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Todos se miran callando.
Pues tan confusos os veo,
quiero deciros la causa,
pero el sabella ¿qué hará,
si el no sabella os espanta?
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El día que el Conde Alarcos
le dio la mano y el alma
a Margarita, quedando
desto ofendida la Infanta,
me mandó a mí que matase
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su hijo, a quien yo guardaba,
y su corazón trujese
envuelto en su sangre hidalga.
Yo, lastimado de ver
lo que a las fieras entrañas
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de osos, tigres y leones
es cierto que lastimara,
el corazón de un cordero
y su sangre limpia y clara
fue lo que truje a la mesa,
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y que alborotó la casa.
Después, temiendo el rigor
de la que dejé engañada,
busqué en el monte una cueva
donde, lleno de esperanzas,
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crié con cuidado el niño
con la leche de una cabra,
y al cabo de un año, un día,
dos horas depués del alba,
en la boca de mi cueva,
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escondido entre unas zarzas,
vi que el Conde a la Condesa,
muerto de pena, mataba.
Quisiera estorbar su muerte,
mas fue imposible estorballa,
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porque vi que entre las peñas
criados del Conde estaban.
Temí el morir, no por miedo,
mas porque, sin mí, quedaba
en las manos de la muerte
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mi niño, mi prenda cara.
Al fin, como loco, el Conde,
con un lazo a la garganta
dejó a su mujer y fuese
dando voces; yo, que estaba
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esperando esta ocasión,
quise salir a gozalla.
El cuerpo, casi difunto,
llevé en estos hombros, carga
que el mismo Atlante pudiera,
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si fuera vivo, invidialla.
Así la llevé a mi cueva,
aunque con poca esperanza
de vida. Mas quiso el cielo,
dándole esfuerzo, amparalla.
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En sí volvió poco a poco,
díjome: «Señor, acaba,
haz lo que te manda el Rey,
pues que le importa a la Infanta»,
pensando que fuese el Conde.
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Y viendo que se engañaba,
agradeció aquel servicio.
Mostréle, por consolalla,
su hijo. Contéle el caso,
alegró un poco la cara,
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cuidando todo este tiempo
de su regalo y crïanza.
Esta es, Conde, tu mujer,
y éste es tu hijo, sin falta.
Si culpa en esto he tenido,
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Infanta, Rey, castigalda.