Bien os acordáis de aquellas
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felicísimas edades
nuestras, cuando los dos fuimos
en Salamanca estudiantes;
bien os acordáis también
del libre, el glorioso ultraje
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con que de Venus y Amor
traté las vanas deidades,
de su hermosura y sus flechas
tan a su pesar triunfante
que de rayos y de plumas
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coroné mis libertades.
¡Oh, nunca hubiera, Lisardo,
luchado tan desiguales
fuerzas, porque nunca hubieran
podido los dos vengarse
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o hubiera sido su golpe,
puesto que a todos alcance,
por costumbre solamente
flecha disparada al aire
y no por venganza flecha,
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bañada en venenos tales
que salió del arco pluma,
corrió por el viento ave,
llegó rayo al corazón,
donde se alimenta áspid!
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La primer vez que sentí
este golpe penetrante
-que sabe herir sin matar,
y aun esto es lo más que sabe-,
en la juventud del año
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una tarde fue agradable
del abril, pero mal dije,
al alba fue; no os espante
ser por la tarde y al alba,
que con prestados celajes,
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si bien me acuerdo, aquel día
amaneció por la tarde.
Este, pues, como otros muchos,
por divertirme y holgarme
salí a caza y empeñado
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llegué de un lance a otro lance
al sitio de Aranjuez,
que, como poco distante
está de Ocaña, él es siempre
nuestro prado y nuestro parque.
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Quise entrar a sus jardines
sin saber qué me llevase
a ver lo que tantas veces
había visto, que esto es fácil
todo el tiempo que no asisten
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al sitio sus Majestades.
En el de la Isla entré...
¡Oh, cómo, Lisardo, sabe
la desdicha prevenirse,
el daño facilitarse!
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Pues como la mariposa,
que halagüeñamente hace
tornos a su muerte, cuando
sobre la llama flamante
las alas de vidro mueve,
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las hojas de carmín bate,
así el infeliz, llevado
de su desdicha al examen,
ronda el peligro sin ver
quién al peligro le trae.
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Estaba en la primer fuente
-que es un peñasco agradable
donde, temiendo el diluvio
de sus cruzados cristales,
parece que van huyendo
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a él todos los animales-
una mujer, recostada
en la siempre verde margen
de murta, que la guarnece
como cenefa o engaste
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de esmeralda, a cuyo anillo
es toda el agua el diamante.
Tan divertida en mirar
su hermosura en el estanque
estaba que puso en duda
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sobre ser mujer o imagen,
porque como ninfas bellas
de plata bruñida hacen
guarda a la fuente tan vivas
que hay quien espere que anden,
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y ella miraba tan muerta
que no pudo esperar nadie
que se pudiese mover,
la naturaleza al arte
me pareció que decía:
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«No blasones, no te alabes
de que lo muerto desmientes
con más fuerza en esta parte,
que yo desmiento lo vivo,
pues, en lo contrario iguales,
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sé hacer una estatua yo,
si hacer tú una mujer sabes,
o mira un alma sin vida
donde está con vida un jaspe».
Al ruido que en las hojas
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hice, ¡ay de mí!, por llegarme
a mirarla de más cerca,
del éxtasis agradable
-¡no fuese de amor!- volvió
con algún susto a mirarme.
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No me acuerdo si la dije
que ufana no contemplase
tanta beldad por el riesgo
de ser de sí misma amante,
que donde hubo ninfa y fuente
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no fue posible escaparme
del conceto de Narciso.
Ella, honestamente grave,
sin responderme volvió
la espalda y siguió el alcance
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de una tropa de mujeres
que andaba más adelante
midiendo de los jardines,
ya los cuadros, ya las calles,
hasta que su pie llegó
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a hacer a todos iguales,
porque al pequeño contacto
flores produjo fragrantes
tantas la arena que ya
no pudo determinarse
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si eran calles o eran cuadros
el jardín por todas partes,
pues fueron rosas después
las que eran veredas antes.
El traje que se vestía
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era un bien mezclado traje,
ni bien de corte ni bien
de aldea, sino a mitades:
de señora en el aliño,
de aldeana en el donaire.
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En un airoso sombrero
llevaba un rizo plumaje,
a quien tuvieron acción
la tierra después y el aire
por el matiz o la pluma
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sobre si era flor o ave.
Seguila hasta que llegó
a la cuadrilla, que, errante
coro tejido de ninfas,
a los templados compases
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de hojas, pájaros y fuentes
sonoramente suaves,
cada paso era un festín,
cada descuido era un baile.
A todas las conocía,
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en fin, como a naturales
de Ocaña, y solo ignoré
quien era de mis pesares
la ocasión, que ya lo era,
porque desde el mismo instante
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que la vi, sentí en el alma
todo lo que hoy siento. Nadie
diga que quiso dos veces,
que aunque aquí mire, allí hable,
aquí festeje, allí escriba,
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aquí pierda y allí alcance,
no ha de querer más que una,
que no pueden ser iguales
en el mundo dos efetos,
si de una causa no nacen.
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De algunas de las que iban
con ella pude informarme
de quién era y hallé en ella
más calidad por su sangre
que por su beldad. La causa
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de no haberla visto antes
fue por haberse criado
en la corte con su padre
hasta que a Ocaña se vino,
por que viva donde mate.
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No os digo que la serví
feliz y dichoso amante,
porque dichas que se pierden
son las desdichas más grandes;
sólo digo que, obligada
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a mis finezas constantes,
a mis servicios corteses
y a mis afectos leales,
merecí que alguna noche
por una reja me hablase
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de un jardín, donde testigos
fueron de venturas tales
la noche y jardín, que solos
a los dos quise fiarme,
porque al jardín y a la noche,
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que son el vistoso alarde,
ya de flores, ya de estrellas,
hiciera mal de negarles
a las unas lo que influyen
y a las otras lo que saben,
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puesto que estrellas y flores
siempre en amorosas paces
enlazadas unas de otras
eran terceras o amantes.
Desta suerte, pues, teniendo
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la Fortuna de mi parte,
viento en popa del amor
corrí los inciertos mares
hasta que, el viento mudado,
levantaron huracanes
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de una tormenta de celos
montes de dificultades.
Tormenta de celos dije;
ved, si alguna vez amastes,
qué esperanza hay del piloto,
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qué seguro de la nave.
Bien creeréis, Lisardo, bien,
cuando ansí escuchéis quejarme
de los celos, que soy yo
quien los tiene; no os engañe
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el afecto de sentirlos
desta suerte, porque antes
soy quien los he dado, y ellos
son en sus efetos tales
que me matan dados, como
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tenidos pueden matarme.
¡Oh, a qué nacen los que a ser
dados ni tenidos nacen!
Hay una dama en Ocaña
a quien yo, rendido amante,
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festejé un tiempo; esta, pues,
por darme muerte y vengarse,
se ha declarado con ella,
fingiendo finezas grandes
que a mi amor debe. ¡Ay, Lisardo,
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qué prontamente, qué fácil
en los celos las mentiras
sientan plaza de verdades!
Con esto se ha retirado,
tal que, aun para disculparme,
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no permite que la vea,
no me deja que la hable.
Mirad, pues, si este cuidado
consentirá que descanse,
cercado de tantas penas,
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cargado de tantos males,
muerto de tantos disgustos,
lleno de tantos pesares
y, finalmente, teniendo
sin culpa ofendido un ángel,
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pues el padecer sin culpa
es la desdicha más grande.