí la tenéis, y ella sabe lo que pienso. Habladle vos,
y tú, hija mía, sé noble con él.
Os dejo un rato para que habléis en privado.
655
Venid, hijo; y los demás, dejadles solos
y que convengan ellos como prefieran.

SORANZO.
Os lo agradezco, señor.

GIOVANNI.
(Aparte a Annabella.)
Hermana, piensa en mí, no seas mujer del todo.

SORANZO.
¡Vázquez!

VÁZQUEZ.
¿Señor?

SORANZO.
Espérame fuera.

(Salen todos excepto Soranzo y Annabella.)

ANNABELLA.
Señor, ¿qué deseáis de mí?

SORANZO.
¿Acaso no sabéis
lo que quiero deciros?

ANNABELLA.
Sí, diréis que me amáis.

SORANZO.
660
Y también lo juraré. ¿Lo creeríais?

ANNABELLA.
No es artículo de fe.

SORANZO.
¿No tenéis voluntad de amar?

ANNABELLA.
No a vos.

SORANZO.
¿A quién pues?

ANNABELLA.
A quien dispongan los hados.

GIOVANNI.
(Aparte.)
De ellos soy dueño y señor.

SORANZO.
¿Qué intención tenéis, querida?

ANNABELLA.
Vivir y morir doncella.

SORANZO.
Oh, qué impropio.

GIOVANNI.
665
(Aparte.)
Aquí hay uno que afirmará que eso es lema de mujer.

SORANZO.
Si vierais mi corazón podríais asegurar…

ANNABELLA.
Que estáis muerto.

GIOVANNI.
(Aparte.)
Eso es cierto, o poco le falta.

SORANZO.
¿Veis estas lágrimas de amor verdadero?

ANNABELLA.
No.

GIOVANNI.
(Aparte.)
Ahora mira para otro lado.

SORANZO.
Os imploran vuestra gracia.

ANNABELLA.
Y a la vez, no dicen nada.

SORANZO.
670
¡Aceptad mi petición!

ANNABELLA.
¿Cuál es?

SORANZO.
Dejad que viva…

ANNABELLA.
La acepto.

SORANZO.
…siendo vuestro.

ANNABELLA.
No es mía esa decisión.

GIOVANNI.
(Aparte.)
Otra palabra más y morirán sus esperanzas.

SORANZO.
Señora, dejando esta vana contienda de ingenios,
sabed que os amo hace tiempo y que os amo de verdad.
675
Es la esperanza de quien sois, y no de lo que tenéis,
lo que me ha traído a vos, por tanto no hagáis que sienta
en vano el rigor de vuestro casto desdén.
Enfermo estoy, y enfermo hasta el corazón.

ANNABELLA.
¡Socorro, aqua vitae!

SORANZO.
¿A qué os referís con eso?

ANNABELLA.
Pensé que estabais enfermo.

SORANZO.
680
¿Acaso os burláis de mi amor?

GIOVANNI.
(Aparte.)
¡Ahí!, sí, ha estado muy hábil.

SORANZO.
(Aparte.)
Está claro, se ríe de mí.
(A ella.)
Estas burlas displicentes
no son propias de vuestra edad o vuestra virtud.

ANNABELLA.
Vos tampoco sois espejo, o si lo fuerais,
adecentaría yo mi lenguaje en vos.

GIOVANNI.
(Aparte.)
Ahora estoy seguro.

ANNABELLA.
685
Para sacaros de dudas, señor, vuestro sentido común
debería, a mi parecer, haceros comprender
que si os amara, o quisiera vuestro amor,
de algún modo habría sido más cariñosa con vos.
Mas puesto que sois noble y no quisiera
690
que malgastaseis con esperanzas la juventud,
dejad que os aconseje retirar la petición,
y pensad que os deseo lo mejor y por ello os hablo así.

SORANZO.
¿Son vuestras estas palabras?

ANNABELLA.
Sí, sólo mías. Y aun sabed…
al menos tened consuelo: si mis ojos
695
hubieran podido elegir a un hombre entre aquellos
que me han pretendido y hacerlo mi esposo,
vos hubierais sido el elegido. Que os baste con ello.
Sed noble y sabio en vuestra discreción.

GIOVANNI.
(Aparte.)
Ahora veo que me ama.

ANNABELLA.
Dejad que os diga algo más:
700
si alguna vez vivió la virtud en vuestra mente,
si alguna vez las causas que os guiaron fueron nobles,
si alguna vez quisisteis que supiera que me amabais,
no dejéis que mi padre sepa de esto por vos.
Si alguna vez decido que debo desposarme,
705
será con vos o no será con nadie.

SORANZO.
Acepto la promesa.

ANNABELLA.
¡Ay, mi cabeza!

SORANZO.
¿Qué os ocurre? ¿No estáis bien?

ANNABELLA.
Ay, no me encuentro bien.

GIOVANNI.
(Aparte.) ¡No lo quiera el cielo!

(Sale de arriba.)

SORANZO.
¡Socorro, socorro, aquí! (Entran Florio, Giovanni y Putana.) Atended a vuestra hija, señor Florio.

FLORIO.
Sostenedla, se desmaya.

GIOVANNI.
Hermana, ¿cómo estáis?

ANNABELLA.
Enferma, hermano ¿estáis ahí?

FLORIO.
Metedla en cama deprisa, mientras mando buscar al médico. Rápido, os digo.

PUTANA.
¡Ay de mí, pobre niña!

(Salen, excepto Soranzo.)
(Entra Vázquez.)

VÁZQUEZ.
¿Señor?

SORANZO.
Ay, Vázquez, deshecho estoy doblemente,
como mis esperanzas futuras y las presentes.
Me ha dicho claro que es incapaz de amar;
entonces se ha desmayado y ahora temo
710
que su vida esté en peligro.

VÁZQUEZ.
(Aparte.) Por la virgen, señor, que también lo está la vuestra, si supierais. (A Soranzo.) Ay, señor, lo siento mucho, quizá solo se trate del mal de la doncella, un sobre-exceso de juventud, y entonces, señor, no hay remedio más inmediato que un inmediato enlace. ¿Pero os ha rechazado por completo?

SORANZO.
Lo ha hecho y no lo ha hecho. Me invade el dolor,
mas te contaré lo que me dijo mientras caminamos.

(Salen.)

[III.iii]

(Entran Giovanni y Putana.)

PUTANA.
¡Ay, señor, estamos perdidos, completamente perdidos, perdidos del todo y deshonrados por siempre! ¡Vuestra hermana, vuestra hermana!

GIOVANNI.
¿Qué le ocurre? Por el amor del cielo, ¡hablad! ¿Cómo se encuentra?

PUTANA.
¡Ay, haber nacido yo para ver este día!

GIOVANNI.
¿No estará muerta, verdad?

PUTANA.
¿Muerta? No, está bien viva; es aún peor, está encinta. Vos sabéis lo que habéis hecho, ¡que el cielo os perdone! Ahora es tarde para arrepentirse, que el cielo nos asista.

GIOVANNI.
¿Encinta? ¿Cómo lo sabes?

PUTANA.
¿Que cómo lo sé? ¿Pues no tengo edad suficiente como para saber qué significan los mareos y el mal de orina? ¿Los cambios de la color, las angustias, los vómitos y otra cosa que prefiero no decir? Por su honra y por la vuestra, no perdáis el tiempo preguntando cómo y de qué manera: es así, está encinta, os lo digo yo. Si dejáis que un médico le vea las aguas, estáis perdidos.

GIOVANNI.
¿Pero cómo se encuentra?

PUTANA.
Bastante recuperada, ha sido sólo un vahído del que me he dado cuenta en seguida, y de los que se puede esperar más de aquí en adelante.

GIOVANNI.
Encomiéndame a ella y dile que no se inquiete.
No dejes que la visite el doctor, te lo ordeno,
715
invéntate alguna excusa hasta que yo vuelva.
¡Ay de mí! En mi mente la trama va a convertirse en torbellino.
Procura que no se altere.
¡De qué manera me aturde esta noticia! Si viniera
mi padre a verla, dile que se ha repuesto,
720
di que ha sido tan solo una mala digestión, ¿me oyes, mujer?
Encárgate de todo.

PUTANA.
Así lo haré, señor.

(Salen.)

[III.iv]

(Entran Florio y Richardetto.)

FLORIO.
¿Y cómo la encontráis, señor?

RICHARDETTO.
Moderadamente bien.
No veo peligro, y a penas la veo enferma,
si no es porque ella misma me cuenta que últimamente
725
ha comido melón, y como imaginaba, a un
estómago tan joven no le sienta nada bien.

FLORIO.
¿Le habéis dado algo?

RICHARDETTO.
Tan solo un ligero purgante, nada más.
No hace falta que temáis por su salud, a mi juicio
su dolencia es la plenitud de su sangre,
730
¿me entendéis?

FLORIO.
Sí, me aconsejáis muy bien
y de inmediato en estos días, dispondré
su matrimonio antes, incluso, que ella misma dé en la cuenta.

RICHARDETTO.
Mas no dejéis, señor, que la prisa os haga elegir
indignamente; sería un deshonor.

FLORIO.
No, maese doctor,
735
nada de eso, en absoluto. Seré franco:
el hombre que tengo en mente es mi señor Soranzo.

RICHARDETTO.
Un caballero bien noble y virtuoso.

FLORIO.
Como no hay otro en Parma. No muy lejos de aquí
vive el padre Bonaventura, un fraile muy circunspecto
740
que fue tutor de mi hijo. Haré que se desposen
en su celda.

RICHARDETTO.
Lo habéis planificado sabiamente.

FLORIO.
Enviaré a alguien esta misma noche y hablaré con él.

RICHARDETTO.
Soranzo es de buen juicio, no querrá perder el tiempo.

FLORIO.
Que así sea.

(Entran Bonaventura y Giovanni.)

BONAVENTURA.
La paz y el amor sean con vos.

FLORIO.
745
Sed bienvenido, reverendo padre. Donde quiera
que acudís va con vos la bendición.

GIOVANNI.
Señor, con cuanta prisa pude, convencí
a este santo hombre para dejar su celda y venir
a ver a mi hermana enferma. Para que en este
750
difícil trance, su alma encuentre consuelo
en sus palabras, y la absuelva, viva o muera.

FLORIO.
Bien hecho está, Giovanni. La caridad de un cristiano,
el amor de un hermano, has demostrado así.
Venid, padre, os conduciré a su aposento,
755
y os rogaré cierta cosa.

BONAVENTURA.
Decid, señor.

FLORIO.
Tengo la tierna impronta de un padre
que, antes de irse a la tumba, desea
verla casada como sea conveniente.
Una palabra vuestra, buen hombre, podrá
760
persuadirla más que nuestro más sabio argumento.

BONAVENTURA.
Buen señor,
sólo esto he de decir: que el cielo la ampare.

(Salen.)

[III.v]

GRIMALDI.
Si ahora el doctor cumple, Soranzo,
veinte a uno a que os quedáis sin novia. Ya sé
que éste es un acto innoble, impropio
765
del valor de un soldado, pero en asuntos de amor,
si el mérito no convence, deberá hacerlo la astucia.
Resuelto estoy: si este galeno
no juega a dos manos, Soranzo ha de caer.

(Entra Richardetto.)

RICHARDETTO.
Habéis llegado en el mejor momento. Soranzo,
770
esta misma noche, tendrá la mano de Annabella,
y también, por cuanto sé, se ha dispuesto allí
el enlace.

GRIMALDI.
¡Cómo!

RICHARDETTO.
Sed paciente.
El lugar, la celda del fraile Bonaventura.
Desearía que dedicarais la noche
775
a vigilar los aledaños. Será tan solo una noche:
¡no podéis fallar! Mañana lo sabré todo.

GRIMALDI.
¿Tenéis el veneno?

RICHARDETTO.
Aquí en esta caja está.
No lo dudéis, es suficiente. En todo caso,
por cuanto apreciáis vuestra vida, sed rápido y certero.

GRIMALDI.
780
Lo despacharé pronto.

RICHARDETTO.
Hacedlo. ¡Marchaos!, pues no es seguro
que os dejéis ver por aquí. ¡Tenéis mi aprecio!

GRIMALDI.
Y vos el mío.

(Sale Grimaldi.)

RICHARDETTO.
Bien, si esto resulta, alcanzaré mi venganza entre risas,
y a aquellos que ahora sueñan con el banquete de bodas
785
ha de verlos el azar llorando la desgracia del ardiente novio.
Pero ahora a mi otro asunto: ¡Filotis!

(Entra Filotis.)

FILOTIS.
¿Tío?

RICHARDETTO.
¡Dulce sobrina!
¿Habéis pensado seriamente en vuestro caso?

FILOTIS.
Sí, y como dijisteis,
790
he dispuesto mi corazón para amarle. Pero él jura
que ha de casarse esta noche, pues teme
que de otro modo, su tío, si se enterase,
lo impediría y le leería la cartilla.

RICHARDETTO.
¿Esta noche? ¡Espléndido! Déjame ver…
795
yo… ¡ja! Sí: así ha de ser. Iremos pronto
y disfrazados a la celda del fraile; ya lo tengo.

(Entran Bergetto y Poggio.)

FILOTIS.
Aquí viene, tío.

RICHARDETTO.
Sed bienvenido, honorable sobrino.

BERGETTO.
¡Pichoncito, pichoncito, dame un besito, pichoncito! ¡Ajá, Poggio!

(La besa.)

POGGIO.
¡Aún hay esperanza!

RICHARDETTO.
Ya tendréis tiempo para eso, separaos un poco,
que debemos hablar largo y tendido.

BERGETTO.
¿No tenéis una golosina u otra cosita fina para darme?

FILOTIS.
Ya os daré yo lo que haga falta, amor mío.

BERGETTO.
¡Amor mío! ¡Presta atención, Poggio! En verdad que no puedo hacer nada más que besarte por esa palabra: “amor mío”. Poggio, tengo un bulto descomunal por aquí en el vientre, cualquiera que sea la causa.

POGGIO.
Habrá que buscar remedio, señor.

RICHARDETTO.
El tiempo pasa rápidamente.

BERGETTO.
El tiempo no es más que un tarugo.

RICHARDETTO.
800
Calmaos: cuando hayamos hecho lo que es preciso hacer,
podréis besarla hasta hartaros, y llevarla a la cama también.

(Salen.)

[III.vi]

(Bonaventura sentado en una silla, Annabella arrodillada ante él y hablándole en susurros. Una mesa ante ellos con velas encendidas. Annabella solloza y se retuerce las manos.)

BONAVENTURA.
Me alegra ver contrición, pues creedme,
me habéis descubierto un alma tan mancillada y culpable
que, a decir verdad, me asombra que la tierra no os haya engullido.
805
Mas llorad, llorad; que os harán bien las lágrimas. Llorad
aún más fuerte mientras os leo.

ANNABELLA.
¡Desdichada criatura!

BONAVENTURA.
Sí, desdichada eres, mísera y desdichada,
casi condenada en vida. Existe un lugar,
escucha hija mía, una bóveda honda y oscura,
810
donde no llega nunca el día, donde no brilla nunca el sol,
sino el horror candente del fuego arrollador,
de un sulfuro tenebroso ahogado por densas nieblas
de una negrura infecta. En ese lugar residen
toda clase, por miles, miles, de muertes
815
que nunca matan. Allí las almas malditas
braman sin piedad; allí al glotón se lo alimenta
de sapos y culebras; al beodo aceite hirviendo
se le vierte en el gaznate; barriles de oro fundido
ha de cenar a la fuerza el usurero y el asesino,
820
eternamente apuñalado, no llega nunca a morir.
Allí el disoluto yace en un potro de acero ardiente,
y siente en su alma el tormento de su lujuria desatada.

ANNABELLA.
¡Piedad, oh, piedad!

BONAVENTURA.
Allí los miserables
que despiertos han soñado un porvenir, en sábanas sin ley
825
e incesto clandestino, se maldicen el uno al otro.
Entonces desearéis que cada beso de vuestro hermano
hubiera sido el extremo de un puñal. Entonces
le escucharéis gritar: “¡Ojalá mi perversa hermana
se hubiera condenado antes que yo, al rendirse a la lujuria!”
830
Mas basta, me parece ver que actúa la contrición
llenándoos el corazón de un ánimo nuevo. ¿Cómo estáis?

ANNABELLA.
¿No existe modo alguno de redimir mi desgracia?

BONAVENTURA.
Tened esperanza, lo hay. El cielo es piadoso
y perdona incluso ahora. Así está decidido:
835
primero salvaguardad vuestro honor casándoos
con Soranzo y después, para salvar vuestra alma,
abandonad esta vida y vivid por él en adelante.

ANNABELLA.
¡Ay de mí!

BONAVENTURA.
No os lamentéis. Es difícil renunciar a la tentación
del pecado, lo sé... hacerlo es morir de algún modo.
840
Pensad en lo que ha de venir. ¿Estáis conforme?

ANNABELLA.
Lo estoy.

BONAVENTURA.
Me parece bien, aprovechemos el momento.
¿Quién está ahí?

(Entran Florio y Giovanni.)

FLORIO.
¿Llamó usted, padre?

BONAVENTURA.
¿Ha llegado el señor Soranzo?

FLORIO.
Abajo espera.

BONAVENTURA.
¿Le habéis puesto al tanto de todo?

FLORIO.
Así es,
845
y está encantado.

BONAVENTURA.
Como también lo estamos nosotros.
Pedidle que venga.

GIOVANNI.
(Aparte.)
¿Y mi hermana llorando?
Me temo que este fraile no es honesto.
(A Bonaventura.)
Iré a llamarlo.

(Sale.)

FLORIO.
Hija, ¿estáis convencida?

ANNABELLA.
Padre, lo estoy.

(Entran Giovanni, Soranzo y Vázquez.)

FLORIO.
Señor mío, Soranzo, venid,
850
traed vuestra mano para que pueda daros esta.

(Une las manos de Annabella y Soranzo.)

SORANZO.
Señora, ¿consentís vos también?

ANNABELLA.
Así es, y juro
vivir con vos y los vuestros.

BONAVENTURA.
Oportuna decisión.
Yo os bendigo a los dos. Lo que resta por hacer
con el sol de la mañana cumplirlo podréis.

(Salen.)

[III.vii]

(Entra Grimaldi con el estoque envainado y una linterna sorda.)

GRIMALDI.
855
Comienza a anochecer por el momento y aún es pronto
para dar por terminado este trabajo. Aquí me esconderé
para escuchar quién se aproxima.

(Se tumba en el suelo.)
(Entran Bergetto y Filotis disfrazados, y tras ellos Richardetto y Poggio.)

BERGETTO.
Ya estamos casi en el sitio, espero, querida.

GRIMALDI.
(Aparte.)
Les oigo cerca y oigo a uno decir “querida”.
Es él; justicia airada, guía mi mano
860
y haz blanco en su pecho.
(En voz alta.)
¡Aquí tenéis, señor!

(Atraviesa a Bergetto y sale.)

BERGETTO.
¡Ayudadme, ayudadme! ¡Me han dado una puntada en la panza! ¡Rápido, buscad a alguien que me cosa! ¡Poggio!

FILOTIS.
¿Qué le duele a mi amor?

BERGETTO.
Estoy seguro de que no puedo hacer pis hacia alante y hacia atrás, y aun así estoy mojado por el frente y la retaguardia. ¡Luces, luces, luces!

FILOTIS.
¡Ay, algún villano ha asesinado a mi amor!

RICHARDETTO.
¡No lo permita el cielo! Despierta a los vecinos
inmediatamente, Poggio, y traed luces.
(Sale Poggio.)
¿Cómo estáis Bergetto? No puede ser, ¡asesinado!
865
¿Estáis seguro de estar herido?

BERGETTO.
Me arde la barriga como una cazuela de gachas, dadme un poco de agua fría o se me saldrá a borbotones, me suda tanto todo el cuerpo, que podéis escurrir la camisa, tocad aquí… ¡Ay, Poggio!

(Entra Poggio y los Guardias con luces y alabardas.)

POGGIO.
¡Aquí! Ay, ¿cómo estáis?

RICHARDETTO.
Dadme una luz. ¿Qué es esto? ¡Es todo sangre!
Caballeros, han malherido al sobrino del señor Donado.
Seguid pronto al asesino, id deprisa
a la ciudad, no puede haber ido lejos.
870
Seguidlo, os lo ruego.

GUARDIAS.
¡Sigámoslo, sigámoslo!

(Salen los Guardias.)

RICHARDETTO.
Dadme un retal de la enagua, sobrina, para tapar sus heridas;
ánimo, muchacho.

BERGETTO.
¿Toda esta sangre es la mía? Bueno, entonces, me toca decir buenas noches. Poggio, despídeme de mi tío, ¿me oyes? Pídele que cuide mucho a esta moza de mi parte. ¡Oh, estoy yendo a peor, seguro, me duele mucho la tripa! ¡Oh, hasta siempre, Poggio! ¡Oh…!

(Muere.)

FILOTIS.
¡Oh, ha muerto!

POGGIO.
¡Cómo! ¡Muerto!

RICHARDETTO.
Muerto, sí.
Ahora para llantos ya es demasiado tarde. Llevémoslo
875
a casa y apresurémonos a encontrar al asesino.

POGGIO.
¡Oh, mi amo, mi amo, mi amo!

(Salen.)

[III.viii]

(Entran Vázquez e Hipólita.)

HIPÓLITA.
¿Prometido?

VÁZQUEZ.
Lo vi yo mismo.

HIPÓLITA.
¿Y cuándo es la boda?

VÁZQUEZ.
Dentro de dos días.

HIPÓLITA.
¡Dos días! ¡Ja!, quisiera yo tener sólo dos horas
para mandarle a un último sueño eterno;
y, Vázquez, ya verás que lo hago hábilmente.

VÁZQUEZ.
No dudo de vuestro ingenio, ni vos, espero, de mi silencio; soy vuestro infinitamente.

HIPÓLITA.
Yo seré tuya a pesar de mi deshonra.
880
¿Tan pronto? ¡Oh, bellaco! Me atrevería a jurar
que se reiría al verme llorar.

VÁZQUEZ.
Y eso es una falta de lo más ruin por su parte.

HIPÓLITA.
No, déjale que se ría, pertrechada estoy yo en mi decisión;
tú sigue siendo leal.

VÁZQUEZ.
Ganaría poco con la traición, teniendo en cuenta la posición tan ventajosa a la que estoy a punto de ascender.

HIPÓLITA.
Y hasta mi pecho, Vázquez. Deja a la juventud
885
disfrutar nuevos placeres; si tiene éxito nuestra intriga,
no le quedan por vivir más que dos días.

(Salen.)

[III.ix]

(Entran Florio, Donado, Richardetto, Poggio y Guardias.)

FLORIO.
De nada sirve ahora comportarse como un niño,
señor Donado; lo hecho, hecho está.
No malgastéis el tiempo en llanto, buscad justicia.

RICHARDETTO.
890
Yo debo confesar ser culpable de algún modo
por no haberos informado del amor
que existía entre él y mi sobrina. Mas, por mi vida
que su suerte me aflige igual que si fuera mía.

DONADO.
¡Pobre criatura! Nunca le deseó el mal a nadie,
895
de eso estoy seguro.

FLORIO.
Y yo también.
Pero esperen, caballeros, ¿vieron pasar seguro
al asesino por aquí?

GUARDIA.
Con permiso, señor, nos estamos seguros de haber visto a un rufián que, empuñando un arma sangrienta, entraba por la puerta de su Eminencia el Cardenal, de eso estamos seguros. Pero por miedo, ¡Dios bendiga!, de su Eminencia, no osamos ir más lejos.

DONADO.
¿Sabéis qué clase de hombre era?

GUARDIA.
Sí, claro, lo conozco, se dice de él que es un soldado, aquél que amaba a vuestra hija, señor, con permiso; era él, seguro.

FLORIO.
¡Grimaldi, por mi vida!

GUARDIA.
¡Sí, sí, él mismo!

RICHARDETTO.
El Cardenal es noble; impartirá
900
justicia sin duda.

DONADO.
Que alguien llame a la puerta.

POGGIO.
Ya llamo yo, señor.

(Poggio llama.)
(Dentro.)

CRIADO.
¿Qué deseáis?

FLORIO.
Quisiéramos hablar con su Eminencia
el Cardenal sobre un asunto urgente. Haced
el favor de informarle de que nos hallamos aquí.

(Entran el Cardenal y Grimaldi.)

CARDENAL.
¿Qué ocurre, hermanos? ¿Qué insolente gentío
905
es éste, que no conoce el deber ni el civismo?
¿Acaso nuestra persona puede ser vuestro anfitrión?
¿O acaso nuestra morada se ha transformado en
taberna, para que llaméis a nuestra puerta cuando os
venga en gana? ¿Qué prisa es esta, que no hay mejor hora?
910
¿Sois vos la autoridad de estas tierras
y no sabéis lo que es la discreción? Las nuevas
que me traéis han llegado antes que vos. Donado,
habéis perdido un sobrino, muerto anoche por Grimaldi.
¿Es ése vuestro asunto? Bien caballeros, lo sabemos.
915
Con eso basta.

GRIMALDI.
Ante vos, Eminencia,
nunca tuve intención de hacer daño a Bergetto.
Mas Florio, vos sabéis con qué desprecio
Soranzo, ayudado por sus cómplices,
me ha humillado tantas veces. Por eso, para vengarme
920
(al no poder convencerle para luchar conmigo),
planeé su asesinato y preparé una emboscada.
Mas erré en mi mala fortuna, o de otro modo
hubiera sentido él lo que al final sintió Bergetto.
Y aunque el error que cometí hacia él fue puro azar,
925
me someto humildemente a vuestra gracia,
(Arrodillándose.)
haced conmigo lo que os plazca.

CARDENAL.
Levantáos, Grimaldi.
(Se levanta.)
Ciudadanos de Parma, si buscáis
justicia, sabed, que como Nuncio del Papa,
por esta ofensa acojo a Grimaldi
930
bajo la protección del Santo Padre.
No es un hombre vulgar, es nacido noblemente
y tiene sangre real, aunque vos, señor Florio,
creísteis que era muy poco para casarlo con vuestra hija.
Y si algo más demandáis, deberéis hacerlo en Roma,
935
pues hacia allí partirá. Tened más juicio, qué vergüenza.
Enterrad a vuestro muerto. ¡Vamos, Grimaldi, dejémosles!

(Salen el Cardenal y Grimaldi.)

DONADO.
¿Es esta la voz de un clérigo? ¿Mora aquí la justicia?

FLORIO.
La justicia huyó al cielo y aquí no osa acercarse.
¡Soranzo! ¡Era a él! ¡Oh, qué desvergüenza!
940
¿Y ha tenido el descaro de decirlo y no inmutarse?
Venid, venid, Donado, cuando un cardenal piensa
que no hay mal en el delito, es que todo está perdido.
Puede hacer su voluntad el poderoso; nos toca obedecer.
Mas el día llegará en que sea el cielo quien le juzgue.

(Salen.)

Acto IV

[IV.i]

(Un banquete. Oboes. Entran Bonaventura, Giovanni, Annabella, Filotis, Soranzo, Donado, Florio, Richardetto, Putana y Vázquez.)

BONAVENTURA.
945
Cumplido el rito sagrado, ahora es tiempo
de que el banquete os ocupe el resto del día.
Pues tal ágape es oportuno y complace a los santos
que son vuestros invitados, aunque el ojo mortal
no los vea. ¡Que el júbilo del otro os traiga
950
prosperidad, en este día y en adelante!

SORANZO.
Padre, se ha escuchado vuestro ruego. La mano
del cielo me ha escudado de la muerte y,
como mayor bendición, ha enriquecido mi vida
con la joya más preciada. Premio como éste
955
no hay en la tierra igual.
Alégrate, mi amor; caballeros y amigos,
compartid conmigo el gozo y la alegría. El día
coronaremos con copas rebosantes a la salud de Annabella.

GIOVANNI.
(Aparte.)
¡Oh, tormento! Por no ver acabada esta boda,
960
y aguantar esta visión, la de mi amada
en brazos de otro, retaría a la desgracia
y soportaría el horror de diez mil muertes.

VÁZQUEZ.
¿Os encontráis mal, señor?

GIOVANNI.
Te lo ruego, mozo, atiende a los demás,
que yo no necesito tu importuna diligencia.

FLORIO.
965
Venid, señor Donado, y olvidad
los recientes lances ahogando en vino vuestra pena.

SORANZO.
¡Vázquez!

VÁZQUEZ.
¿Mi señor?

SORANZO.
Tráeme esa copa tan grande y pesada.
Giovanni, hermano, este brindis va por ti:
tú serás el siguiente, aunque ahora estés soltero.
970
¡Por la felicidad de tu hermana, y por la mía!

(Bebe, y le ofrece la copa a Giovanni.)

GIOVANNI.
No puedo beber.

SORANZO.
¿Qué?

GIOVANNI.
Me haría un gravísimo daño.

ANNABELLA.
Te ruego que no le insistas si no quiere beber.

(Oboes.)

FLORIO.
¿Qué ocurre, qué ruido es este?

VÁZQUEZ.
Se me olvidó deciros, señor, que algunas doncellas de Parma, en honor del matrimonio de la señora Annabella, le envían su afecto y cariño con un baile de máscaras, para el que solicitan humildemente vuestra paciencia y silencio.

SORANZO.
Agradecidos estamos, y aún más, por ser esta
975
cortesía inesperada. Hacedlas entrar.
(Entra Hipólita y Mujeres con máscaras, ropas blancas y con guirnaldas de sauce. Música y una danza.)
Gracias, dulces doncellas. Ahora si nos decís
con quién quedamos en deuda por estas atenciones,
os lo agradeceremos.

HIPÓLITA.
Sí, yo os lo diré.
(Se quita la máscara.)
¿Qué pensáis ahora?

TODOS.
¡Hipólita!

HIPÓLITA.
La misma,
980
no os sorprendáis; ni os sonrojéis, linda muchacha
que no vengo a despojaros de vuestro hombre.
(A Soranzo.)
No es momento de echar cuentas
de lo que en Parma hace tiempo se dice sobre nosotros;
que corra el rumor imprudente, que el aliento que lo impulsa
lo hará explotar cual burbuja al final.
(A Annabella.)
Y ahora a vos, dulce criatura, dadme la mano.
985
Quizá os habían dicho que yo reclamaría
algún derecho sobre Soranzo, ahora vuestro señor.
Su alma sabe mejor lo que tengo derecho a hacer,
mas como sea mi deber por vuestra noble virtud,
dulce Annabella, y mi afecto para vos,
990
tomad aquí, Soranzo, su mano que yo os la doy.
Y una vez más uniré lo que ya por la Santa Iglesia
está finito y aprobado. ¿He hecho bien?

SORANZO.
Con vos nos comprometemos en demasía.

HIPÓLITA.
Una cosa más.
Para dejaros constancia de mi amor sincero,
995
renuncio aquí libremente a todo derecho
que os pudiera reclamar, y os devuelvo vuestros votos.
Y para confirmarlo, dadme una copa de vino.
Mi señor Soranzo, ¡con este licor brindo
por vuestro largo descanso! Encárgate, Vázquez.

VÁZQUEZ.
No temáis.

(Le da una copa envenenada y ella se la bebe.)

SORANZO.
1000
Hipólita, os lo agradezco. Y brindaré con vos
para honrar esta feliz unión cual nueva vida.
¡Vino, aquí!

VÁZQUEZ.
Ni beberéis vino, ni brindaréis con ella.

HIPÓLITA.
¡Cómo!

VÁZQUEZ.
Sabed, Doña Demonio, que esta malvada traición, que es solamente vuestra, es la que os ha matado. No me casaré con vos.

HIPÓLITA.
¡Villano!

TODOS.
¿Qué sucede?

VÁZQUEZ.
Ingenua mujer, eres ya como una brasa que ha encendido a otros para quemarse sola: troppo sperar, inganna. Tu arrogante esperanza vana te ha engañado, estás más muerta que viva. Si tienes piedad alguna, reza.

HIPÓLITA.
¡Monstruo!

VÁZQUEZ.
¡Ten algo de pudor y muere en paz! Este ser mezquino, esta mujer, me sobornó en privado con promesas de matrimonio, para que en este falso acto de reconciliación, envenenase a mi señor mientras ella se reiría de su desgracia en el día de su boda. Le di mi promesa, pero sabiendo cuál sería mi recompensa; incluso de buena gana le habría perdonado la vida, pero me di cuenta del peligro de su carácter, y ahora le he pagado justamente con su propia moneda. Ahí está, ya lo tiene. Termina en paz tus días, vil mujer, y por lo que respecta a la vida, no lo pienses más, no hay esperanza.

TODOS.
¡Oh, justicia prodigiosa!

RICHARDETTO.
Es justo el cielo.

HIPÓLITA.
¡Ay, es verdad!
Presiento que mi hora llega. Si ese desgraciado
1005
hubiera cumplido su promesa, ¡oh, tormento!, a esta hora,
Soranzo, habrías muerto, ¡fuego y brasas del infierno!
Y aun antes de que me vaya, ¡oh, crueles, crueles llamas!,
aquí os maldigo a los dos: que vuestro lecho
nupcial sea un lecho de tortura en el alma,
1010
que os queme la sangre y ardáis en la venganza. ¡Ay,
mi corazón, este fuego es insufrible! Ojalá tengas vida
para engendrar bastardos, y ojalá que de su vientre nazcan
monstruos, y que muráis juntos por vuestro pecado,
odiados, menospreciados y sin piedad! ¡Oh, oh!

(Muere.)

FLORIO.
1015
¿Hubo alguna vez criatura más infame?

RICHARDETTO.
Así terminan
la lujuria y el orgullo.

ANNABELLA.
Qué visión más espantosa.

SORANZO.
Vázquez, ahora sé que tengo en ti un servidor
leal, no lo olvidaré. Ven, mi amor,
vamos a casa y demos gracias al cielo por su favor.
1020
Padre, amigos, debemos interrumpir esta alegría,
es un festín demasiado triste.

DONADO.
Llevaos el cuerpo de aquí.

BONAVENTURA.
He aquí una transformación funesta.
Presta atención, Giovanni, y haz caso.
Temo el final; pues rara vez es feliz el enlace
1025
si el banquete nupcial empieza en sangre.

(Salen.)

[IV.ii]

(Entran Richardetto y Filotis.)

RICHARDETTO.
La mísera de mi esposa, más mísera en su vergüenza
que en su ofensa hacia mí, ha pagado pronto
la renuncia a su modestia y a su vida.
Estoy seguro, sobrina, de que se cierne la venganza
1030
sobre Soranzo, y aunque aún le es esquiva,
caerá, se hundirá por su propio peso.
Me dice mi corazón que no hace falta
que yo me esfuerce en su destrucción: que alguien
en las alturas se ocupa ya, pues me cuentan
1035
que la discordia se hace densa e inaguantable
entre él y su mujer. Ella, se dice,
desprecia su amor, y él la abandona.
Me llegan muchos rumores, y así las cosas, sobrina,
con tierno afecto y piedad por vuestra juventud,
1040
mi consejo es que libréis vuestra inocencia
del peligro de estos males y os marchéis volando
a la honesta Cremona. Allí consagrad vuestra alma
y entrad como novicia a una vida en santidad.
Dejadme aquí que yo vea el final de estos eventos.
1045
El camino trivial del hombre es siempre abrupto,
no hay senda más bendecida que la vida que lleva al cielo.

FILOTIS.
Tío, ¿debo pues convertirme en monja?

RICHARDETTO.
Así es, gentil sobrina. Y en las horas de oración
acordaos de vuestro tío: tan pobre y tan infeliz.
1050
Marchaos aprisa a Cremona, os guía la fortuna.
El claustro será el hogar, las cuentas fieles amigas.
Sola y casta, vuestra vida, corona será del nacimiento,
aquella que muere virgen, vive santa por más tiempo.

FILOTIS.
Entonces, ¡mundo, adiós, pensamientos de este mundo!
1055
Bienvenidos castos votos, tomadme que vuestra soy.

(Salen.)

[IV.iii]

(Entra Soranzo, a medio vestir, arrastrando a Annabella.)

SORANZO.
¡Vamos, furcia, puta de mala ralea! Si cada gota de sangre
que te corre por esas venas de adúltera
fuera una vida, con esta espada, ¿la ves?
de un golpe las sesgaría. Golfa insigne, más que golfa,
1060
que sin vergüenza afirmas tu pecado,
¿No había otro más que yo en Parma a quien volver
alcahuete de tus vicios y ese astuto puterío?
¿Acaso tu ardiente furor, la plétora del deseo
o el auge de tu lujuria debían alimentarse
1065
hasta cebarlos del todo? ¿Y acaso debía ser yo
el elegido para ocultar tus oscuras artimañas,
los placeres de tu vientre? Me toca a mí ser el padre
del hervidero de chusma embutido
en ese vientre corrupto que solo engendra bastardos.
1070
Di, ¿es así?

ANNABELLA.
¡Bestia de hombre! ¡Ése es tu destino!
No te he buscado yo; pues de no haber creído
que aquí su señoría, don loco de amor, loco se habría vuelto
con mi rechazo, te habría contado en qué circunstancia
estaba, si me hubieras dado más tiempo.
1075
Pero había que hacerlo a tu manera.

SORANZO.
¡Puta entre las putas!
¿Te atreves a hablar así?

ANNABELLA.
Ah, sí, ¿por qué no?
Conmigo os habéis engañado; no es por amor
que os he elegido, es por honor. Y aun sabed
que si sois paciente, y ocultáis vuestra vergüenza,
1080
buscaré la forma de poder amaros.

SORANZO.
¡Mujerzuela sin par!
¿Pues no estás embarazada?

ANNABELLA.
¿De qué sirve todo esto
si lo sabéis de sobra? Confieso que lo estoy.

SORANZO.
Dime de quién.

ANNABELLA.
Calma, señor, que esto no estaba en el trato.
Y aun algo, señor mío, para calmar vuestro antojo
1085
me contentaré con daros: el hombre,
el más que hombre, que engendró a este niño tan vivo;
pues es niño, señor, para mayor gloria vuestra,
es varón vuestro heredero…

SORANZO.
¡Monstruo maldito!

ANNABELLA.
Pues nada, si no escucháis, no diré palabra alguna.

SORANZO.
1090
Sí, habla, será lo último que digas.

ANNABELLA.
¡Muy de acuerdo por mi parte!
Esa noble criatura cuyo porte era el de un ángel,
tan divino era que cualquier ninfa
que no hubiera sido humana, como yo,
se hubiera arrodillado ante él y hubiera rogado amor.
1095
¡Vos! ¡Ja! No sois digno de decir
su nombre sin venerarlo, o, no, tan siquiera
de oír a otro decirlo sin postraros de rodillas.

SORANZO.
¿Cómo se llama?

ANNABELLA.
Aún no hemos llegado a eso.
Será suficiente con que tengáis la gloria
1100
de ser padre de aquello que tan bravo padre engendró.
En fin, que si esta suerte no hubiera venido así,
jamás habría malgastado ni un minuto
en considerar vuestra existencia. En cuanto
al matrimonio, ya apenas lo imagino.

SORANZO.
1105
Dime su nombre.

ANNABELLA.
¡Ay, ay, eso es todo!
¿Lo creeréis?

SORANZO.
¿El qué?

ANNABELLA.
Que nunca lo habéis de saber.

SORANZO.
¡Cómo!

ANNABELLA.
¡Nunca! Maldita sea yo si lo hacéis.

SORANZO.
No habré de saberlo, ¡golfa! Te arrancaré el corazón
y ahí lo encontraré.

ANNABELLA.
¡Hacedlo, hacedlo!

SORANZO.
Y con los dientes destrozaré
1110
a ese sátiro monstruoso miembro a miembro.

ANNABELLA.
¡Ja, ja, ja, qué hombre más divertido!

SORANZO.
¿Te hace gracia?
Ven aquí, puta, y dime quién es tu amante, o te juro
que te hago jirones la carne. ¿Quién es?

ANNABELLA.
(Canta.)
Che morte piu dolce che morire per amore?

SORANZO.
1115
Te arrancaré los pelos y arrastraré tu cuerpo
infectado de lujuria por el fango.
Dime su nombre.

ANNABELLA.
Morendo in gratia Dei, morirei senza dolore.

SORANZO.
¿Aún te regodeas? Ni todo el oro del mundo
1120
podría redimirte. Aunque mil reyes suplicaran
de rodillas por tu vida, o los ángeles bajaran
llorando a rogar por ti, ¡ninguno de ellos podría
aplacar mi ira! ¿Acaso no tiemblas?

ANNABELLA.
¿Por qué? ¿Por morir? No, sé cortés como verdugo.
1125
Te reto a que hagas lo peor: golpea, y haz blanco.
Habrás de sentir que dejo la venganza tras de mí.

SORANZO.
Antes de morir dime, y contesta con la verdad:
¿lo sabe tu anciano padre?

ANNABELLA.
No, por mi vida.

SORANZO.
¿Confesarás, para salvar tu vida?

ANNABELLA.
1130
¡Mi vida! No compraré mi vida tan cara.

SORANZO.
No alargaré mi venganza.

(Entra Vázquez.)

VÁZQUEZ.
¿Qué vais a hacer, mi señor?

SORANZO.
Abstente, Vázquez, esta puta endemoniada
no merece compasión.

VÁZQUEZ.
¡Que no lo permitan los dioses! ¿Y seréis vos su verdugo, y la mataréis también en un ataque de ira? Oh, no sería propio de un hombre. Ella es vuestra esposa; las faltas que cometiera antes de desposarse, no fueron contra vos; ay, pobre mujer, ¿qué habrá cometido ella que cualquier mujer en Italia no habría hecho en su caso? Señor, debéis dejaros guiar por la razón y no por la furia, que eso sería inhumano y de bestias.

SORANZO.
No ha de vivir.

VÁZQUEZ.
Vamos, claro que sí. Vos queréis que ella os revele el autor de su presente desgracia, y os doy fe: es demanda inconcebible, y de haberlo hecho, habría perdido la estima que, por mi parte, reconozco a su valor. Señor, de todo hombre sobre la tierra, vos sois el último que ha de saberlo. Buen señor, reconciliaos, ¡pobre, buena mujer!

ANNABELLA.
Bah, no ruegues por mí: no estimo mi vida
1135
en nada. Si lo que le hace falta al hombre es volverse loco,
deja que me la quite.

SORANZO.
¿Vázquez, oyes eso?

VÁZQUEZ.
Sí, y es muy digna de alabanza; con ello muestra la nobleza de un espíritu valiente, y maldita sea mi alma, si no es eso propio de un carácter sin igual. (Aparte a Soranzo.) Señor, en cualquier caso contened vuestra venganza y dejadme que sea yo quien siga el rastro a vuestra afrenta. Hacedme caso, si en algo apreciáis vuestro honor, o lo estropearéis todo. (En alto.) Señor, si alguna vez en algo estimasteis mis servicios, no dejéis que un arrebato os lleve a tanta violencia. Ahora estáis casado, ¡menuda alegría para los otros pretendientes sería escuchar una noticia así! Tan humano es soportar la ofensa más atroz, como divino es perdonarla.

SORANZO.
¡Oh, Vázquez, Vázquez! ¡En este trozo de carne,
en este su rostro infiel, había depositado
el tesoro de mi corazón! Si hubieras sido virtuosa,
1140
bella, mala mujer, ni los placeres incomparables
de la vida eterna me habrían tentado a vivir
con otra santa que contigo. Falsa criatura,
cómo te has burlado de mi esperanza, y en la deshonra
de tu vientre inmundo, ¡cómo me has enterrado vivo!
1145
Te amé y te adoré demasiado.

VÁZQUEZ.
(Aparte.) Así está bien, acompañad a este humor con algo de sentimiento. Sed breve y conmovedor, por el bien del objetivo.

SORANZO.
Sean testigos de mis palabras tu alma y tus pensamientos,
y dime si nunca pensaste que en mi corazón
te adoraba como a un ídolo sagrado.

ANNABELLA.
Debo confesar que sabía que me amabais.

SORANZO.
1150
¿Y aún así me tratas de este modo? Oh, Annabella,
ten por cierto que quien quiera que sea el villano
que te ha tentado así a esta desgracia,
podrá haberte deseado, pero no amado como yo.
Él se quedó prendado de la imagen de tus mejillas
1155
por el capricho de su mirada,
y no de tu corazón, que es la parte que más yo amaba,
y, como pensé, de tus virtudes.

ANNABELLA.
¡Oh, señor!
Vuestras palabras hieren más hondamente que vuestra espada.

VÁZQUEZ.
Que el diablo me lleve si no empiezo yo también a llorar de tanta lástima que me da. Veis, señora, ya sabía yo que cuando se pasara la ira, se convertiría en esto.

SORANZO.
Perdóname, Annabella. Aunque tu juventud,
1160
por encima de tu fuerza, te ha tentado a la locura,
no he de olvidar por ello lo que debo ser,
lo que soy, un esposo. En ese título
se encierra lo divino; si veo
que en adelante deseas ser honesta, aquí mismo
1165
te perdono tus pecados anteriores, y te acojo en mi pecho.

VÁZQUEZ.
A fe mía que es un acto de muy noble caridad.

ANNABELLA.
Señor, de rodillas…

(Hace ademán de arrodillarse.)

SORANZO.
Levantaos, no debéis arrodillaros.
Id a vuestro aposento, procurad no mostrar
alteración ninguna. Estaré con vos en seguida.
La razón me dice ahora que tan corriente
1170
es pecar por flaqueza como ser mujer.
Id a vuestro aposento.

(Sale Annabella.)

VÁZQUEZ.
Bueno, esto ha ido bien. ¿Qué pensáis ahora de vuestro paraíso de felicidad, mi señor?

SORANZO.
Llevo el infierno conmigo; la sed de venganza
me abrasa en la sangre.

VÁZQUEZ.
La tendréis, ¿pero acaso sabéis cómo, o contra quién? Ay, hoy en día es normal casarse con una gran mujer, cuando otro la ha hecho grande; pero saber qué hurón es el que duerme donde lo hace vuestro conejo, eso es maña.

SORANZO.
Haré que lo diga ella misma, o…

VÁZQUEZ.
¿O qué? No debéis hacer eso. Dejad que os convenza y tened un poco más de paciencia; id con ella, tratadla amablemente, ganáosla si fuera posible para que, voluntariamente, os lo cuente entre sollozos. En cuanto al resto, si sale bien, no erraré el tiro. Os lo ruego, señor, id dentro; en breve os contaré la más grande de las sorpresas.

SORANZO.
1175
La demora en la venganza propicia un golpe más cruel.

(Sale.)

VÁZQUEZ.
¡Ah, amigo, aquí hay trabajo que hacer! Ya llevaba yo tiempo sospechando algo raro; pero después de ver las miradas de desprecio de mi señora aquí en casa, sus comentarios envenenados y su admisión de culpa a viva voz, solo me viene a la cabeza el refrán que dice: “Mal las cosas andan, cuando el gallo calla y la gallina canta.” Pardiez, que si los bajos de una pícara costurera pueden tapar tamaño bulto en el vientre, no me vuelvo a quejar de una puntada falsa en el zapato mientras viva. ¿Preñada y ya engordando? ¿Y con tanta prisa? Hará falta un buen plan para saber de quién, eso está claro, y ya se cuál va a ser: por este camino, o por ninguno. (Entra Putana.) ¡Qué! ¡Lloráis, buena mujer! Ay de mí, si no os puedo culpar, si es que tenemos un amo, que el cielo nos ampare, que está tan loco como el mismísimo demonio; vergüenza había de darle.

PUTANA.
¡Ay, Vázquez, haber nacido para ver un día como éste! ¿También os trata así a veces, Vázquez?

VÁZQUEZ.
¿A mí? A mí me trata como a un perro. Pero si hubiera alguien más que pensara como yo, ya sé lo que íbamos a hacer. Tan cierto como que soy un hombre honrado que acaba matando a mi señora con tanta crueldad. Pongamos que está encinta, ¿es que se puede culpar a una chica tan joven por eso?

PUTANA.
Ay, corazón, ha sido todo contra su voluntad.

VÁZQUEZ.
Yo juraría que toda esta locura es porque ella no quiere confesar de quién es, cosa que él acabara sabiendo, y cuando lo sepa, tan bien lo conozco, que sé que se le olvidará en seguida. Ojalá ella lo dijera todo a las claras, porque por ahí iríamos bien.

PUTANA.
¿Lo creéis?

VÁZQUEZ.
Bah, lo sé; siempre y cuando el otro no la hubiera obligado. Un día se le ocurrió pensar que vos lo sabríais, y a punto estuvo de sacároslo a la fuerza, pero conseguí calmarlo y quitárselo de la cabeza. Aunque seguro que sabéis un montón.

PUTANA.
¡Que el cielo nos perdone! Algo sé, Vázquez.

VÁZQUEZ.
¿Y cómo no iba a ser así? ¿Quién si no lo iba a saber? A fe mía que ella os quiere muchísimo, y vos no haríais nada que le causara sufrimiento, por nada en el mundo.

PUTANA.
Por nada en este mundo, Vázquez, por mi vida.

VÁZQUEZ.
No valdría nada si lo hicierais. Pero en este caso deberíais tanto aliviar su inquietud como apaciguar a mi señor, ganándoos a la vez su eterno afecto y preferencia.

PUTANA.
¿Vos creéis, Vázquez?

VÁZQUEZ.
Claro, lo sé; seguro que fue alguien cercano, un buen amigo.

PUTANA.
Sí que era un amigo muy querido, pero…

VÁZQUEZ.
¿Pero qué? No tengáis miedo a decirlo, mi vida entre vos y el peligro. A fe, no creo que fuera alguien vulgar.

PUTANA.
¿Te interpondrás tú entre el castigo y yo?

VÁZQUEZ.
¡Válgame! ¿Pues qué iba a hacer? También se os recompensará, confiad en mí.

PUTANA.
No fue ni más ni menos que su propio hermano.

VÁZQUEZ.
¡Su hermano Giovanni, seguro!

PUTANA.
Nadie más, Vázquez. Jamás caballero tan bravo besó a dama tan hermosa. ¡Oh, se aman tanto y tan para siempre!

VÁZQUEZ.
Un bravo caballero, en efecto. Vaya, en eso le alabo el gusto a ella. (Aparte.) ¡Tanto mejor! (A Putana.) ¿Segura estáis de que fue él?

PUTANA.
Segura; y ya veréis que él no se aleja de ella mucho rato.

VÁZQUEZ.
Pobre de él si lo hiciera, ¿pero tengo que creeros?

PUTANA.
¡Creerme! ¿Cómo, me tomáis por turca o por judía? No, Vázquez, sé de esa relación desde hace demasiado como para contar mentiras ahora.

VÁZQUEZ.
¿Dónde estáis? ¡Adentro, señores!

(Entran los Bandidos.)

PUTANA.
¿Qué es esto, quiénes son?

VÁZQUEZ.
En seguida lo sabréis. Venga, cogedme a esta vieja arpía, amordazadla en el acto y sacadle los ojos. ¡Aprisa, aprisa!

PUTANA.
¡Vázquez, Vázquez!

VÁZQUEZ.
¡Amordazadla os digo! Voto a…¿pero vais a aguantar tanta cháchara? ¿A qué viene tanta torpeza? ¡Dejádmela a mí, ya me encargo yo de esa boca desdentada, perra con vientre de sapo! Lleváosla a la carbonera y sacadle los ojos ahora mismo. Si se queja, cortadle la nariz, ¿oído? Sed rápidos e infalibles. Vaya, esto es excelente, por encima de lo esperado. (Salen los Bandidos con Putana.) ¡Su propio hermano! ¡Oh, qué horrible! ¡A qué extremo de indecencia y perdición ha arrastrado el diablo a nuestro tiempo; su hermano! Bien, esto no es sino el comienzo; debo hablar con mi señor y aconsejarle mejor al respecto de su venganza. Ahora veo que una mentira habilidosa va mejor que ser hábil con otra cosa. Pero silencio, ¿qué viene ahora? (Entra Giovanni.) ¡Giovanni! Como era de esperar. Se confirma la trama, es tan sólida como el invierno y el verano.

GIOVANNI.
¿Dónde está mi hermana?

VÁZQUEZ.
Indispuesta otra vez con angustias, señor, está un poco enferma.

GIOVANNI.
Demasiada carne, me parece.

VÁZQUEZ.
Cierto, señor, y en eso, creo yo, habéis acertado. Pero mi virtuosa dama…

GIOVANNI.
¿Dónde está?

VÁZQUEZ.
En su habitación, si quisierais visitarla, está a solas. (Giovanni le da dinero.) Vuestra generosidad me hace doblemente vuestro servidor, por siempre vuestro, siempre. (Sale Giovanni.) (Entra Soranzo.) Señor, soy un hombre hecho y derecho, he interpretado mi papel con astucia y con éxito. Os ruego que hablemos en privado.

SORANZO.
Ha venido el hermano de mi señora; ahora lo sabrá todo.

VÁZQUEZ.
Que lo sepa; ya me he encargado de alguna con presteza suficiente. ¿Cómo han ido las cosas con mi señora?

SORANZO.
Tranquilamente, como aconsejaste. ¡Oh, mi alma
no para quieta con las ansias de venganza!
Mas Vázquez, debes saber…

VÁZQUEZ.
No, yo no debo saber más, pues ahora es vuestro turno de saber. Pero no hablaré aquí tan públicamente. Dejad que mi joven amo se tome el tiempo que quiera y haga a placer: ya lo han vendido a la muerte y ni el diablo puede rescatarlo. Señor, os lo ruego, hablemos en privado.

SORANZO.
1180
No hay victoria que se lleve la gloria de verme así.

(Salen.)

Acto V

[V.i]

(Entra Annabella arriba.)

ANNABELLA.
Adiós, placeres, adiós, vanos momentos
en que falsos gozos tejieron esta vida sin aliento.
Oh, tú, valioso tiempo, que tan veloz cabalgas
por el mundo, detén aquí tu curso infatigable,
1185
para poner fin a tu carrera y mi destino,
y ante tiempos aún nonatos sé testigo
de la tragedia de una mujer desdichada.
Mi conciencia se alza ahora en contra de mi lujuria
blandiendo testimonio de letras bañadas en culpa
(Entra Bonaventura abajo.)
1190
y me dice que estoy perdida. La belleza
que engalana el rostro está maldita
si no se viste de gracia, ahora lo sé.
Aquí, como una tórtola enjaulada,
alejada de su pareja, converso con estos muros
1195
y al aire le cuento mi vil tristeza.
¡Oh, Giovanni, que te has llevado los despojos
de tus virtudes y de mi casta reputación!
Ojalá no hubieras sido esclavo de las estrellas
que con tan mala fortuna reinaban cuando nací.
1200
¡Ojalá que no te alcance el castigo
por mi negra ofensa, y sea yo sola quien sienta
el tormento de una llama inextinguible!

BONAVENTURA.
(Aparte.)
¿Qué es esto que oigo?

ANNABELLA.
Aquel hombre, el santo fraile,
que unió mi mano con lazo ceremonial
1205
a la de aquél cuya esposa soy ahora, me advirtió
de qué manera por la senda de la muerte caminaba.
Pero aquellos que duermen en el letargo de la lujuria
abrazan su condena, haciendo injusto al cielo;
y eso hacía yo.

BONAVENTURA.
(Aparte.)
¡Es una melodía para el alma!

ANNABELLA.
1210
¡Perdonadme, ángel guardián, ayudadme
en esta hora! Haced que algún buen hombre
pase cerca de aquí, para que pueda confiarle
esta carta doblemente escrita en sangre y llanto;
si me lo concedéis os juro aquí arrepentimiento,
1215
y que abandonaré esa vida en la que
he muerto hace ya tiempo.

BONAVENTURA.
Señora, el cielo os ha escuchado,
y ordena la providencia que sea yo
su ministro para solaz vuestro.

ANNABELLA.
¿Eh, quién sois?

BONAVENTURA.
El fraile, amigo de vuestro hermano,
1220
contento en el alma de haber vivido para oír
esta franca confesión entre vos y vuestra paz.
¿Qué necesitáis, decidme? No temáis hablar.

ANNABELLA.
¿Es el cielo tan bondadoso? Entonces he encontrado
más favor del que esperaba. Tomad, buen hombre.
1225
(Arroja la carta.)
Habladle de mí a mi hermano, dadle eso,
esa carta, pedidle que la lea y se arrepienta.
Contadle que yo, prisionera en mi aposento,
sin ninguna compañía, ni siquiera de mi aya,
lo que asaz me hace sospechar, tengo tiempo
1230
de avergonzarme de lo que ha sucedido. Pedidle
que sea prudente y desconfíe de la amistad de mi señor.
Temo más de lo que decir puedo; buen padre,
este sitio es peligroso, y está plagado de espías;
no debo seguir hablando, ¿lo haréis?

BONAVENTURA.
Lo haré seguro
1235
y presto iré. Quede mi bendición contigo, hija:
¡vive, para morir más bendita!

(Sale Bonaventura.)

ANNABELLA.
Doy gracias al cielo por prolongar mi aliento
y dejarme usarlo bien. Ahora la muerte será bien recibida.

(Sale.)

[V.ii]

(Entran Soranzo y Vázquez.)

VÁZQUEZ.
¿Ahora me creéis? Primero os casáis con una golfa que se os echa en brazos sólo para reírse de vuestros cuernos, celebrar vuestra deshonra, disfrutar con vuestra humillación, engañaros en el lecho nupcial, ¡y malgastar vuestra fortuna en rufianes y alcahuetas!

SORANZO.
¡Basta, te digo, basta!

VÁZQUEZ.
El cornudo es una bestia muy mansa, señor.

SORANZO.
1240
Estoy decidido, ni una palabra más.
La ira crece en mis planes, tan firmes son
como el trueno; entretanto a mi señora
le pediré que se adorne con sus vestidos nupciales,
la besaré y dulcemente la rodearé con mis brazos.
1245
Márchate. Espera, ¿están los bandidos listos
y esperan escondidos?

VÁZQUEZ.
Buen señor, no os preocupéis por otra cosa que no sea vuestra propia resolución; recordad que el tiempo perdido no se puede recuperar.

SORANZO.
Con cuanta astucia puedas, invita
a los grandes de Parma a mi fiesta de cumpleaños.
Ve pronto a donde mi hermano-rival y su padre,
1250
trátalos con gentileza, ruégales que no falten.
Sé diligente y vuelve.

VÁZQUEZ.
Que vuestra piedad no os traicione antes de que yo vuelva: pensad nada más que en incesto y adulterio.

SORANZO.
Toda la ambición a la que aspiro es la venganza,
o alcanzarla o sucumbir, el fuego en mi sangre abrasa.

(Salen.)

[V.iii]

(Entra Giovanni.)

GIOVANNI.
Las creencias populares no son más que cotilleos,
1255
que, igual que la vara asusta al escolar,
atemorizan a la naturaleza inexperta de la mente.
Así me pasó; antes de que mi querida hermana
se casara, creí que las delicias del amor acabarían
por tal contrato, mas no veo cambio alguno
1260
en sus placeres ya cumplido el formalismo.
Ella y yo aún somos uno, y cada beso es
tan dulce y tan delicioso como el primero
que probé cuando aún doncella era por derecho
y por privilegio de juventud. ¡Oh, la gloria
1265
de dos corazones, unidos, como los nuestros!
Sueñen los estudiosos con otros mundos,
mi mundo y mi felicidad se hallan aquí,
y no los cambiaría por nada mejor:
una vida de placer es el Elíseo.
(Entra Bonaventura.)
1270
Padre, venís al jubileo de mis
íntimos deleites. Ahora puedo deciros
que el infierno que predecíais no es más
que miedo servil, absurdo y supersticioso;
y así os lo puedo probar…

BONAVENTURA.
Tu ceguera es tu muerte.
1275
Mira esto, está escrito para ti.

(Le da la carta a Giovanni.)

GIOVANNI.
¿Por quién?

BONAVENTURA.
Abre el sello y lo verás.
Aún arde la sangre que pronto
se helará con más rigor que el coral seco.
¿Por qué cambias de color, hijo?

GIOVANNI.
Voto al cielo que jugáis
1280
un diabólico papel entre mi amor
y las brujerías que hacéis pasar por religión.
¿De dónde lo habéis sacado?

BONAVENTURA.
Tu conciencia, muchacho, está ajada;
de otro modo acatarías mi advertencia.

GIOVANNI.
Es su letra,
1285
la reconozco, y está escrita con su sangre.
Me habla no sé de qué, ¡muerte! No temería
ni a un rayo que apuntara a mi corazón.
Nos han descubierto, dice, ¡que la peste
se lleve el sueño de los cobardes de corazón!
1290
¿Descubiertos? ¡Al diablo que sí! ¿Cómo es posible?
¿Nos hemos vuelto traidores a nuestro propia dicha?
Al diablo ese disparate, es un engaño;
este es el resultado de vuestro agrio parloteo, viejo endeble.
(Entra Vázquez.)
Caballero, ¿qué noticias traéis?

VÁZQUEZ.
Mi señor, conforme a su costumbre anual de celebrar una fiesta en este día en honor de su cumpleaños, a ella os invita a través de mí. Vuestro honorado padre, el reverendo Nuncio del Papa y otros ilustres de Parma, han prometido ya su asistencia. ¿Os complacería sumaros a ellos?

GIOVANNI.
Sí, decidle que me atrevo a ir.

VÁZQUEZ.
¿Que “os atrevéis” a ir?

GIOVANNI.
Eso he dicho, y decidle algo más: que iré.

VÁZQUEZ.
Esto me suena muy raro.

GIOVANNI.
Decidle que iré.

VÁZQUEZ.
¿No faltaréis?

GIOVANNI.
¿Aún más? ¡Iré! ¿Tenéis ya una respuesta?

VÁZQUEZ.
Así se lo diré. A vuestro servicio.

(Sale Vázquez.)

BONAVENTURA.
1295
Confío en que no irás.

GIOVANNI.
¡No ir! ¿Por qué?

BONAVENTURA.
¡Oh, no vayas! Apuesto mi vida a que este festín
no es sino un plan para buscar tu ruina;
hazme caso, no irás.

GIOVANNI.
¿No ir? Aunque la muerte
viniera a mi encuentro con ejércitos de plagas,
1300
con huestes de ígneos peligros cual astros de fuego,
ahí estaría yo. ¿No ir? Sí, y dispuesto
a embestir y listo para la masacre, como ellos.
Pues pienso ir.

BONAVENTURA.
Ve a donde quieras. Ya veo
que la ferocidad de tu destino llega a su fin,
1305
un fin terrible y malvado. No me quedaré
para saber de tu desgracia, me marcharé sin más demora
de vuelta a Bolonia, para evitar el golpe que se avecina.
¡Adiós, Parma, ojalá nunca te hubiera conocido,
o a ninguno de los tuyos! Bien, muchacho, como no hay
1310
oración que te salve, te abandono al desespero.

(Sale Bonaventura.)

GIOVANNI.
Desespero o torturas de un millar de infiernos,
es lo mismo, la apuesta está cerrada.
Trabaje ahora mi pensamiento en planes abyectos.
Mantente firme, alma mía; no dejes que la maldición
1315
de una vieja usanza me arranque el valor
que me hará digno de una muerte gloriosa.
Si he de tambalearme cual roble viejo,
aplastaré algunos arbustos en mi triste caída
hasta hacerlos astillas: todos perecerán conmigo.

(Sale.)

[V.iv]

(Entra Soranzo, Vázquez y los Bandidos.)

SORANZO.
1320
¿Seguro que no erraréis, u os echaréis atrás?

VÁZQUEZ.
Yo respondo por ellos. Aseguraos, compadres, de ser tan sanguinarios y despiadados como si estuvierais rapiñando el botín más rico de las mismísimas montañas de Liguria. Dejadle a mi señor la cuestión de los indultos; pero la de la recompensa, no se la dejéis a nadie más que a vuestros bolsillos.

BANDIDOS.
Será una masacre.

SORANZO.
Tomad oro, tomad más, que no os falte de nada; lo que hacéis es muy noble, y un acto de justa venganza. Os haré unos bandidos muy ricos, y libres también.

BANDIDOS.
¡Libertad, libertad!

VÁZQUEZ.
Tomad, coged cada uno un antifaz; cuando os retiréis, tratad de hacerlo en silencio. Sabéis la consigna, no os mováis hasta haberla oído, y cuando la oigáis, entrad rápidamente como un torrente enfurecido; no hace falta que os diga cómo hacer vuestro trabajo.

BANDIDOS.
No, no, no.

VÁZQUEZ.
Adentro, pues. Ganaréis en beneficios y en favores. ¡Marchad!

(Salen los Bandidos.)

SORANZO.
¿Vendrán todos los invitados, Vázquez?

VÁZQUEZ.
Sí, señor. Y ahora dejadme sacar algo de filo a vuestro arrojo. Ya veis que no le falta nada a esta gran obra salvo una gran determinación en vos: recordad vuestra deshonra, la pérdida de vuestro honor, la sangre de Hipólita, y armad vuestro valor con los agravios cometidos. De ese modo podréis reparar mejor esos agravios con la venganza, que ya podréis llamar vuestra.

SORANZO.
Está bien, cuanto menos hablo, más me enciendo,
y solo la sangre podrá apagar esa llama.

VÁZQUEZ.
Ahora habláis como un italiano. Esto además: cuando llegue don jovencito incestuoso, lo hará deseando un trozo de su antiguo pastel. Dadle tiempo suficiente, que tenga a su disposición vuestro aposento y vuestro lecho; dadle ventaja a esa liebre en celo antes de que le demos caza y muerte, para que si es posible, vaya por la posta al infierno en el mismo acto de su condena.

(Entra Giovanni.)

SORANZO.
Así sea; y mira, se cumplen nuestros deseos
1325
y aquí llega él antes que nadie. ¡Bienvenido,
queridísimo hermano! Ya veo cuánto me respetáis,
sed bienvenido. ¿Y mi padre?

GIOVANNI.
Con el resto de ilustres,
presentando sus respetos al Nuncio del Papa,
y escoltándolo hacia aquí. ¿Cómo está mi hermana?

SORANZO.
1330
Como buena esposa, apenas está lista.
lo mejor es que vayáis a su aposento.

GIOVANNI.
Si lo deseáis.

SORANZO.
Yo debo esperar a mis nobles amigos,
buen hermano, id por ella.

GIOVANNI.
Veo que estáis ocupado, señor.

(Sale Giovanni.)

VÁZQUEZ.
¡Como le hubiera gustado al mismísimo demonio! Dejad que vaya y se atiborre de su propia destrucción. (Trompetas.) Oíd, el Nuncio se acerca. Señor, preparaos para recibirlo.

(Entran el Cardenal, Florio, Donado, Richardetto y séquito.)

SORANZO.
Reverendísimo señor, la gracia que me concedéis
1335
al dignaros a visitarme me llena de orgullo. Vuestro
humilde servidor, por este favor tan noble.

CARDENAL.
Vos sois nuestro amigo, señor. Su Santidad
habrá de saber cuán celosamente honráis
al vicario de San Pedro en su representante.
1340
Nuestro afecto especial para vos.

SORANZO.
Señores, para vos
mi bienvenida, y la mayor gratitud
por tan inolvidable cortesía.
¿Desea acompañarme vuestra Eminencia?

CARDENAL.
Caballero, hemos venido
a celebrar vuestra fiesta con digno alborozo
1345
como manda la antigua costumbre. Vayamos.

SORANZO.
¡Atended a Su Eminencia! Síganme, caballeros.

(Salen.)

[V.v]

(Giovanni y Annabella tendidos en una cama.)

GIOVANNI.
¡Cuán pronto habéis cambiado! ¿Será que ese marido
vuestro tan fogoso sabe trucos de cama que nosotros,
tan simples, no podíamos saber? ¡Ja! ¿Es eso?
1350
¿O es por pura veleidad que traicionáis los votos
y anteriores juramentos?

ANNABELLA.
¿Por qué os burláis
de mi desdicha sin percataros si quiera
del peligro que os acecha?

GIOVANNI.
¿Acaso hay mayor peligro que tu traición?
1355
No tienes fe, hermana infiel, si no, sabrías
que la maldad, o cualquier infamia parecida
se rendiría ante mí con solo fruncir yo el ceño:
tengo al destino en un puño, y podría gobernar
el curso del tiempo eterno, si tan solo en tu pensamiento
1360
hubieras sido más firme que el inconstante mar.
¿Y qué? ¿Ahora seréis honesta, está decidido?

ANNABELLA.
Hermano, querido hermano, entiende lo que he sido,
y entiende que ahora no queda más que el rato de una cena
entre nosotros y la desgracia. No malgastemos más
1365
estos momentos preciosos en vanas discusiones.
Ay, estas galas tan alegres se han puesto
por un motivo, esta fiesta suntuosa
organizada de repente no es un derroche a placer.
Y a mí, a quien se ha encerrado aquí sola,
1370
apartada de mi aya y sin compañía alguna,
no se me ha abierto la puerta
de repente y sin razón. No os engañéis, hermano:
este banquete es un heraldo de muerte
para vos y para mí. Aceptadlo tal cual es
1375
y preparaos a darle la bienvenida.

GIOVANNI.
Muy bien;
los sabios nos enseñan que el orbe terrestre
se convertirá en cenizas en sólo un momento.

ANNABELLA.
Eso he leído también.

GIOVANNI.
Sin embargo sería extraño
ver arder las aguas; si pudiera creer eso,
1380
podría creer también que pudiera
haber un cielo o un infierno.

ANNABELLA.
Eso es cierto.

GIOVANNI.
¡Un sueño, un sueño! Si no, en ese otro mundo
deberíamos encontrarnos.

ANNABELLA.
Así lo haremos.

GIOVANNI.
¿Eso os han dicho?

ANNABELLA.
Es seguro.

GIOVANNI.
¿Pero creéis
1385
que podré veros? ¿Y que vos podréis mirarme?
¿Podremos charlar, besarnos, reír o hacer
lo mismo que hacemos aquí?

ANNABELLA.
No lo sé.
Mas mi bien, por ahora, ¿cómo planeáis
liberaros del peligro? Pensad en algún modo
1390
de escapar; los invitados ya han llegado.

GIOVANNI.
Mirad, mirad aquí, ¿qué veis en mi rostro?

ANNABELLA.
Locura y una conciencia turbada.

GIOVANNI.
Muerte, y una ira pronta e insatisfecha; más ved,
¿qué observáis en mis ojos?

ANNABELLA.
Me parece que lloráis.

GIOVANNI.
1395
Así es, son éstas lágrimas fúnebres
derramadas en vuestra tumba. Son las mismas que surcaron
mis mejillas al saber que os amaba y no sabía cortejaros.
Hermosa Annabella, contar de nuevo
la historia de mi vida, sería perder el tiempo.
1400
Recuerden pues los espíritus del aire
y todas las cosas que existen, que noche y día,
mañana y tarde, el tributo que mi corazón
ha pagado al amor sagrado de Annabella
han sido estas lágrimas, que ahora lloran su muerte.
1405
Nunca hasta ahora se esforzó Natura
en mostrar al mundo una belleza sin par,
que apenas vista, en un instante,
reclaman de nuevo los hados celosos.
Reza, Annabella, reza; ve con el alma pura,
1410
puesto que hemos de partir, y ocupa un trono
en el cielo de inocencia y santidad.
¡Reza, reza, hermana!

ANNABELLA.
Ya entiendo vuestra intención.
¡Ángeles benditos, protegedme!

GIOVANNI.
Que así sea.
Bésame. Si un mañana hubiera en que
1415
se hablase de nuestro afecto, por más
que las leyes, las conciencias y los usos
nos inculpen justamente, al saberse
nuestros amores, ese amor borrará el rigor
con que han de aborrecerse otros incestos.
1420
Dame tu mano, ¡cuán dulcemente la vida corre
por estas venas tan llenas de color! ¡Cuantísima
salud prometen estas palmas! Mas podría discutir
con la naturaleza por estos halagos mezquinos.
Bésame otra vez: perdóname.

ANNABELLA.
Con todo mi corazón.

GIOVANNI.
1425
Hasta pronto.

ANNABELLA.
¿Te irás?

GIOVANNI.
Apágate, sol brillante,
convierte en noche este día y que tus rayos dorados
no vean un acto que volvería su esplendor
en algo más tenebroso que el Estigio de los poetas!
Un beso más, hermana mía.

ANNABELLA.
¿Qué te propones?

GIOVANNI.
1430
Salvar tu honor, y matarte con un beso.
Muere así, muere por mí, ¡y por mi mano!
La venganza es mía, el honor gobierna al amor.

(La apuñala.)

ANNABELLA.
¡Oh, hermano, has de ser tú?

GIOVANNI.
Cuando hayas muerto
daré mis razones, pues discutir
1435
con tu bellísima hermosura (incluso al morir)
me haría tambalearme al consumar este acto
en el que se halla mi gloria.

ANNABELLA.
Cielos, perdonadle, ¡y a mí mis pecados! Adiós.
¡Qué crueldad, hermano! Cielos, tened piedad, ¡oh, oh!

(Muere.)

GIOVANNI.
1440
Ha muerto, ¡pobre alma bondadosa! El fruto desventurado
al que di vida en su vientre
ha hallado en mí su cunita y también su sepultura.
No debo entretenerme. Este infausto lecho nupcial
se llevó lo mejor de ella, viva y muerta.
1445
Soranzo, has errado el tiro en esto:
me he anticipado a tu ambicioso plan
y asesinado a un amor por cuya sangre hubiera
dado mi corazón en cada gota. Bella Annabella,
¡con cuánta gloria te muestras incluso herida,
1450
y triunfas sobre la infamia y el odio!
No te amilanes, mano valiente, resiste, corazón,
e interpreta sin temor tu grandioso papel final.

(Sale con el cuerpo.)

[V.vi]

(Un banquete. Entran el Cardenal, Florio, Donado, Soranzo, Richardetto, Vázquez y Asistentes, cada uno toma su lugar.)

VÁZQUEZ.
Recordad, señor, lo que debéis hacer: sed prudente y decidido.

SORANZO.
Basta: afianzado está mi corazón. Eminencia,
os ruego, probad estos humildes platos. Aunque
1455
estas celebraciones se sustentan más en la costumbre
que en la propia causa, reverendo señor,
vuestra presencia me convierte en vuestro humilde servidor.

CARDENAL.
Y a nos en vuestro amigo.

SORANZO.
¿Mas dónde está mi hermano Giovanni?

(Entra Giovanni empuñando una daga en la que hay clavado un corazón.)

GIOVANNI.
1460
¡Aquí, aquí, Soranzo, ornado de sangre que, aún tibia,
triunfa sobre la muerte; orgulloso en los despojos
del amor y la venganza! Ni el destino ni las fuerzas
que guían las acciones de las almas inmortales
podían haberlo impedido.

CARDENAL.
¿Qué significa esto?

FLORIO.
1465
¡Giovanni, hijo!

SORANZO.
¿Acaso se me ha anticipado?

GIOVANNI.
No os sorprendáis; si vuestro corazón timorato
se encoge ante una inocua visión, ¿qué pálido terror
de cobarde pasión se habría apoderado de vuestros sentidos
si hubierais contemplado el rapto de vida y gracia
1470
que he llevado a cabo? ¡Hermana, oh, hermana!

FLORIO.
¡Ah! ¿Qué pasa con ella?

GIOVANNI.
La gloria de mi acción
ha oscurecido el sol, ha hecho noche al mediodía.
Habéis venido a un festín de platos exquisitos;
yo vine a un festín también, pero he buscado alimento
1475
en mina de algo más rico que el oro u otra joya
de valor incalculable. Es un corazón,
un corazón, señores, donde está enterrado el mío.
Miradlo bien, ¿lo conocéis?

VÁZQUEZ.
¿Qué acertijo es éste?

GIOVANNI.
Éste es el corazón de Annabella. ¿Os asusta?
1480
Os juro que lo es, este puñal surcó
su fértil vientre, confiriéndome el buen nombre
del más glorioso verdugo.

FLORIO.
¡Loco! ¿No estás en tus cabales?

GIOVANNI.
Sí, padre, y para que el mañana sepa
1485
cuánto honré a mi sino y a mi venganza,
escuchadme, padre, revelar a vuestros oídos
cuánto he merecido que me llamen hijo vuestro.

FLORIO.
¿De qué hablas?

GIOVANNI.
Nueve lunas han pasado
desde que contemplé y amé de veras
1490
a vuestra hija, y mi hermana.

FLORIO.
¡Cómo! Pobrecillo,
caballeros, se ha vuelto loco de atar.

GIOVANNI.
No, padre.
Nueve meses en secreto he disfrutado
de las sábanas de la dulce Annabella; nueve meses
he vivido feliz de ser soberano de su corazón.
1495
Soranzo, ya lo sabías, tus lívidas mejillas
muestran la turbada huella de tu deshonra,
pues su vientre tan fértil reveló tan pronto
el pasar feliz de nuestro placer robado,
y la convirtió en madre de un niño nonato.

CARDENAL.
1500
¡Villano incestuoso!

FLORIO.
¡Su ira miente por él!

GIOVANNI.
No es así, es oráculo de la verdad.
Juro que ha sido así.

SORANZO.
¡La furia me hará estallar,
traed aquí a esa ramera!

VÁZQUEZ.
Ya voy, señor.

(Sale Vázquez.)

GIOVANNI.
¡Id, señor! ¿Acaso os falta fe
1505
para dar crédito a mis triunfos? Juro aquí
por lo más sagrado, por el amor
que albergué cuando vivía Annabella,
que estas manos han arrancado de su pecho el corazón.
(Entra Vázquez.)
¿Es o no verdad, señor?

VÁZQUEZ.
Horriblemente cierto.

FLORIO.
1510
¡Maldito! Si pudiera vivir para…

(Muere.)

CARDENAL.
Sostened a Florio.
¡Monstruo de hijo, mira lo que has hecho,
le has roto el corazón a tu anciano padre! ¿Ninguno
de vosotros se atreve a enfrentarse a él?

GIOVANNI.
¡Venid! ¡Oh, padre,
qué oportuna la muerte le ha llegado en su pesar!
1515
Bien, se ha hecho con valentía. Y ahora, de mi familia,
no queda nadie con vida salvo yo, bañado en la sangre
de una hermana hermosa y un padre desventurado.

SORANZO.
Desalmado insulto de hombre, ¿no pensarás
sobrevivir a tus crímenes?

GIOVANNI.
Sí, te digo, sí;
1520
pues en mis puño sostengo los hilos de la vida.
Soranzo, mira este corazón, que perteneció a tu esposa;
¡mira cuán regiamente lo cambio por el tuyo,
así, y así! Ahora la justa venganza es mía.

(Lo apuñala.)

VÁZQUEZ.
No puedo aguantarlo más. Vos, caballero, ¿os habéis vuelto un insolente con tanta carnicería? ¡En guardia!

(Se baten.)

GIOVANNI.
Ven, estoy preparado para luchar contigo.

VÁZQUEZ.
No, ¿aún no? Si no es éste, será el siguiente. ¿Aún nada? En seguida os arreglo, ¡venganza!

(Entran los Bandidos y atacan a Giovanni.)

GIOVANNI.
Bienvenidos, venid todos cuantos seáis,
1525
os desafío…
¡Oh, no puedo resistir más! Brazo endeble,
¿tan pronto has perdido tu fuerza?

VÁZQUEZ.
¡Ahora sois vos el bienvenido, señor! ¡Marchaos, compadres, se acabó, largaos de aquí! La recompensa ya es vuestra, largaos de aquí.

BANDIDOS.
¡Vámonos, vámonos!

(Salen los Bandidos.)

VÁZQUEZ.
(A Soranzo.) ¿Cómo estáis, mi señor? ¿Veis esto? ¿Cómo estáis?

SORANZO.
Muerto, pero muero contento de haber vivido
para ver vengadas mis afrentas en ese oscuro demonio.
1530
Oh, Vázquez, deja que entregue a tus brazos
mi último aliento; ¡no dejes vivir a ese sátiro! ¡Oh!

(Muere.)

VÁZQUEZ.
La recompensa de la paz y el descanso sea con él, mi queridísimo amo y señor.

GIOVANNI.
¿Qué mano me ha hecho esta herida?

VÁZQUEZ.
La mía, señor, yo he sido el primero, ¿tenéis bastante?

GIOVANNI.
Te doy las gracias, has hecho algo por mí
que hubiera acabado haciendo yo mismo.
1535
¿Seguro que ha muerto tu amo?

VÁZQUEZ.
¡Ah, siervo impudente! Tan seguro como seguro estoy de verte morir.

CARDENAL.
Piensa en tu vida y final, y pide clemencia.

GIOVANNI.
¿Clemencia? La he obtenido en este acto de justicia.

CARDENAL.
Haz un esfuerzo e implora al cielo.

GIOVANNI.
Oh, sangro con fuerza;
muerte, invitada esperada hace tiempo,
1540
te abrazo a ti, y a tus heridas. ¡Llega mi hora!
Allá donde yo vaya, la gracia se me conceda
de poder ver libremente el rostro de mi Annabella.

(Muere.)

DONADO.
¡Extraordinario milagro de justicia!

CARDENAL.
¡Dad la alarma en la ciudad! ¡Nos matarán a todos!

VÁZQUEZ.
No habéis de temer nada, no lo hagáis. Acabada esta rara tarea, he cumplido mi deber con el hijo, tal y como prometí al padre.

CARDENAL.
Habla, villano, ¿qué demonio encarnado
te ha conducido a esto?

VÁZQUEZ.
La honestidad y la lástima por las ofensas a mi amo; pues sabed, señor, que soy nacido español, y que siendo joven me trajo aquí el padre del señor Soranzo, a quien serví fielmente mientras vivió. Y a su muerte, fui para este hombre lo que había sido para él. Lo que he hecho ha sido cumplir con mi deber, y no me arrepiento de nada excepto de no haber podido dar mi vida a cambio de la suya.

CARDENAL.
1545
Di, hombre, ¿sabes de alguien más
que haya sido cómplice en este incesto?

VÁZQUEZ.
Sí, una anciana, aquella que fuera aya de su asesinada esposa.

CARDENAL.
¿Y qué ha sido de ella?

VÁZQUEZ.
Está en esa habitación; después de que confesara mandé que le sacaran los ojos, pero que la dejaran con vida para que confirmase lo que habéis oído de boca de Giovanni. Ahora, señor, podéis juzgar lo que he hecho, y que vuestra sabiduría sea la que juzgue a vuestra razón.

CARDENAL.
¡Silencio! Primero esta mujer, artífice de este asunto:
mi sentencia es que la lleven
1550
a las afueras de la ciudad, que arda en llamas
y sirva como ejemplo.

DONADO.
Es justo.

CARDENAL.
Encárgate de que se cumpla, Donado.

DONADO.
Así se hará.

VÁZQUEZ.
¿Y en cuanto a mí? Si es la muerte, será bien recibida. Honrado he sido con el hijo, como lo fui con el padre.

CARDENAL.
Buen hombre, puesto que lo que hiciste
1555
no fue en beneficio propio, y no siendo italiano,
te desterramos de por vida, tienes tres días
para marcharte. En esto nuestra dispensa
es a causa de tus motivos, no de tu ofensa.

VÁZQUEZ.
Bien está; esta victoria es mía, y me alegra que la venganza de un español haya superado a la de un italiano.

(Sale Vázquez.)

CARDENAL.
Llevaos estos cuerpos sin vida, que los entierren.
1560
Todo el oro, las joyas y demás bienes,
quedan confiscados por las leyes de la Iglesia
para uso y aprovechamiento privado del Papa.

RICHARDETTO.
(Descubriendo su identidad.)
¡Eminencia, perdón! Tiempo ha que vivo disfrazado
para ver el efecto del orgullo y la lujuria,
1565
y el vergonzoso fin al que juntos han llegado.

CARDENAL.
¿Cómo, Richardetto, a quien dábamos por muerto?

DONADO.
Señor, erais vos…

RICHARDETTO.
Vuestro amigo.

CARDENAL.
Tiempo tendremos
de hablar de todo en detalle; mas nunca antes
la muerte y el incesto se encontraron de esta manera.
1570
De alguien tan joven, rica en dones de la natura
¿quién no podría decir, qué lástima que sea una puta?

(Salen.)

[EDITORIAL CASTLIST

Bonaventura
Cardenal
Soranzo
Florio
Donado
Grimaldi
Giovanni
Bergetto
Richardetto
Vázquez
Poggio
Annabella
Hipólita
Filotis
Putana
Guardias
Guardia
Criado
Todos
Bandidos