Yo sí, señora,
y que feriara os prometo
un poco de mi memoria
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a un poco de entendimiento.
Digo, pues, que habrá dos meses,
poco más o poco menos,
que viéndoos ir al estribo
de un coche, quedé tan muerto
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de ver por las celosías
del manto un lucero negro,
que me echaron de ver todos
ser mi mal, mal de ojo vuestro.
Díjeos, siempre que pasaba,
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muy mentiroso y muy tierno,
mil necedades pulidas
que allí pasan por requiebros.
Hablásteisme muy afable,
celebrasteis un soneto
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que os dije, con estrambote
sobre el estribillo puesto.
Seguí el coche a vuestra casa,
trasladé un papel que tengo
que viene a todas las damas.
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No escribisteis luego, luego.
Busqué luego a cierto amigo
que hace versos, y muy cuerdo
me hizo un romance peinado,
y tanto, que vino a pelo.
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Respondisteis al romance
en vuestro latín; mas pienso
que el latín de las mujeres
nunca ha menester comento.
Dísteisme entrada una tarde,
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entré en vuestra casa a veros;
vendísteisme la fineza,
yo la fineza agradezco.
Pedísteisme no sé qué;
di lo que pedisteis luego,
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y ya el respeto perdido
-que siempre ocasiona a esto
la que pide-, más hallado,
me fui a aprovechar del ruego.
Que con respeto os tratase
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dijisteis y, menos ciego,
conocí que erais mujer
que tendría su respeto.
Fuisteis dando plazos largos
a mi amor y mi deseo;
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yo, muy fino de picado,
me empeñé en amaros, viendo
muchas señas de posible,
con algunas de no serlo;
hasta que, con verme un día
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que de fino estaba recto,
me tirasteis una herida
tan franca hacia mi dinero
que doña Blanca os llamé
de Narváez y Pacheco.
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Trújeos un estrado y sillas
de vaqueta y terciopelo,
y desde este día os tuve
por mujer de mucho asiento.
Premiasteis mi voluntad,
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y más ufano del premio,
quise llevaros tras mí,
móvil de vuestros dos cielos.
Hasta que con solo el plazo
de un día que no fui a veros,
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me disteis salto de mata,
por no aguardar a otro ruego.
Fuime a la Puerta del Sol,
y uno de los que trujeron
la ropa me dijo adónde
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vivís. Y saber espero
cómo, sin decirme nada,
me dejáis, y si es bien hecho.