Era del claro julio ardiente día.
Manzanares al soto presidía
y, en clase que la arena ha fabricado,
lecciones de cristal dictaba al prado,
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cuando, al morir la luz del sol ardiente,
solicito bañarme en su corriente.
En un caballo sendas examino,
y a la Casa del Campo me destino.
Llego a su verde falda,
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elijo fértil sitio de esmeralda,
del caballo me apeo,
creo la amenidad, el cristal creo,
y apenas con pereza diligente
la templanza averiguo a la corriente,
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cuando, alegres también como veloces,
a un lado escucho femeniles voces.
Guío a la voz los ojos, prevenido,
y solo la logré con el oído;
piso por las orillas, y tan quedo
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que pensé que pisaba con el miedo.
Más la voz me encamina, y más me llama.
Voy apartando la una y otra rama,
y en el tibio cristal de la ribera
a una deidad hallé de esta manera:
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todo el cuerpo en el agua hermoso y bello,
fuera el rostro, y en roscas el cabello.
Deshonesto el cristal que la gozaba,
de vanidad al soto la enseñaba;
mas si de amante el soto la quería,
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por gozársela él todo, la cubría.
Quisieron mis deseos diligentes
verla por los cristales transparentes,
y al dedicar mis ojos a mi pena,
estaba, al movimiento de la arena,
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ciego o turbio el cristal, y dije luego:
«¿Quién con esta deidad no ha de estar ciego?».
Turbio el cristal estaba,
y cuanto más la arena le enturbiaba,
mejor la vi; que, al no ver la corriente,
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sola era su deidad lo transparente,
no el río, no, que al gozar tanta hermosura,
él es quien se bañaba en su blancura.
Cubría, para ser segundo velo,
túnica de cambray todo su cielo,
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y solo un pie movía el cristal blando:
sin duda imaginó que iba pisando;
pero cuando, sin verse, se mostraba,
un plumaje del agua levantaba
del curso propio con que se movía.
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Víale entre el cristal y no le vía,
que distinguir no supo mi albedrío
ni cuándo era su pie ni cuándo el río.
Procuraban, ladrones, mis enojos
robar sus perfecciones con los ojos,
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cuando en pie se levanta, toda hielo:
cubre el cristal lo que descubre el velo.
Recátome en las ramas dilatadas
Prevenidas la esperan sus criadas;
dícenla todas que a la orilla pase,
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y nada se dejó que yo robase.
Y, en fin, al recogerla,
tiritando salió perla con perla,
y yo dije abrasado:
«¡Oh qué bien me parece el fuego helado!».
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Sale a la orilla, donde verla creo;
pónenseme delante, y no la veo.
Enjúgala el halago prevenido
la nieve que ella había derretido,
cuando un toro con ira y osadía
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-que era día de fiestas este día-
desciende de Madrid al río; y luego,
más irritado sí, que no más ciego,
quiere cruel, impío,
de coraje beberse todo el río;
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bebe la blanca nieve,
bebe más, y su misma sangre bebe.
El pecho, pues, herido, el cuello roto,
parte a vengar su injuria por el soto,
las cortinas de ramas desabrocha,
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sacude con la coz a la garrocha,
y a mi hermosa deidad vencer procura,
que se quiso estrenar en la hermosura.
Huyen, pues, sus criadas con recelo,
y ella se honesta con segundo velo;
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que aunque el temor la halló desprevenida,
quiso más el recato que la vida.
Yo, que miro irritarse el toro airado,
de amor y de piedad a un tiempo armado,
indigno la pasión, librarla espero,
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y dándole advertencias al acero,
osadía y pasión a un tiempo junta,
el corazón le paso con la punta,
con tan felice suerte
que ni un bramido le costó la muerte.
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Conoce que a mi amor debe la vida.
Honestamente la hallo agradecida;
menos, viéndola más, mi amor mitigo.
Entra dentro del coche, y yo la sigo;
cierra luego la noche;
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entre otros, con lo obscuro, pierdo el coche.
Búscala y no la encuentra mi cuidado.
Voyme a Toledo, donde, enamorado,
le dije mis finezas con enojos
a aquel retrato que copié en los ojos.
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Quéjome solo al viento,
procúrame mi primo un casamiento,
la ejecución de sus preceptos huyo,
voy a Madrid a efetuar el suyo,
vuelvo con Isabel -¡nunca volviera!-,
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cubre el rostro Isabel -¡nunca le viera!-,
pues dice mi esperanza, hoy más perdida,
que es Isabel, a la que di la vida
por valor o por suerte,
que es Isabel la que me da la muerte.
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Y, en fin, amante sí, y no satisfecho,
de la sombra esta noche me aprovecho.
A vengar con mis voces este agravio
salga esta calentura por el labio:
sepa Isabel de mi cruel tormento,
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asusten mis suspiros todo el viento,
sean, agora que Isabel me deja,
intérpretes mis voces de mi queja.
Suceda todo un mal a todo un daño,
válgame un riesgo todo un desengaño.
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Agora la he de hablar, verla porfío.
Déjame que use bien de mi albedrío,
deja que a hablarla llegue,
para que esta tormenta se sosiegue;
déjame que la obligue,
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para que este cuidado se mitigue,
y por que al referir pena tan fiera,
mi gloria dure y mi tormento muera.