William Wycherley, The Country Wife

La esposa rústica





Texto utilizado para esta edición digital:
Wycherley, William. La esposa rústica [The Country Wife]. Traducido por Juan José Calvo García de Leonardo. Para la colección EMOTHE.
Marcación digital para Artelope:
  • Tronch Pérez, Jesus (Artelope)

Elenco

PERSONAS

MAESE CORNELIUS, un caballero
MAESE HARCOURT, conocido suyo, enamorado de Alitea
MAESE DORILANT, amigo de Maese Harcourt
MAESE BARBILINDO, prometido de Alitea
DON GASPAR AZOGUE, un noble caballero
DOÑA MARGARITA CUCA, una moza rústica recién casada
ALITEA, hermana de Maese Cuco y prometida de Maese Barbilindo
MADAMA DE AZOGUE, esposa de Don Gaspar
DOÑA MELINDRES AZOGUE, hermana de Don Gaspar
DOÑA REMILGOS, nieta de la Vieja Madama Remilgos y prima de Madama de Azogue
VIEJA MADAMA REMILGOS
MOZO, criado de Cornelius
CURANDERO, conspirador con Maese Cornelius
LUCÍA, doncella de Alitea
HEBILLA, vendedor callejero

La escena: Londres


PRÓLOGO

Hablado por el actor que hace de CORNELIUS

CORNELIUS.
Al igual que bravoneles
apaleados, los poetas
jamás se rendirán, ni al
primer ni al segundo golpe.
5
Seguirán, por el contrario,
provocándoos, sin tregua,
hasta que, de aporrearles,
os canséis primero.
El flamante poetastro,
10
recién anonadado,
aun tembloroso, me pide
que os diga, claramente,
lo que solemos, antes de
casi todas las comedias.
15
De puro miedo que os tienen,
los poetas desenvainan
primero, en prólogo feroz,
que al patio desafía,
y, antes de que habléis, cual Castril
20
os llamará embusteros.
Pues, aunque yo he librado
muchas batallas de Dryden
y sus victorias, con puños
magullados, he obtenido,
25
nunca he temido a la suerte
adversa en la escena,
ni a alardear, en prólogos,
como es el uso corriente.
Antes aceptaré el cuartel
30
salvador de vuestras manos;
aunque Dryden, desde dentro,
me contraordena el rendirse
y dice que no dan cuartel
vuestros aliados ingenios.
35
Por lo tanto, su comedia
no os rogará por su vida.
Que el vano pisaverde,
fanfarrón y atropellado,
crea obtener mejor trato
40
de las vuesas mercedes.
Nosotros, los actores, nos
someteremos, sumisos,
ahora y en cualquier momento,
ante un patio repleto.
45
Incluso, a veces, a
vuestra ira adelantados,
os asesinamos a los
poetas, en la escena.
No apostamos guardas
50
en el vestuario nuestro
y, cuando allá vengáis
con los pendones al viento,
veréis que, pacientemente,
os capitularemos a
55
nuestros poetas, vírgenes,
nuestras matronas, incluso.

ACTO I, Escena 1

Entran Cornelius y el CURANDERO tras él.

CORNELIUS.
Un curandero es tan apto para tercero como una comadrona para celestina, ambos ayudan a la naturaleza a su manera. —Bien, mi querido doctor, ¿has hecho lo que yo quería?

CURANDERO.
Os he arruinado para siempre con las mujeres y por toda la Villa os he hecho pasar por tan malo como un eunuco, con las mismas molestias que si lo hubiera hecho de verdad.

CORNELIUS.
Pero, ¿se lo habéis dicho a todas las comadronas que conocéis, a las vendedoras de naranjas en los teatros de comedias, a los maridos de la Villa y a los viejos, torpes protectores de mancebas de esta parte de la Villa? Pues serán los que antes propalen las nuevas.

CURANDERO.
Se lo he dicho a todas las camareras, azafatas, doncellas del servicio y viejas que conozco; es más se lo he susurrado como si fuese un secreto a ellas y a los correveidiles de Palacio; por lo que no debéis temer: se propagarán las nuevas y seréis tan odioso para las hermosas jóvenes como...

CORNELIUS.
Como la viruela. Bien...

CURANDERO.
Y para las casadas de esta parte de la Villa...

CORNELIUS.
Como las bubas; vaya, como sus propios maridos.

CURANDERO.
Y para las dueñas de la Villa como Robín Anisete, el hermafrodita de sucia y despreciable memoria; y espantarán a sus niños con vuestro nombre, especialmente a las niñas.

CORNELIUS.
Y gritarán “¡Que viene Cornelius!” Lo que me temo es que no se crea. ¿Les dijisteis que fue por un desastre anglo-francés y un cirujano anglo-francés el cual me ha dado, a la vez, no sólo una cura sino un antídoto para el futuro contra ese maldito mal y peor destemplanza, el amor y todas las demás perdiciones de las mujeres?

CURANDERO.
Vuestro reciente viaje a Francia lo ha hecho más creíble y el permanecer aquí quince días antes de vuestra primera aparición en público hace parecer que os hubiera embargado la vergüenza —y me espantaría lo contrario. Bueno, he sido contratado por jóvenes galanes para que mienta acerca de ellos en el otro sentido; pero vos sois el primero que desea que se le crea hombre inepto para las mujeres.

CORNELIUS.
Querido Maese Doctor, que los fatuos bribones se contenten con que se les crea más aptos de lo que son; por lo general es el único placer que consiguen. Pero el mío va por otro lado.

CURANDERO.
Tomáis un camino, en mi opinión, muy prepóstero; y tan ridículo como si nosotros, los prácticos en física, extendiéramos certificados denostando nuestros medicamentos con la esperanza de ganar clientes.

CORNELIUS.
Doctor, hay curanderos en amor, como en física, que, por alardear, consiguen menos y peores pacientes. Pocas veces puedes conseguir una buena reputación con la sabiduría obtenida por ti mismo, igual que, fanfarroneando, tampoco puedes conseguir mujeres y honor. Vamos, vamos, doctor: el más sabio de los abogados no nos descubre los méritos de su caso hasta el día de la vista; el hombre más acaudalado esconde sus riquezas y el tahúr astuto su juego. Los maridos medrosos y aquellos que mantienen a sus queridas, al igual que los viejos fulleros, no son fáciles de timar, salvo por un truco nuevo y no practicado. Con ellos, la falsa amistad lo tendrá tan difícil como los dados falsos —no, no en la Villa.

Entra un MOZO

MOZO.
Suben dos damas y un caballero.

[Mutis MOZO]

CORNELIUS.
¡Pestes! Hermanas incrédulas antiguas conocidas, quienes, según me temo, esperan que los sentidos les desmientan las nuevas. ¡No! ¡Este necio de solemnidad y mujeres!

Entran DON GASPAR AZOGUE, MADAMA DE AZOGUE y DOÑA MELINDRES AZOGUE

CURANDERO.
Su esposa y hermana.

DON GASPAR.
Que mi coche se haya roto justo delante de vuestra puerta, señor, lo considero una reprimenda oportuna por no haber acudido al besamanos desde que volvisteis de Francia, señor; y así mi desastre ha sido mi buena fortuna, señor; y aquí mi esposa y hermana, señor.

CORNELIUS.
¿Y bien, señor?

DON GASPAR.
Mi esposa y hermana, señor..... Esposa, este es Maese Cornelius.

MADAMA DE AZOGUE.
¡Maese Cornelius, marido!

DON GASPAR.
Mi señora esposa, Madama de Azogue, señor.

CORNELIUS.
Vaya, señor.

DON GASPAR.
¿No queréis trabar su conocimiento? (Aparte) Luego las nuevas son verdaderas, según veo, por la frialdad o aversión al sexo, pero burlaré con él. —Saludad a mi esposa, a mi señora, os lo ruego, señor.

CORNELIUS.
No besaré a la esposa de persona alguna, señor, por él, señor; ya me he tomado licencia perpetua, señor, del sexo, señor.

DON GASPAR.
(Aparte) ¡Ja, ja, ja! Seguiré importunándole. — ¿No conocéis a mi esposa, señor?

CORNELIUS.
Sí que la conozco, señor. Es una mujer y en consecuencia, un monstruo, señor, un monstruo mayor que un marido, señor.

DON GASPAR.
¿Un marido? ¿Cómo tal, señor?

CORNELIUS.
(Hace los cuernos) En efecto, señor; pero ya no hago más cornudos, señor.

DON GASPAR.
¡Ja, ja ja! ¡Azogue, azogue!

MADAMA DE AZOGUE.
Os lo ruego Don Gaspar, dejemos a este grosero individuo.

DOÑA MELINDRES.
¿Quién diría que, por sus modales, hubiera estado jamás en Francia?

MADAMA DE AZOGUE.
¡Bah! Por el contrario, es muy muy francés, de los que detestan a las damas de calidad y virtud por el amor que le tienen a sus maridos, Don Gaspar. Detestan a la mujer tanto por el amor que le tiene a los maridos como por amor a su dinero. Pero, os lo ruego, partamos.

CORNELIUS.
Hacéis bien, señora, pues no tengo nada de lo que habéis venido a buscar. No me he traído ni una sola pintura indecente, ni nuevas posturas, ni la segunda parte de la Escole de Filles, ni...

CURANDERO.
(Aparte a CORNELIUS) ¡Teneos, señor! ¿Qué pretendéis? Os arruinaréis por siempre frente al sexo...

DON GASPAR.
¡Ja, ja ja! Veo que odia perfectamente a las mujeres.

DOÑA MELINDRES.
Que lástima que así sea.

MADAMA DE AZOGUE.
Sí y por tanto es un villano grosero; pero la afectación no hace que las mujeres les sean mas odiosas que la virtud.

CORNELIUS.
Porque vuestra virtud es vuestra mayor afectación, señora.

MADAMA DE AZOGUE.
¡¿Cómo, deslenguado?! ¿Ultrajaríais mi honra?

CORNELIUS.
Si pudiera.

MADAMA DE AZOGUE.
¿Qué queréis decir, señor?

DON GASPAR.
¡Ja, ja, ja! No, no puede ultrajar la honra de Vueseñoría, por mi honor, él, pobre hombre... atendedme al oído... un mero eunuco.

MADAMA DE AZOGUE.
¡Oh, sucia bestia francesa! ¡Puaf! Partamos, ¡no soporto ni verlo!

DON GASPAR.
Quedaos al menos hasta que lleguen las sillas. Llegarán aquí enseguida.

MADAMA DE AZOGUE.
No, no.

DON GASPAR.
Yo si que no puedo quedarme más tiempo. Son —veamos— las once y cuarto y un cuarto de minuto. El Consejo ya estará reunido, he de irme. El negocio siempre ha de tener preferencia frente al amor y a la ceremonia, para el sabio, Maese Cornelius.

CORNELIUS.
Y para el impotente, Don Gaspar.

DON GASPAR.
¡Sí, sí! El impotente, maese Cornelius, ¡ja, ja, ja!

MADAMA DE AZOGUE.
¡¿Cómo?! ¡¿Nos dejáis con un sucio individuo a solas en sus aposentos?!

DON GASPAR.
Ahora es un individuo inocente ¿sabéis? Os lo ruego, quedaos. Haré que os traigan las sillas enseguida. Maese Cornelius, servidor de Vuesamerced. Me complacería veros en casa. Os lo ruego, venid y cenad conmigo y jugad a naipes con mi esposa después de la cena —todavía sois apto para las mujeres en ese juego, ¡ja, ja! (Aparte) La prudencia del marido reside tanto en proveer a la esposa entretenimientos inocentes como en estorbar su holgar ilícito; y es mejor que él la emplee que dejar que ella misma busque en que emplearse. — ¡Adiós!

Mutis DON GASPAR

CORNELIUS.
Servidor de Vuesamerced, Don Gaspar.

MADAMA DE AZOGUE.
No quedaré con él, ¡puaf!

CORNELIUS.
No, señora, os suplico que os quedéis, aunque sólo sea para ver si todavía puedo ser tan comedido con las damas como ellas desearían.

MADAMA DE AZOGUE.
¡No, no! ¡Puaf! ¡No podéis ser comedido para con las damas!

MELINDRES.
¡¿Vos tan comedido como ellas desearían?!

MADAMA DE AZOGUE.
¡No, no, no! ¡Puaf, puaf, puaf!

Mutis MADAMA DE AZOGUE y MELINDRES

CURANDERO.
Me parece a mí que yo, o que más bien vos mismo, le habéis echado el cierre al negocio con las mujeres.

CORNELIUS.
¡Eres un asno! ¿Acaso no veis que, tan sólo con las nuevas y mi aspecto, este grave hombre de negocios deja a su esposa en mis aposentos, me invita a su casa y esposa... alguien que previamente no habría querido ni tratarme, debido a los celos?

CURANDERO.
A fe mía, de este modo puede que tengáis mayor trato con los maridos, pero menor con las esposas.

CORNELIUS.
Dejadme hacer. ¡Con tal de que pueda engañar a los maridos, pronto desengañaré a las esposas! Un momento —Os haré recuento de las ventajas que probablemente obtenga con mi estratagema. Primero me desharé de todos mis antiguos conocidos, acreedores de la más insaciable especie que invaden nuestros los aposentos por las mañanas. Lo siguiente es que, al placer de hacerse con una nueva amante, le sigue el de deshacerse de la antigua y de todas las antiguas deudas; el amor, cuando se llega a este punto, se paga de muy mala gana.

CURANDERO.
Bien, puede que así os deshagáis de vuestros antiguos conocidos, pero ¿cómo os haréis con nuevos?

CORNELIUS.
Doctor, nunca serás un buen alquimista, ¡eres tan incrédulo y tan impaciente! No tienes sino que preguntar a todos los jóvenes de la Villa, si, acaso, no pierden más tiempo, como los cazadores, levantando la presa que abatiéndola tras darle alcance. Uno no sabe dónde las topará, quien caerá, quien no caerá. Las mujeres de calidad son tan comedidas que apenas puedes distinguir en ellas el amor de la buena crianza y el hombre a menudo se equivoca. Pero yo, ahora, puedo estar seguro de que aquella que me demuestra aversión gusta de holgar —como esas mujeres recién salidas y a quienes creo bien dispuestas. Otra cosa son las mujeres de honra, como se les llama, y que tan sólo se cuidan de su reputación, no de sus personas y que lo que desean evitar es el escándalo, no a los hombres. Ahora puedo obtener, con la reputación de ser un eunuco, sus privilegios; se me podrá ver en la alcoba de una dama a hora tan primera de la mañana como al propio marido, podré besar a las vírgenes ante sus padres o enamorados y puedo, en dos palabras, ser el pasaporte de la Villa. Bien, doctor....

CURANDERO.
A fe, vos seréis el doctor ahora. Y vuestro tratamiento es tan nuevo que, por lo que sabemos, podría tener éxito.

CORNELIUS.
Tampoco es tan nuevo. Probatum est, doctor.

CURANDERO.
Bien, os deseo suerte y muchos pacientes mientras tanto yo acudiré a los míos.

Mutis CURANDERO
Entran HARCOURT y DORILANT donde CORNELIUS

HARCOURT.
Vamos, vuestra presencia en la comedia de ayer, según espero, os habrá endurecido, para el futuro, frente al menosprecio de las mujeres y la burla de los hombres y ahora saldréis como teníais por costumbre.

CORNELIUS.
¿Acaso no lo soporté con bravura?

DORILANT.
¡Con una desvergüenza totalmente teatral! A fe, bastante más que la que muestran las vendedoras de naranjas, una borracha con antifaz o una actriz preñada. A fe, ni la más desvergonzada de las criaturas: un mal poeta. O lo que es más desvergonzado todavía: un crítico de lance.

CORNELIUS.
Pero, ¿qué dicen las damas? ¿No muestran compasión?

HARCOURT.
¿Qué damas? Las de antifaz, como bien sabéis, nunca se compadecen de un hombre cuando se ha secado, aunque esté a su servicio.

DORILANT.
Y en cuanto a las mujeres de los palcos, vos nunca os compadecisteis de ellas cuando podíais haberlo hecho.

HARCOURT.
Dicen — ¡qué pena!, pero todos lo que tratan con mujerzuelas se merecen eso.

DORILANT.
No, juraría que no os permitirán jugar a naipes con ellas, ir a las comedias o llevar a cabo los pequeños servicios que las otras sombras de hombre suelen hacerles.

CORNELIUS.
¿A quién llamáis sombras de hombre?

DORILANT.
A los medio-hombres.

CORNELIUS.
¿Cómo? ¿A los mozos?

DORILANT.
Sí, a los mozos viejos, los viejos beaux garçons que, como a los sementales retirados se les tolera que correteen, se alimenten y relinchen con las yeguas mientras les queda vida, aunque no puedan hacer otra cosa.

CORNELIUS.
Entonces, ¡que la peste se lleve al amor y el doneo! Las mujeres sólo sirven para apartar a los hombres de una mejor compañía. Aunque no pueda gozarlas, tanto más gozaré de vuestra compañía. La buena camaradería y la amistad son placeres duraderos, racionales y viriles.

HARCOURT.
Con todo, dadme también algunos de esos placeres que llamáis afeminados. Ayudan al mutuo disfrute.

CORNELIUS.
Se estorban mutuamente.

HARCOURT.
No, las amantes son como los libros: si os sumís en ellos en demasía, os tornarán el seso y os harán inepto como compañía; pero, si se usan discretamente, os harán más apto para la conversación.

DORILANT.
Una amante debería ser como una casa de solaz cerca de la Villa, no para morar permanentemente en ella, una noche y no más, para poder saborear mejor la Villa a la vuelta.

CORNELIUS.
Os digo que es tan difícil ser un buen compañero, un buen amigo y un amante de mujeres como lo es ser un buen compañero, un buen amigo y un amante del dinero. No se puede seguir a ambos, hay que escoger. El vino da la libertad, el amor te lo quita.

DORILANT.
Pardiez, que tiene razón.

CORNELIUS.
El vino te da la alegría; el amor te da penares y tormentos aparte de los del cirujano. El vino nos hace ingeniosos; el amor sólo bobos. El vino nos hace dormir; el amor nos despierta.

DORILANT.
Por el mundo, que tiene razón, Harcourt

CORNELIUS.
El vino nos hace...

DORILANT.
Sí, el vino nos hace... nos hace príncipes; el amor nos hace pordioseros, pobres bribones, pardiez... y el vino...

CORNELIUS.
Bien, ahí tenemos a un converso. No, no, el amor y el vino —aceite y vinagre.

HARCOURT.
Concedido; el amor seguirá siendo soberano.

CORNELIUS.
Bien, por mi parte solamente disfrutaré de esos placeres gloriosos y viriles de emborracharse de la manera más desaliñada.

Entra MOZO

MOZO.
Maese Barbilindo está abajo, señor.

[Mutis MOZO]

HARCOURT.
¿Cómo? Mi querido amigo! Un bribón que solamente me tiene estima, según creo, por lo mucho que lo denigro.

DORILANT.
No, es tan incapaz de pensar que los hombres se ríen de él como que las mujeres le dan calabazas, tan buena es la opinión que tiene de si mismo.

CORNELIUS.
Bien, he aquí otro placer del beber en el que no había pensado —perderé su trato, porque él es incapaz de beber. Y bien sabéis que es harto difícil librarse de él, pues uno de esos nauseabundos ofertadores de agudezas que, como los peores violinistas, se juntan a toda compañía.

HARCOURT.
Uno de esos que, por encontrarse en compañía de hombres de seso, se hace pasar por uno de ellos.

CORNELIUS.
Y así puede ser para el mundo miope, así como una presea falsa entre las buenas no se distingue a distancia. Su compañía no es tan molesta como la de un cornudo cuando pensáis tener trato con su esposa.

HARCOURT.
No, el bellaco no nos dejará disfrutar entre nosotros, sino que cometerá estupro con nuestra conversación aunque no signifique más que las muecas y rasgueos de laúd del amigo de Cyrano con respecto a la voz humana y a la música.

DORILANT.
Y para pasar por discreto en la Villa demuestra ser un necio, noche tras noche, con nosotros, que somos los culpables de la trama.

CORNELIUS.
Discretos como él, para una compañía de hombres razonables, son como los primerizos para los jugadores, que sólo llenan un hueco en la mesa pero que, lejos de contribuir al juego, se limitan a echar a perder el gusto de los que participan.

DORILANT.
¡Vaya! Se les trata como los tahúres mismos, se les desprecia, se les ata en corto y se les insulta; pero lo bellacos no cejan.

CORNELIUS.
¡Que la peste se lo lleve y a todos aquellos que fuerzan a la natura, queriendo ser lo que ella les ha vedado! La afectación es el mayor de sus monstruos.

HARCOURT.
La mayoría de los hombres son lo contrario de lo que querrían parecer. El matón por ejemplo, es un cobarde con una espada larga; el medicucho humilde y adulador, con su bastón de ébano, es el que destruye a los hombres.

DORILANT.
El usurero, un pobre bellaco poseído de obligaciones enmohecidas y de hipotecas; y aquellos que llamamos pródigos son los únicos ricos verdaderos, que dedican sus dineros a la adquisición cotidiana de placeres nuevos.

CORNELIUS.
Cierto. El tramposo mayor es vuestro confidente o albacea; el celoso, el mayor de los cornudos; el clérigo, el mayor ateo; y el ruidoso descarado y agudo bellaco, el mayor de los pisaverdes, el asno más torpe y la peor de las compañías, como veréis —pues aquí llega.

Entra BARBILINDO adonde están

BARBILINDO.
¿Qué hay, galanes? ¿Qué hay? Quique, a fe que he de provocarte un poco, ¡ja, ja, ja! Según se dice en la Villa de ti, ¡ja, ja, ja! A fe que no me puedo aguantar, ¡ja, ja, ja! ¿Lo digo?

CORNELIUS.
Sí, pero entonces seréis tan amargo.

BARBILINDO.
Los honrados Richi y Paco, aquí presentes, responderán por mí. No seré extremadamente amargo, por el universo.

HARCOURT.
Nosotros nos obligamos, mediante una obligación de diez mil libras, a que no será amargo en absoluto.

DORILANT.
Ni ácido, ni dulce.

CORNELIUS.
En fin, ¿no será simplemente insípido?

BARBILINDO.
Vale. Puesto que sois tan vivos en provocarme, ahí va. Debéis saber que estaba yo en animada conversación y alboroto con algunas damas ayer y se pusieron a hablar de los carteles nuevos que hay en la Villa.

CORNELIUS.
Damas de gran calidad, creo.

BARBILINDO.
Y dije, “Sé dónde está el mejor de los carteles nuevos”. “¿Dónde?” dijo una de las damas. “En el Covent Garden”, repliqué. Dijo otra de ellas, “¿En qué calle?” “En la calle Russell” contesté. “Jesús”, dijo otra de ellas, “yo diría que allí no había ningún cartel nuevo ayer”. “Por el contrario, lo hay”, repuse de nuevo “y llegado de Francia no hace sino quince días”.

DORILANT.
¡Pestes! ¡No puedo seguir escuchando, por favor!

CORNELIUS.
No, escuchadle hasta el final. Dejadle que entone un rato.

HARCOURT.
La peor música, la mayor preparación.

BARBILINDO.
No, a fe. Os haré reir. “No puede ser” dijo una tercera dama. “Sí, sí,” dije de nuevo. Dice una cuarta dama...

CORNELIUS.
Una cosa. No queremos más damas.

BARBILINDO.
No. Fijaos, fijaos ahora. Le dije a la cuarta, “¿Nunca habéis visto a Maese Cornelius? Se aloja en la calle Russell y es un cartel de hombre, sabéis, desde que volvió de Francia.” ¡Je, je, je!

CORNELIUS.
Que el diablo me lleve si el tuyo es un cartel de burla.

BARBILINDO.
Al oirlo, todas se echaron a reír hasta que se mearon encima. ¿Qué? ¿No os afecta? Bueno, veo que igual tiene ir a juicio sin testigo que burlar sin un reidor al lado. Bien bien, galanes, ¿dónde vamos a comer? He dejado en Palacio a un conde para comer con vosotros.

DORILANT.
Por mi vida, creía que preferias un hombre con título de nobleza a una casaca con perifollos franceses.

HARCOURT.
Vuelve con él.

BARBILINDO.
No señor. Para mí la agudeza es el mayor título del mundo.

CORNELIUS.
Señor, id a comer con vuestro conde, puede que se lo tome a mal. Nosotros somos vuestros amigos y no os lo tendremos en cuenta si nos dejáis, os lo aseguro.

HARCOURT.
A fe, que irá con él.

BARBILINDO.
No, caballeros, os lo ruego.

DORILANT.
Os echaremos si no. ¡¿Cómo?! ¡¿Desairar a alguien por culpa nuestra?!

BARBILINDO.
No, queridos caballeros, escuchadme.

CORNELIUS.
No, no, señor. En modo alguno, señor. Id, os lo ruego.

BARBILINDO.
Pero, briboncillos...

DORILANT.
No, no.

Lo echan entre todos de la pieza

TODOS.
¡Ja, ja, ja!

Vuelve BARBILINDO

BARBILINDO.
Pero escuchadme, galanes. ¿Qué? ¿Creéis que voy a comer con alegres pisaverdes sin seso y con mudos currutacos? Estimo el ingenio tan necesario en la comida como un vaso de buen vino y esa es la razón por la cual no tengo estómago para comer a solas. ¡Va! ¿Dónde vamos a comer?

CORNELIUS.
Allí donde deseéis.

BARBILINDO.
¿En Chateline’s?

DORILANT.
Sí, si así lo deseáis.

BARBILINDO.
¿O en el Gallo?

DORILANT.
Sí, si os place.

BARBILINDO.
¿O en El Perro y la Perdiz?

CORNELIUS.
Sí, si así preferís, pues nosotros no vamos a comer en ninguno de ellos.

BARBILINDO.
¡Bah! Con vuestras chanzas me voy a perder la última comedia. Y no me perdería el estreno de una comedia como no me perdería el sentarme en la fila de los ingeniosos. Por tanto, a recoger a mi amante y allá voy.

Mutis BARBILINDO
Quedan CORNELIUS, HARCOURT y DORILANT. Entra MAESE CUCO adonde están

CORNELIUS.
¿Quién tenemos aquí? ¿Cuco?

CUCO.
Caballeros, vuestro humilde servidor.

CORNELIUS.
Bien, Jack, por tu prolongada ausencia de la Villa, la tristeza de tu semblante y lo desastrado de tu vestir, supongo que he de felicitarte por tu matrimonio, ¿o no?

CUCO.
(Aparte) ¡Muerte de...! ¿También sabe que me casado? Creía haberle ocultado eso al menos. —Mi larga estancia en el campo excusa mi vestimenta y tengo un litigio que me trae a la Villa, lo que me altera el humor. Además he de darle a Barbilindo mañana cinco mil libras para que yogue con mi hermana.

CORNELIUS.
En verdad, vosotros los caballeros de pagos sois capaces de comprar cualquier cosa antes que adquirirla; y ese es un título en quiebra, si se permite el juego de palabras. Y bien, ¿te doy la enhorabuena? He oído que te habías casado.

CUCO.
¿Y qué?

CORNELIUS.
Pues que lo siguiente que oiremos es que eres un cornudo.

CUCO.
(Aparte) ¡Nombre insoportable!

CORNELIUS.
No me esperaba, empero, el matrimonio en un putañero como vos, uno que conoce tanto la Villa y tan bien a las mujeres.

CUCO.
Pero es que no he desposado a una mujer de Londres.

CORNELIUS.
¡Bah! Es lo mismo. Esa grave circunspección de desposar a una esposa rústica es como rechazar una jamelga de Smithfield, tramposa y de segunda mano y que, en el campo, un íntimo te dé el timo.

CUCO.
(Aparte) ¡Que la peste se lo lleve a él y a su símil! — Al menos estamos algo más seguros de la casta allí, de qué cría ha tenido, de si está entera o con defectos.

CORNELIUS.
¡Vamos, vamos! Sé de quien ha cogido purgaciones en Gales. Y en el campo hay primos, justicias, escribanos y capellanes — ¡y cocheros ya, ni digo! Pero ¿es galana y moza?

CUCO.
(Aparte) Responderé como debo. —No, no. No tiene belleza más allá de su juventud, ni atractivo mayor que su recato, es saludable, casera y buena esposa, eso es todo.

DORILANT.
Tiene el aspecto y el habla de un ganadero.

CUCO.
Es demasiado torpe, poco atractiva y simple como para traerla a la Villa.

HARCOURT.
En cuyo caso, creo que debéis traerla, para que aprenda crianza.

CUCO.
¡¿Aprender?! ¡No, señor, os lo doy las gracias! Las buenas esposas y los soldados rasos deben ser ignorantes.
[Aparte] Yo la mantendré alejada de vuestras instrucciones, os lo aseguro.

HARCOURT.
(Aparte) El pícaro es tan celoso como si su mujer no fuera ignorante.

CORNELIUS.
Y bien, si es poco atractiva habrá aquí menos peligro para vos que dejándola en el campo. Aquí tenemos tal variedad de bellezas que rara vez pasamos hambre.

DORILANT.
En cambio, en el campo son de estómagos rudos, constantes y tragaldabas.

HARCOURT.
Comen lo que les echen, es verdad.

DORILANT.
Y su hospitalidad es notoria.

HARCOURT.
¡Puertas abiertas, todo el mundo está convidado!

CUCO.
Vale, vale, caballeros.

CORNELIUS.
Pero dime, por favor, ¿por qué fuiste a casar con ella? Si es fea, sin modales y simple, entonces debe ser rica.

CUCO.
Tan rica como si me llevara veinte mil libras de la Villa. Pues es tan seguro que ella no va a gastar su moderada parte como que una bagasa de Londres sí lo haría; de un modo u otro viene a ser lo mismo. Pues, siendo fea, más probabilidades hay de que sea mía; y careciendo de modales detestará la conversación y, puesto que es simple e inocente, no sabrá la diferencia entre un hombre de veintiuno y uno de cuarenta.

CORNELIUS.
Nueve —que yo sepa. Pero, si es boba, esperará lo mismo de un hombre de cuarenta y nueve que de uno de veintiuno. Y en tanto, creo el ingenio es más necesario que la belleza y no creo a ninguna joven fea si es ingeniosa ni a ninguna mujer agradable sin ella.

CUCO.
Mi máxima es que necio es quien casa, pero mayor lo es aquel que no casa con necia. ¿A qué ha de servir el seso en una esposa sino para hacer cornudo al marido?

CORNELIUS.
Sí, para evitar que se entere.

CUCO.
Una necia carece del ingenio para hacer cornudo al marido.

CORNELIUS.
No, pero se asociará con el hombre que sí lo tenga. Y lo que es peor, si no puede hacer cornudo al marido, lo hará celoso y pasará por cornudo y todo viene a ser lo mismo.

CUCO.
Vale, vale. Yo, por lo menos, pondré cuidado. Mi mujer no me hará cornudo, aunque tenga vuestra ayuda, Maese Cornelius. Yo me conozco la Villa, señor.

DORILANT.
(Aparte) ¡Su ayuda!

HARCOURT.
(Aparte) Acaba de llegar a la Villa, según parece y no sabe lo que le ha acontecido.

CORNELIUS.
Pero dime, ¿el matrimonio te ha curado el puterío, lo que rara vez ocurre?

HARCOURT.
Eso es más de lo que se consigue con la edad.

CORNELIUS.
No, la sentencia es: me casaré y viviré honestamente. Pero un juramento de matrimonio es como el del jugador arrepentido que se compromete con obligaciones y penalizaciones para evitar jugarse pequeñas sumas en un futuro; pero eso no hace sino tornarlo más ávido de juego y, al no poder resistirse, vuelve a perder el dinero y, por añadidura, el comiso.

DORILANT.
Verdad, verdad, un jugador será un jugador mientras le dure el dinero y un putañero mientras le dure el vigor.

HARCOURT.
Sí. Los he conocido que cuando están arruinados y ya no pueden perder más, siguen manoseándose la bolsa, lo que no engaña sino a si mismos y estorba a los demás jugadores.

DORILANT.
Que podían haber hecho galanas apuestas.

CUCO.
Bueno, caballeros; podéis reíros de mí, pero nunca yogaréis con mi esposa. Yo me conozco la Villa.

CORNELIUS.
Pero por favor. ¿No estabais mejor antes? ¿No es mejor mantenida que casada?

CUCO.
Ni hablar. Las jacas se burlaban; nunca pude mantener a una puta para mí sólo.

CORNELIUS.
Luego solamente os habéis casado para mantener una puta para vos sólo. Pues bien, dejadme que os diga una cosa. Las mujeres, como decís, son como soldados, a los que el pago hace constantes y fieles antes que los juramentos y los contratos. Por ello, le recomendaría a mis amigos mantener a una mujer en vez de desposarla, ya que yo mismo veo, por vuestro propio ejemplo, que no sirve al propósito de uno —puesto que os vi ayer por la tarde en el gallinero de a dieciocho peniques del teatro con una bonita moza rústica.

CUCO.
(Aparte) ¡¿Cómo diablos?! ¿Vio, entonces, a mi mujer? Me senté allí para que no la vieran. Pero no volverá a ir a una comedia.

CORNELIUS.
¿Cómo? ¿Te ruborizas a los cuarenta y nueve porque te han visto con una moza?

DORILANT.
No, a fe. Seguro que era su esposa, que la sentó allí, fuera de la vista, pues es un bellaco astuto y se conoce la Villa.

HARCOURT.
¡Se ruboriza! Entonces era su esposa, pues los hombres hoy en día se avergüenzan más de ser vistos con ellas en público que con una moza.

CUCO.
(Aparte) ¡Condenación eterna! Estoy perdido, pues Cornelius la ha visto y saben que era ella.

CORNELIUS.
Pero, por favor, dinos: ¿era tu esposa? Era extraordinariamente bonita; me enamoré de ella a esa distancia.

CUCO.
Nunca estaréis más cerca. Vuestro servidor, caballeros.

Hace ademán de irse

CORNELIUS.
No, por favor, quédate.

CUCO.
No puedo, no quiero.

CORNELIUS.
Vamos, comeréis con nosotros.

CUCO.
Ya he comido.

CORNELIUS.
Vamos, sé que no. Te invito, pícarón mío. No habrás de gastarte nada de tu dinero de Hampshire, hoy.

CUCO.
(Aparte) ¿Invitarme? ¡Ya me trata como a su cornudo!

CORNELIUS.
No, no os marcharéis.

CUCO.
Debo. Tengo cosas que hacer en casa.

Mutis CUCO

HARCOURT.
Darle una paliza a la esposa. Está tan celoso de ella como un mercader de Cheapside lo está de su aristócrata esposa de Covent Garden.

CORNELIUS.
Tan difícil es encontrar un viejo putañero sin celos ni gota como a uno joven sin miedo o sin mal gálico.
ErrorMetrica
Igual que de gota los achaques de juvenil infección proceden,
así los celos a un pasado puteril suceden —
La peor enfermedad que amores y doneo producen.


ACTO II, Escena 1

DOÑA MARGARITA CUCA y ALITEA; MAESE CUCO atisbando tras la puerta

DOÑA CUCA.
Por favor, hermana ¿dónde están los mejores prados y bosques para el paseo en Londres?

ALITEA.
¡Bonita pregunta! Pues, hermana, tenemos el Jardín Mulberry, y el Parque de Saint James; y, para paseos porticados, la Nueva Lonja de Mercaderes.

DOÑA CUCA.
Por favor, decidme, hermana, ¿por qué tiene mi esposo ese aspecto malencarado en la Villa y me tiene encerrada y no me permite salir a pasear, ni vestir ayer mis mejores galas?

ALITEA.
Ah, está celoso, hermana.

DOÑA CUCA.
¿Celoso? ¿Qué es eso?

ALITEA.
Teme que améis a otro hombre.

DOÑA CUCA.
¿Cómo va a temer que ame a otro hombre si no me deja ver a otro más que a él mismo?

ALITEA.
¿No os llevó a ayer a una comedia?

DOÑA CUCA.
Ciertamente, pero no sentamos entre gente fea. No permitió que me acercara a los caballeros, que estaban sentados bajo nosotros, de modo que no pude verlos. Me dijo que solamente las perdidas se sentaban allí, donde eran sobajadas y fileteadas. Y aún con todo, yo me habría aventurado.

ALITEA.
Pero, ¿qué os pareció la comedia?

DOÑA CUCA.
A fe, me aburrió la comedia; pero me gustaron muchísimo los actores. Son los hombres más apuestos y galanes, hermana.

ALITEA.
Ah, pero no os deben gustar los actores, hermana.

DOÑA CUCA.
¿Y como voy a evitarlo, hermana? Por favor, hermana, cuando mi marido entre, ¿le pediréis permiso para que me deje salir a pasear?

ALITEA.
(Aparte) ¿Pasear? ¡Ja, ja, ja! Señor, el placer de una señora de aldea es el fastidio de un mensajero y ella necesita airearse tanto como los caballos de su marido. Entra MAESE CUCO adonde están
Pero, he aquí vuestro esposo. Se lo preguntaré, aunque estoy segura de que no lo va a permitir.

DOÑA CUCA.
Dice que no me deja salir de casa, por miedo a que coja la peste.

ALITEA.
¡Uy! Deberías decir la viruela.

DOÑA CUCA.
¡Ay, mi querido, querido capullito, bienvenido a casa! ¿A qué ese gesto de enfado? ¿Quién te ha puesto de mal humor?

CUCO.
¡Sois una necia!

DOÑA CUCA se aparta y llora

ALITEA.
A fe que lo es, por llorar sin motivo, ¡pobre tierna criatura!

CUCO.
¡¿Cómo?! ¿Queréis que sea tan desvergonzada como vos, tan suelta como una perdida, una trotera, una cotorra, y, en resumen: una infame mujer de la Villa?

ALITEA.
Hermano, vos sois mi único censor y la honra de vuestra familia antes habrá de sufrir por vuestra esposa que por mí, aunque me tome las inocentes libertades de la Villa.

CUCO.
Escuchadme, dueña, no habléis así delante de mi esposa. ¡Las inocentes libertades de la Villa!

ALITEA.
¿Y quien, a ver, puede alardear de amores conmigo? ¿Qué libelo ha vuelto mi nombre infame? ¿Qué malas mujeres frecuentan mis aposentos? Yo no hago compañía a mujeres de reputación escandalosa.

CUCO.
No. Hacéis compañía a hombres de reputación escandalosa.

ALITEA.
¿Dónde? ¿No me queréis comedida? Responderles en un palco de comedias, en un saloncito de Palacio, en el Parque de Saint James, el Jardín Mulberry o...

CUCO.
¡Alto, alto! ¡No le enseñéis a mi esposa donde encontrar hombres! Creo que ya ha empeorado por vuestra documentación de la Villa. Os pido que la mantengáis en la ignorancia, como lo hago yo.

DOÑA CUCA.
No os enfadéis con ella, capullito. No me dice nada de la Villa, aunque se lo pregunto mil veces al día.

CUCO.
¡Luego, se me antoja que os mostráis muy inquisitiva!

DOÑA CUCA.
No, de verdad, querido: detesto Londres. Nuestra casa solariega vale mil veces más. ¡Ojalá estuviera allí de vuelta!

CUCO.
Y así será, os lo aseguro. Pero, ¿no hablabais de comedias y de comediantes cuando yo entré? [A ALITEA] Vos la animáis a tales conversaciones.

DOÑA CUCA.
No, de verdad, querido. Me estaba regañando, hace un momento, por gustarme los cómicos.

CUCO.
(Aparte) A fe que si es tan inocente como para confesarme que le gustan no hay mal en ello. —Vamos, pobre briboncilla mía, ¿no querrás a nadie más que a mí?

DOÑA CUCA.
Sí, claro que sí: los cómicos son gente más fina.

CUCO.
Pero, ¿no amáis a nadie más que a mí?

DOÑA CUCA.
Vos sois mi capullito querido y os conozco; yo odio al extraño.

CUCO.
Ah, querida, solamente me debéis amar a mí y no ser como las perversas mujeres de la Villa, que solamente odian a sus esposos y aman a todos los demás hombres, aman las comedias, las visitas, los hermosos coches, los hermosos vestidos, los violines, los bailes, los convites y llevan una perversa vida villana.

DOÑA CUCA.
Bueno, si disfrutar de todas esas cosas es la vida de la Villa, Londres no es un sitio tan malo después de todo, querido.

CUCO.
¡¿Cómo?! Si me amáis, debéis odiar Londres.

ALITEA.
[Aparte] El necio me ha prohibido que le descubra los placeres de la Villa y ahora él mismo la está incitando a ellos.

DOÑA CUCA.
Pero, marido, ¿las mujeres de la Villa también aman a los cómicos?

CUCO.
Sí, os lo aseguro.

DOÑA CUCA.
Sí, os lo aseguro.

CUCO.
¿Por qué? Vos no, espero.

DOÑA CUCA.
No, no capullito; pero, ¿por qué no tenemos cómicos en el campo?

CUCO.
¡Ja! —Doña Lagarta, no me pidáis que os vuelva a llevar a una comedia.

DOÑA CUCA.
¿Por qué no, amor? No me importa ir; pero, cuando me lo prohibís, hacéis que tenga como deseos de ir.

ALITEA.
(Aparte) Y lo mismo será con otras cosas, seguro.

DOÑA CUCA.
Os lo ruego, dejadme ir a una comedia, querido.

CUCO.
Callad. No será.

DOÑA CUCA.
¿Por qué, amor?

CUCO.
Pues bien, os lo diré.

ALITEA.
(Aparte) Vamos, como se lo diga, ella dará mayores motivos para que le prohiba el lugar.

DOÑA CUCA.
Decidme por qué, querido.

CUCO.
Primero, os gustan los actores y a los galanes puede que le gustéis.

DOÑA CUCA.
¿Cómo? ¿A una niña rústica y casera? No, capullito, nadie me querrá.

CUCO.
Y yo os digo que sí, que puede ser.

DOÑA CUCA.
No, no, os burláis. —No os creo, iré.

CUCO.
Os diré entonces que uno de los individuos más lascivos de la Villa, que os vio allí, me dijo que estaba enamorado de vos.

DOÑA CUCA.
¿De verdad? ¡¿Quién, quien era?! ¡Decídmelo!

CUCO.
(Aparte) He ido demasiado lejos y he resbalado antes de darme cuenta. ¡Qué gozo tan excesivo muestra!

DOÑA CUCA.
¿Era algún galán de Hampshire, alguno de nuestros vecinos? Os lo aseguro, le quedo muy agradecida.

CUCO.
Os lo aseguro, mentís,; pues él os perdería, como ha hecho con centenares. El no tiene otro amor por las mujeres que ése; su mirada sobre las mujeres es como la del basilisco, para destruírlas.

DOÑA CUCA.
Ah, pero ¿si me ama, porqué habría de destruirme? Contestadme a eso. No creo que lo hiciera; yo no le haría daño alguno.

ALITEA.
¡Ja, ja, ja!

CUCO.
Eso está muy bien, pero yo evitaré que os haga mal alguno a vos o que me lo haga a mí, tampoco. Entran BARBILINDO y HARCOURT
Pero, aquí llega compañía, ¡encerraos, encerraos!

DOÑA CUCA.
Por favor, marido. ¿Es bonico el caballero que me ama?

CUCO.
¡Adentro, bagasa, adentro! (La empuja adentro; cierra la puerta)
[Aparte] ¡¿Cómo?! ¿Todos los lascivos libertinos de la Villa, traídos a mi casa por este fácil pisaverde? ¡Muerte de...! No lo he de sufrir.

BARBILINDO.
Aquí, Harcourt. ¿Aprobáis mi elección? [A ALITEA] Mi querida briboncilla, os dije que os presentaría a todos mis conocidos, los discretos y...

HARCOURT la saluda

CUCO.
(Aparte). Sí. La conocerán también como vos, os lo aseguro.

BARBILINDO.
Este es uno, bonita bribona mía, de los que bailarán en vuestra boda mañana; y a él debéis brindarle todo lo que vos y yo tenemos.

CUCO.
(Aparte). ¡Monstruoso!

BARBILINDO.
Harcourt, de verdad ¿qué te parece? —No, querida, no bajes la mirada; detestaría que mi esposa no supiera a estar a la altura de lo que viniere.

CUCO.
(Aparte). ¡Portentoso!

BARBILINDO.
Dime, Harcourt, ¿qué tal te gusta? La has contemplado el tiempo suficiente como para poder darme respuesta.

HARCOURT.
Tan infinitamente bien que desearía tener una enamorada que se distinguiera de ella solamente en su amor y compromiso con vos.

ALITEA.
Señor, Maese Barbilindo me ha dicho, a menudo, que sus conocidos eran todos discretos y burlones y ahora veo que es cierto.

BARBILINDO.
No, por el universo, señora, no está burlando, podéis creerle. Os aseguro que es un caballero honestísimo, dignísimo y de corazón verdadero —un hombre de tal perfección de honor que nunca le diría a una dama lo que no sintiera.

CUCO.
(Aparte) Alabándole otro hombre a su amada.

HARCOURT.
Señor, me obligáis más allá de lo que se podría esperar, de modo que...

BARBILINDO.
¡No, pardiez! Estoy seguro de que la admiráis en extremo; en vuestros ojos lo veo. —El os admira de verdad, señora. —Por el mundo, es cierto, ¿no?

HARCOURT.
Sí, por encima del mundo o la parte más gloriosa de él, todo su sexo entero. Y es que, hasta ahora, nunca habría pensado envidiaros a vos ni a ningún otro hombre a punto de casarse; pero vos tenéis la mejor excusa para el matrimonio que jamás he conocido.

ALITEA.
En fin, señor, me convenzo de que pertenecéis a la sociedad de los discretos y burlones, puesto que no podéis dejar de zaherir a vuestro amigo, aun cuando él se muestra más que comedido con vos. La señal más clara es, ya que sois enemigo del matrimonio, pues, según tengo entendido, lo odiáis tanto como el negocio o el mal vino.

HARCOURT.
En verdad, señora. Nunca fui enemigo del matrimonio hasta ahora, porque el matrimonio nunca me fue enemigo anteriormente.

ALITEA.
Pero, señor, ¿porque se os ha vuelto el matrimonio un enemigo? ¿Porque os roba a vuestro amigo aquí presente? Es que consideráis a un amigo casado como a uno que hubiera tomado los hábitos en un monasterio; muerto para el mundo.

HARCOURT.
Así es en efecto, porque lo esposáis. Veo, señora, que podéis adivinar mi sentido. Lo confieso abiertamente y sin disimulo: desearía tener el poder de romper este compromiso de matrimonio. ¡Por el Cielo, que querría!

BARBILINDO.
Pobre Paco.

ALITEA.
¿Tal desestima para conmigo?

HARCOURT.
No, no. Es porque no desearía desestimaros.

BARBILINDO.
Pobre Paco. No, pardiez, sólo lo hace por la estima que me tiene.

CUCO.
(Aparte) ¡Gran estima por vos, a fe! ¡Insensible pisaverde, dejando que un hombre le haga el amor a su mujer en su propia cara!

BARBILINDO.
Vamos, querido Paco, a pesar de mi futura esposa, gozarás de mí a veces, bribón mío. Por mi honor, a nosotros los hombres de ingenio nos pesa tanto el hermano que ha pasado a la otra vida por haber contraído matrimonio como el difunto de veras. Creo que ha estado ingeniosamente expresado por mi parte, Harcourt. ¡Ja, ja, ja! —Pero vamos, Paco, no estés melancólico por mí.

HARCOURT.
No, os lo aseguro, no estoy melancólico por vos.

BARBILINDO.
Paco, por favor, ¿crees que mi futura esposa aquí presente, es una persona de partes?

HARCOURT.
Podría contemplarla hasta volverme tan ciego como vos.

BARBILINDO.
¿Cómo que como yo? ¿En qué sentido?

HARCOURT.
Porque sois un enamorado y los verdaderos enamorados son ciegos, ciegos de remate.

BARBILINDO.
¡Cierto, cierto! Pero, por el mundo, también ella tiene ingenio a la par que hermosura. Ve, ve con ella a un rincón y prueba su ingenio, háblale de lo que sea; ante mí se muestra vergonzosa.

HARCOURT.
A fe, que si una mujer carece de ingenio en un rincón es que carece totalmente de él.

ALITEA.
(Aparte a BARBILINDO) Señor, disponéis de mí algo prematuramente....

BARBILINDO.
No, señora, no. Dadme muestras de vuestra obediencia o... Id, id, señora.

HARCOURT corteja a ALITEA aparte

CUCO.
¡¿Cómo, señor?! Si no os preocupa el honor de una esposa, a mí sí el de una hermana. El no la burlará. Ser alcahuete de la propia esposa, traerle hombres, dejarles que le hagan el amor ante vuestra cara, empujarlos a un rincón los dos y dejarlos a solas. ¿Es este vuestra ingenio y conducta de la Villa?

BARBILINDO.
¡Ja, ja, ja! Un pícaro simple y sabio causaría mayor risa que un necio de libro, ¡ja, ja ja! Me parto. No, nos los estorbaréis. Te lo impediré, por el mundo que sí.

Forcejea con CUCO para que no se acerque a HARCOURT y a ALITEA

ALITEA.
Los documentos están redactados, señor, las capitulaciones establecidas. Es demasiado tarde, señor, no hay revocación posible.

HARCOURT.
Como mi muerte, entonces.

ALITEA.
No quisiera ser injusta con él.

HARCOURT.
Entonces, ¿porque sí conmigo?

ALITEA.
Nada me obliga con vos.

HARCOURT.
Mi amor.

ALITEA.
Tuve el suyo antes.

HARCOURT.
Nunca lo tuvisteis; carece, como veis, de celos, la única señal infalible de ello.

ALITEA.
El amor proviene de la estima; él no puede desconfiar de mi virtud. Además, él me ama, de lo contrario no me desposaría.

HARCOURT.
Desposaros no es mayor signo de su amor que sobornar a vuestra criada; que pueda desposaros es signo de su generosidad. El matrimonio antes es signo de interés que de amor y quien desposa una fortuna ansía una amante, no la ama. Pero, si tomáis el matrimonio como un signo de amor, tomadlo de mí inmediatamente.

ALITEA.
No, ahora me habéis colocado un escrúpulo en la cabeza. Pero, en dos palabras, señor, para poner fin a nuestra disputa —he de casarme con él, mi reputación social se resentiría en el caso contrario.

HARCOURT.
No. Si os casáis —y con perdón, señora— será vuestra reputación social la que se resienta y se pensará que necesitabais un guardainfante.

ALITEA.
Vaya, ahora os mostráis grosero, señor. —Maese Barbilindo, venid aquí; aquí vuestro amigo es muy enfadoso y muy amoroso.

HARCOURT.
(Aparte a ALITEA) ¡Teneos, teneos!

CUCO.
¿Oís eso?

BARBILINDO.
Vamos, ¿creéis que pareceré estar celoso como un rústico patán?

CUCO.
Antes seréis un cornudo como un crédulo ciudadano.

HARCOURT.
Señora, ¿no habréis sido tan poco generosa como para decírselo?

ALITEA.
Sí, puesto que vos habéis sido tan poco generoso como para hacerle afrenta.

HARCOURT.
¡¿Afrentarlo?! Nadie puede hacerle tal cosa; él está por debajo de la afrenta; un bobo, un cobarde, un idiota insensible, un desgraciado tan despreciable para todo el mundo salvo para vos que...

ALITEA.
¡Alto! No le injuriéis, puesto que, dado que ha de ser mi esposo, he resuelto quererle. En realidad, creo mi obligación decirle que no sois su amigo. — ¡Maese Barbilindo, Maese Barbilindo!

BARBILINDO.
¿Qué, que? Y bien, bribón mío, ¿no tiene, acaso, ingenio?

HARCOURT.
(Hablando con despecho) No tanto como pensaba y deseaba que tuviera.

ALITEA.
Maese Barbilindo, ¿traéis gente para os injurien?

HARCOURT.
Señora...

BARBILINDO.
¡Cómo? Si me injuriara lo haría de burla, os lo aseguro. —Vamos, lo que nosotros lo discretos nos hacemos los unos a los otros nunca monta un comino.

ALITEA.
Habló tan groseramente de vos que no hube paciencia de escucharlo; además me ha estado haciendo el amor.

HARCOURT.
(Aparte) Cierto, maldita delatora.

BARBILINDO.
¡Bah! Para mostrar que es hombre de partes. Con frecuencia, nosotros los discretos zaherimos y hacemos el amor sólo para mostrar nuestras partes. Al no tener afectos no tenemos malicia; nosotros...

ALITEA.
Dijo que erais un ruin, por debajo de toda afrenta.

BARBILINDO.
¡Bah!

HARCOURT.
(Aparte) ¡Maldita, insensible, impúdica, virtuosa jaca! Bien, si ella no me va a permitir tenerla, conseguirá lo mismo, hacer que la odie.

ALITEA.
Un vulgar bobo.

BARBILINDO.
¡Bah!

ALITEA.
Un cobarde.

BARBILINDO.
¡Bah, bah!

ALITEA.
Un idiota baboso e insensible.

BARBILINDO.
¡¿Cómo?! ¿Despreció mis partes? Entonces, ha tocado a mi honor. No puedo tolerar tal cosa, señor, por el mundo. Hermano, ayudadme a darle muerte.
(Aparte) Puedo desenvainar ahora pues le superamos en número. Además es una buena ocasión, también, delante de mi amada...

Hace ademán de desenvainar

ALITEA.
¡Teneos, teneos!

BARBILINDO.
¿Cómo, cómo?

ALITEA.
(Aparte) Tampoco puede dejar que mate al caballero, por su cortesía para conmigo. Tan lejos estoy de odiarle que bien querría que mi galán hubiera su persona y su entendimiento — No, si mi honra...

BARBILINDO.
Tu muerte he de ser.

ALITEA.
¡Teneos, teneos! En realidad y a decir verdad, el caballero dijo después de todo eso que lo había dicho movido solamente por su amistad para con vos.

BARBILINDO.
¡¿Cómo?! Dijo que yo era —Soy un necio, es decir, no un discreto, ¿por amistad para conmigo?

ALITEA.
Sí, para probar si de verdad estaba preocupada lo suficientemente por vos y me hizo el amor tan sólo para satisfacerse de mi virtud, por amor a vos.

HARCOURT.
(Aparte) Cortés, aun así....

BARBILINDO.
Ah, en ese caso, bribón mío, te pido perdón. Pero, ¿por qué no me lo dijiste, a fe?

HARCOURT.
A fe, porque no se me ocurrió.

BARBILINDO.
Vamos, Cornelius no viene. Harcourt, vayamos a la nueva comedia. Vamos, señora.

ALITEA.
No iré si pensáis dejarme en el palco y salir corriendo al patio de mosqueteros como soléis.

BARBILINDO.
¡Bah! Dejaré a Harcourt con vos en el palco para que os entretenga y será lo mismo. Si yo me quedara sentado en el palco se me estimaría juez tan sólo de perifollos. —Vamos, vamos, Harcourt, condúcela abajo.

Mutis BARBILINDO, HARCOURT y ALITEA

CUCO.
Bien, ve pues: la flor de los auténticos pisaverdes de la Villa que se gastan la hacienda antes de percibirla y son cornudos antes de casarse. Pero, voy a ocuparme de lo mis propios bienes. — ¡Hola!

Entran MADAMA DE AZOGUE, DOÑA MELINDRES AZOGUE y DOÑA REMILGOS

MADAMA DE AZOGUE.
Servidora de Vuesamerced. ¿Dónde está vuestra señora esposa? Hemos venido para acompañarla a la nueva comedia.

CUCO.
¡Nueva comedia!

MADAMA DE AZOGUE.
Y mi marido os visitará en breve.

CUCO.
(Aparte) Maldita sea vuestro comedimiento. —No ha de ser, señora mía. No recibiré aquí a Don Gaspar hasta que no lo haya visitado en su propia casa. Y tampoco mi esposa os verá hasta que no haya visitado a Vueseñoría en vuestros aposentos.

MADAMA DE AZOGUE.
Señor, ahora estamos aquí...

CUCO.
No, señora.

MELINDRES.
Os lo rogamos, dejadnos verla.

REMILGOS.
No nos moveremos hasta no haberla visto.

CUCO.
(Aparte) ¡Que la peste se os lleve a todas! (Va hasta la puerta y vuelve)
Ha cerrado con llave y está fuera.

MADAMA DE AZOGUE.
No. Vos habéis cerrado con llave y está dentro.

MELINDRES.
Nos dijeron abajo que ella estaba aquí.

CUCO.
(Aparte) ¿No hay salida? Pues que salga entonces. Señoras, no me atrevía a decíros la verdad antes, por miedo a poner vuestras vidas en peligro: mi esposa acaba de contraer viruelas. No temáis, pero, os lo ruego, salid, señoras. No habréis de permanecer aquí con peligro de vuestras vidas. Por favor, salid, señoras.

MADAMA DE AZOGUE.
No, no. Todas hemos tenido viruelas.

REMILGOS.
¡Malhaya, malhaya!

MELINDRES.
Vamos, vamos, tenemos que ver que tal se encuentra. Yo sé de ese mal.

MADAMA DE AZOGUE.
Vamos.

CUCO.
(Aparte) Bien, no se puede superar a las mujeres con sus propias armas, la mentira. Abandono, pues, el campo.

Mutis CUCO

REMILGOS.
¡He aquí un ejemplo de celos!

MADAMA DE AZOGUE.
Cierto. Tal y como va el mundo me espanta que no haya más celosos, dado que las esposas están muy desatendidas.

MELINDRES.
¡Bah! Tal y como va el mundo, ¿qué sentido tendría estar celosos?

MADAMA DE AZOGUE.
¡Puaf! Es un mundo perverso.

REMILGOS.
Que hombres de partes, muy bien relacionados y de calidad se junten con criaturillas de teatro de comedias y se agoten ellos mismos, junto con sus fortunas, en mantenerlas, ¡puaf!

MADAMA DE AZOGUE.
Incluso que mujeres de seso, muy bien relacionadas y de calidad caigan igualmente en mantener criaturillas, ¡puaf!

REMILGOS.
Pues la culpa es de los hombres de calidad. Ya nunca visitan a las mujeres de honra y reputación como solían, ni tienen el más mínimo comedimiento con señoras de nuestro rango; sino que nos usan con la misma indiferencia y mala crianza como si todas y cada una fuéramos sus esposas.

MADAMA DE AZOGUE.
Dice verdad. Es redomada vergüenza que a las mujeres de calidad se les desdeñe de ese modo. Tengo para mí que la cuna —la cuna debería contar algo. He conocido hombres admirados, cortejados y seguidos tan sólo por sus títulos.

REMILGOS.
Sí, creo que los hombres de honor no deberían amar, como tampoco casarse, fuera de su propio rango.

MELINDRES.
¡Malhayan, malhayan! Han llegado a creer que, en su caso, como en el de sus perros y sus caballos, lo mejor es el cruce de razas.

MADAMA DE AZOGUE.
Perros y caballos son, por ello.

REMILGOS.
Para mí que, si no por amor, que fuera por una pizca de vanidad.

MELINDRES.
A fe que sí satisfacen su vanidad con nosotras a veces y son, según propalan, amables con nosotras —diciéndole a todo el mundo que yacen con nosotras.

MADAMA DE AZOGUE.
¡Malditos bellacos! Y que solamente ellos nos puedan ultrajar. Dar noticia de que un hombre ha tenido a una persona cuando no ha tenido a esa persona es el mayor ultraje que se le puede hacer a una persona.

REMILGOS.
Es redomada vergüenza que personas de alcurnia sean ultrajadas y desatendidas de tal manera.

MADAMA DE AZOGUE.
Vergüenza más redomada todavía es que una persona de alcurnia desatienda su propia honra y difame su propia y alta persona con mequetrefes sin provecho ni consideración, ¡puaf!

MELINDRES.
Supongo que el crimen contra nuestra honra es el mismo con un hombre de calidad que con cualquiera.

MADAMA DE AZOGUE.
¡¿Cómo?! No, por cierto. El hombre de calidad es lo más parecido al esposo de una y, en consecuencia, la falta debería ser tanto menor.

MELINDRES.
Pero, entonces, el placer debería ser tanto menor.

MADAMA DE AZOGUE.
Reportaos, reportaos, vergüenza debería daros, hermana. ¿Adonde vamos a ir a parar? Gobernad vuestra lengua o haréis que os deteste.

MELINDRES.
Además, los amores son tanto mas notorios cuanto mayor sea la calidad del hombre.

REMILGOS.
Es cierto. Nadie se da un dite de un hombre raso y, en consecuencia, con un tal resulta de mayor secreto y el crimen es menor cuando no es sabido.

MADAMA DE AZOGUE.
Decís verdad, a fe. Creo que tenéis razón. No es afrenta al marido hasta que no lo es a nuestra honra; de modo que una mujer honrada no pierde la honra con un hombre raso —y, a decir verdad....

MELINDRES.
(Aparte a REMILGOS) ¡Vaya! El mequetrefe se le ha vuelto...un hombre raso.

MADAMA DE AZOGUE.
Y aun así, mi querido, querido honor.

Entran DON GASPAR, CORNELIUS, DORILANT

DON GASPAR.
Sí querida mía, cara del honor, todavía tienes tanto honor en la boca...

CORNELIUS.
(Aparte) Que no le queda en ninguna otra parte.

MADAMA DE AZOGUE.
¡Oh! ¿Qué significa traernos a éstos?

MELINDRES.
¡Bah! Son tan malos como los discretos.

REMILGOS.
¡Puaf!

MADAMA DE AZOGUE.
Salgamos de esta cámara.

DON GASPAR.
Quedaos, quedaos, a fe. Si he de desvelaros la verdad desnuda...

MADAMA DE AZOGUE.
Qué vergüenza, Don Gaspar. No uséis la palabra desnuda.

DON GASPAR.
En dos palabras. Tengo asuntos en Palacio y no puedo acompañaros a la comedia, por lo que quisiera que fuerais...

MADAMA DE AZOGUE.
¿Con esos dos a una comedia?

DON GASPAR.
No. No con el otro, sino con Maese Cornelius. No puede haber mayor escándalo yendo con él que con unos mansos como los Maese Chisme o señorito Agilcasa de la comedia.

MADAMA DE AZOGUE.
¿Con ese desagradable individuo? ¡No! — ¡No!

DON GASPAR.
No, por favor, querida. Escuchadme.

Susurra a MADAMA DE AZOGUE

CORNELIUS.
Señoras...

CORNELIUS y DORILANT se aproximan a REMILGOS y a MELINDRES

MELINDRES.
¡Atrás!

REMILGOS.
¡No os acerquéis!

MELINDRES.
Sois de la grey de los ingeniosos, sois obscenidad por todas partes.

REMILGOS.
Antes contemplaría un cuadro de Adán y Eva sin las hojas de parra que a cualquiera de vuesas mercedes si pudiera evitarlo. Por tanto, atrás y no nos pongáis enfermas.

DORILANT.
¿Qué demonios son éstas?

CORNELIUS.
Pues éstas son pretendientes del honor, como los críticos pretenden ingenio simplemente censurando a los demás y así como cualquier pisaverde puntilloso, bebedor de té, soso, afectado, sin humor, irritado y torpe se hace pasar por agudo vituperando a las personas de seso; así hacen éstas con respecto al honor, vituperando en la Corte y a las damas de honor y de calidad.

DON GASPAR.
Vamos, Maese Cornelius. Es mi deseo que vayáis con estas damas a la comedia, señor.

CORNELIUS.
¿Yo, señor?

DON GASPAR.
Sí, vamos, vamos, señor.

CORNELIUS.
Señor, he de pedir vuestro perdón y el de ellas. No se me volverá a ver en compañía de mujeres en público, por nada del mundo.

DON GASPAR.
¡Ja, ja, ja! ¡Extraña aversión!

REMILGOS.
No, lo suyo es la compañía femenina en privado.

DON GASPAR.
Él —pobre hombre— él, ¡ja, ja, ja!

MELINDRES.
Es mayor vergüenza para los individuos licenciosos ser vistos en la compañía de mujeres virtuosas que para las mujeres ser vistas con ellos.

CORNELIUS.
En verdad, señora, hubo un tiempo en el que solamente odiaba a las mujeres virtuosas, pero ahora también odio a las otras. Os pido perdón, señoras.

MADAMA DE AZOGUE.
Sois muy cortés, señor; a nosotras no nos importunaréis.

DON GASPAR.
Irá con sombría tristeza.

DORILANT.
Vamos, si no desea ir, yo estoy dispuesto a acompañar a las señoras y me creo hombre más apto.

DON GASPAR.
¿Vos, señor? No, os lo agradezco. —Maese Cornelius es un hombre privilegiado entre las damas virtuosas; os llevará mucho tiempo antes de que lleguéis a serlo, ¡je, je, je! El es el galán de mi esposa, ¡je, je, je! No, por favor, retiraos, señor, pues, según entiendo, las damas virtuosas no quieren trato con vos.

DORILANT.
Y yo estoy seguro de no poder tener trato alguno con ellas. Es extraño que un hombre no pueda encontrarse hoy en día entre mujeres virtuosas sino es en las mismas condiciones en que son admitidos al serrallo del Gran Turco; pero que el Cielo me libre de jugar al hombre, en los naipes, con ellas. Pero, ¿dónde está Cuco?

Mutis DORILANT

DON GASPAR.
Vamos, vamos, hombre; ¿cómo? Vais a evitar la dulce compañía del género femenino —a esa noble, dócil, gentil, tierna y dulce mujer, hecha para compañera del hombre...

CORNELIUS.
Igual de dócil, gentil, tierna y mas noble criatura es un spaniel y tiene todos sus trucos —puede hacer zalamerías, tumbarse, aguantar palizas y seguir haciendo más zalamerías; le ladra a los amigos cuando vienen de visita, hace que tu lecho sea duro, te pega insectos y, a veces, la sarna. Y la diferencia es que el spaniel es un animal más fiel y que solamente le hace zalamerías a un amo.

DON GASPAR.
¡Je, je, je!

REMILGOS.
¡Oh, qué bestia grosera!

MELINDRES.
¡Bruto insolente!

MADAMA DE AZOGUE.
¡Bruto! Podrido, mortecino y apestoso carnero capón francés, atreverse a...

DON GASPAR.
Téngase Vueseñoría, por piedad. —Avergonzaos, Maese Cornelius, vuestra madre era una mujer. — (Aparte) Ahora ya no podré reconciliarlos. —Escuchad, señora, aceptad mi consejo en vuestra indignación. Sabéis que, con frecuencia, queréis formar vuestro divertido grupito de jugadores de hombre, en los naipes; y podéis hacerle trampas con facilidad; es un mal jugador y, en consecuencia, le encanta jugar. Además, como sabéis, solamente tenéis a dos viejos y comedidos caballeros (y con un aliento apestoso, además) para haceros compañía fuera de casa; tomad al tercero a vuestro servicio. Los otros son enfermizos; y una dama debe tener un caballero introductor supernumerario al igual que un caballo supernumerario para el coche, para no verse forzada, si el caso, a permanecer en casa.

MADAMA DE AZOGUE.
Pero, ¿estáis seguro de que gusta del juego y de que tiene dineros?

DON GASPAR.
Gusta del juego tanto como vos y tiene tanto dinero como yo.

MADAMA DE AZOGUE.
En tal caso me satisface que pague por su desvergüenza; el dinero compensa con creces todos los defectos de un hombre. — (Aparte) A los que no podemos mantener como galanes les hacemos pagar multa.

DON GASPAR.
(Aparte) Vale, vale. Ahora a apaciguarlo, engañarle. —Maese Cornelius, ¿no vais a estar nunca en compañía cortés? Se me antoja que ha llegado el momento, puesto que solamente para ello servís. Vamos, vamos, hombre, debéis visitar a nuestras esposas, compartir mesa con ellas, beber té con nuestras virtuosas parientes en la sobremesa, jugar a los naipes con ellas, leeerles comedias y gacetas, despiojarles los perros falderos, collecionarles recetas, canciones nuevas, mujeres, pajes y lacayos.

CORNELIUS.
Espero que me ofrecerán mejor empleo, señor.

DON GASPAR.
¡Je, je, je! Propio es que conozcáis vuestras obligaciones antes de entrar al puesto vuestro y, puesto que carecéis de dama a quien adular y de una buena casa donde comer, os ruego que frecuentéis la mía y llaméis ‘amiga’ a mi esposa y ella os llamará ‘galán’, según la costumbre.

CORNELIUS.
¿Quién, yo?

DON GASPAR.
A fe que lo harás por mi amor; vamos, solamente por mi amor.

CORNELIUS.
Por amor a vos...

DON GASPAR.
Vamos, vamos, aquí tenéis a un jugador para vos; dejadle ser familiar a veces; incluso algo grosero, ¿por qué no? Los jugadores pueden ser groseros con las damas, ¿sabéis?

MADAMA DE AZOGUE.
Si los perdedores al juego gozan de privilegio para con las mujeres.

CORNELIUS.
Yo siempre creía lo contrario; que el que ganaba en el juego gozaba de privilegio con las mujeres; puesto que cuando se ha perdido todo a un hombre, perderás todo lo que posees, según dicen y él puede usar de ti a su antojo.

DON GASPAR.
¡Je, je, je! Bueno, perdiendo o ganando, gozaréis de libertades con ella.

MADAMA DE AZOGUE.
Según se porte; y por amor a vos le concederé acceso y libertades.

CORNELIUS.
¿Todo tipo de libertades, señora?

DON GASPAR.
Sí, sí, todo el tipo de libertades que puedas tomarte. Por lo tanto, ve con ella, comienza con tu nuevo empleo, requiébrala, burla con ella y aprended a conoceros mejor.

CORNELIUS.
(Aparte) Creo conocerla ya, por lo tanto, puedo aventurarle mi secreto a cambio del suyo.

CORNELIUS y MADAMA DE AZOGUE cuchichean

DON GASPAR.
Hermana, prima, os he procurado un inocente compañero de juegos.

MELINDRES.
¿Quién? ¡Él?

REMILGOS.
¡Menudo compañero de juegos!

DON GASPAR.
Ciertamente. Es capaz de jugar a los naipes, a la gallinita ciega o al gilí, a veces.

REMILGOS.
¡Puaf! No queremos tales compañeros de juegos.

MELINDRES.
No, señor. No nos escogeréis los compañeros de juegos, os lo agradecemos.

DON GASPAR.
No, por favor, escuchadme.

Cuchicheando con ellas

MADAMA DE AZOGUE.
Pero, pobre caballero, ¿cómo podéis ser tan generoso, tan auténticamente un hombre de honor, como para hacer que se diga que no sois hombre, en beneficio nuestro? ¡No ser un hombre! Y sufrir la mayor vergüenza que le puede acaecer a un hombre para que ninguna caiga sobre nosotras por vuestra compañía. Pero, de verdad, señor, ¿tan perfectamente, perfectamente, igual de hombre que antes de vuestro viaje a Francia, señor? ¿Tan perfectamente, perfectamente, señor?

CORNELIUS.
Tan pefectamente, perfectamente, señora. A fe, que no tenéis por qué creer mi palabra; solamente deseo que me pongáis a prueba, señora.

MADAMA DE AZOGUE.
De nuevo habláis como un hombre de honor; todos los hombres de honor desean ser puestos a prueba. Pero, cierto es que, generalmente, los hombres decíais esas cosas de vosotros mismos y una no sabe a quien creer y a quien no; y se ha dado el caso en que no nos hemos atrevido a creer en vuestra palabra antes que en las de un sastre, a menos de que alguna mujer de vuestro servicio atestiguara en favor vuestro. Pero tengo una fe tan grande en vuestro honor, mi querido, querido y noble caballero, que me jugaría el mío en cualquier momento, mi querido caballero.

CORNELIUS.
No, señora, no necesitáis jugároslo por mi amor. Ya os he ofrecido la seguridad de manteneros indemne, puesto que mi novísima reputación es tan bien conocida por todo el mundo, señora.

MADAMA DE AZOGUE.
Pero, ¿si rompiéramos en algún momento por venir o por sospechas de que os arrebatara la confianza o a otro le diera empleo, vos mismo podríais, querido caballero, violar esa confianza? Quiero decir, si me dais licencia para hablar con toda obscenidad, podríais chivaros, mi querido caballero.

CORNELIUS.
Si lo hiciera, nadie me creería. Para el mundo, tan arduo es sobreponerse a la reputación de impotencia como a la de la cobardía, querida señora.

MADAMA DE AZOGUE.
Bien, entonces, como se dice, podéis hacerlo lo peor que podáis, querido, querido caballero.

DON GASPAR.
Vamos, ¿Vueseñoría ya se ha reconciliado con él? ¿Habéis acordado los quehaceres? Porque tengo que ir a Palacio.

MADAMA DE AZOGUE.
Ciertamente, Don Gaspar, Maese Cornelius es mil, mil veces mejor hombre de lo que le creía. Prima Remilgos, hermana Melindres, ahora puedo nombrarlo de verdad. Hace poco, como bien sabéis, pensaba que su mismo nombre era la obscenidad y antes habría yacido con él que pronunciado su nombre.

DON GASPAR.
Muy probablemente, pobre señora.

MELINDRES.
Lo creo.

REMILGOS.
No lo dudo.

DON GASPAR.
Bien, bien –que Vueseñoría es tan virtuosa como cualquiera lo sé yo y lo sabe la Villa entera —él, ¡je, je, je! Por lo tanto, ahora que os gusta, id a vuestros asuntos conjuntamente, id, id a vuestros asuntos, digo, a vuestros placeres mientras yo atiendo a mis placeres: el negocio.

MADAMA DE AZOGUE.
Venid, pues, querido galán.

CORNELIUS.
Vayamos, queridísima amiga.

DON GASPAR.
Así, así es como quiero que sea.

Mutis DON GASPAR

CORNELIUS.
Y como yo quiero que sea.

MADAMA DE AZOGUE.
¡Quien, por seguir su negocio, de la esposa huya,
285
cerciórese antes que el negocio de ella concluya!

Mutis todos

ACTO III, Escena 1

ALITEA y DOÑA CUCA

ALITEA.
Hermana, ¿qué os aflige? Os habéis vuelto melancólica.

DOÑA CUCA.
¿No volvería melancólica a cualquiera veros todos los días revoloteando fuera de casa mientras yo debo quedar en ella como un pobre pájaro aburrido y solitario en una jaula?

ALITEA.
Sí, hermana. Pero vos vinisteis, joven y recién salida del nido, a la jaula, así que pensé que os gustaba; y que podíais ser tan venturosa dentro de ella como otras que salieron a volar en edad temprana y que van dando saltitos por ahí, al aire libre.

DOÑA CUCA.
Bueno, confieso que yo estaba bastante tranquila hasta que mi esposo me contó las vidas tan grandiosas que las damas de Londres llevan fuera de casa, con sus bailes, sus juntas y saraos, ataviadas todos los días con sus mejores vestidos y, os lo aseguro, jugando a los bolos todos los días de la semana, como lo hacen.

Entra MAESE CUCO

CUCO.
A ver, ¿qué está pasando aquí? Le estáis metiendo los placeres de la Villa en la cabeza y haciendo que le apetezcan.

ALITEA.
Sí, después de los juegos de bolos. No sufrís que nadie más que vos le haga apetecerlos.

CUCO.
Yo le relato las vanidades de la Villa como un confesor.

ALITEA.
¿Un confesor? Igual de confesor que quien, al prohibirle a un necio mozo de cuadra untar los dientes del caballo le enseñó como hacerlo.

CUCO.
Vamos, Doña Frivolidades, los buenos preceptos se pierden cuando los malos ejemplos aún los tenemos presentes. La libertad que os tomáis fuera de casa le hace apetecerla y estar malhumorada en casa. Pobre infeliz, no quería venir a Londres, fui yo quien la trajo.

ALITEA.
Muy bien.

CUCO.
Ella lleva una semana en la Villa y nunca ha mostrado deseos, hasta esta tarde, de salir de casa.

ALITEA.
¿Acaso, no estuvo ayer en la comedia?

CUCO.
Sí, pero nunca me lo pidió. Yo mismo fui la causa de que fuera.

ALITEA.
Entonces, si os lo vuelve a pedir, sois vos la causa de su petición y no mi ejemplo.

CUCO.
Bueno, mañana por la noche me habré librado de vos y al día siguiente, antes de que rompa el día, ella y yo nos habremos librado de la Villa y de mis recelosas aprensiones. Vamos, no estés melancólica, pues pasado mañana irás al campo, queridísima mía.

ALITEA.
¡Gran consuelo!

DOÑA CUCA.
¡Puaf! ¿Por qué me habláis del campo?

CUCO.
Pero, ¿qué es esto? ¿Despreciando el campo?

DOÑA CUCA.
Dejadme a solas. No me encuentro bien.

CUCO.
¡Ah! Si es eso todo — ¿Qué le apena a mi carísima?

DOÑA CUCA.
A decir verdad, no lo sé; pero no me he encontrado bien desde que me dijisteis que un galán en la comedia se enamoró de mí.

CUCO.
¡Ja!

ALITEA.
¡Eso también es por el ejemplo mío!

CUCO.
Vamos. Si no os encontráis bien, sino preocupada porque a un individuo licencioso le dio por mentir y decir que le gustabais, entonces también yo voy a sentirme enfermo.

DOÑA CUCA.
¿De qué enfermedad?

CUCO.
Oh, de una que es peor que la pestilencia —los celos.

DOÑA CUCA.
¡Puaf!, ¡Chanza es! Estoy segura de que no hay una enfermedad tal en nuestro recetario en casa.

CUCO.
No, nunca te la has topado, pobre inocente.
(Aparte) Bueno, si me pones los cuernos, será mi propia culpa, puesto que los cornudos y los bastardos suelen labrar su propia fortuna.

DOÑA CUCA.
Pero, por favor, capullito, vamos a una comedia esta noche.

CUCO.
Acaba de terminar. Ella viene de allí. Pero, ¿por qué estáis tan ansiosa por ver una comedia?

DOÑA CUCA.
A fe, querido mío, no se me da un dite lo que allí se dice, pero deseo contemplar a los cómicos y me gustaría ver, si puedo, al galán que decís que me ama; eso es todo, capullito querido.

CUCO.
¿Eso es todo, capullito querido?

ALITEA.
Esto proviene de mi ejemplo.

DOÑA CUCA.
Bueno, si la comedia ya ha terminado, salgamos de casa de todos modos, capullito querido.

CUCO.
Vamos, un poco de paciencia y saldrás para el campo el viernes.

DOÑA CUCA.
Por lo tanto, me gustaría ver primero algo de la ciudad para poder contárselo a mis vecinos. Vamos, que, de una vez, quiero salir de casa.

ALITEA.
También yo soy la causa de este deseo.

CUCO.
Pero, ahora que lo pienso, ¿quién atrajo a Cornelius a mis aposentos, hoy? Fuisteis vos.

ALITEA.
No, vos; porque no le permitiáis ver a vuestra atractiva esposa fuera de vuestros aposentos.

DOÑA CUCA.
¡Pero, señor! ¿De verdad que el caballero vino hasta aquí a verme?

CUCO.
No, no. — ¿Vos tampoco sois el motivo de esa maldita pregunta, Doña Alitea? (Aparte) Bueno, tiene razón. Está enamorado de mi esposa.... y viene tras ella... pero yo cortaré su amor antes de que florezca; a menos de que nos siga al campo y se le rompa la rueda del coche cerca de casa, a propósito, como excusa para llegarse a ella. Pero, creo conocer la Villa.

DOÑA CUCA.
Vamos, capullito querido. Salgamos de casa antes de que se haga tarde. Pues yo voy a salir: eso está claro como el agua.

CUCO.
(Aparte) ¡Vaya! Ya tiene la obstinación de una esposa de la Villa y, mientras estemos aquí, he de soportarla como tal. Hermana, ¿cómo lo haremos para que ni la vean ni la reconozcan?

ALITEA.
Que se ponga una máscara.

CUCO.
¡Quia! Una máscara aumenta la curiosidad en la gente y es un disfraz tan ridículo como una barba postiza en un actor; sus formas, su estatura y atuendo serán conocidos. Y si, por casualidad, topáramos con Cornelius, seguro que se nos asociaría, deseándole toda suerte de gozos, la besaría, le hablaría, se inclinaría sobre ella y... ¡el pandemonio! No, no usaré una máscara, es peligroso; las máscaras han hecho más cornudos que los mejores rostros jamás conocidos.

ALITEA.
¿Cómo lo haréis, entonces?

DOÑA CUCA.
En fín ¿nos vamos? La Lonja habrá cerrado y estoy resuelta a verla.

CUCO.
A ver... ya lo tengo... La vestiré con este traje que tenemos que llevarle a su hermano, el señorito Don Jaime. No, si yo me conozco los trucos de la Villa. Vamos, vistámosla. ¡Una máscara! No —una mujer enmascarada, como un plato cubierto, despierta la curiosidad y el apetito de un hombre y, al descubrirlo le puede revolver el estómago; no, no.

ALITEA.
En verdad que vuestra comparación es algo grasienta. Pero yo tuve un noble galán que solía decir: “Un belleza enmascarada, como el sol en un eclipse, atrae más espectadores que cuando brilla.”

Mutis todos

[ACTO III, Escena 2]

La escena cambia a la Nueva Lonja de Mercaderes
Entran CORNELIUS, HARCOURT y DORILANT

DORILANT.
¿Comprometido con mujeres, no cenáis, pues, con nosotros?

CORNELIUS.
Sí, que la peste se las lleve a todas.

HARCOURT.
Erais mucho más razonable esta mañana y teníais las mismas nobles resoluciones en su contra que un viudo en su primera semana de libertad.

DORILANT.
¿Acaso alguna vez llegué a pensar que le haríais compañía a las mujeres en vano?

CORNELIUS.
¿En vano? No —es que como no puedo amarlas, me vengaré de ellas.

HARCOURT.
Ahora que habéis perdido el aguijón, vuestro aspecto en el palco, entre todas aquellas mujeres, era como el de un zángano en la colmena; todas encima, todas empujándoos y maltratándoos, zarandeándoos de un lado para otro.

DORILANT.
Sí, pero tiene que estar zumbando en su derredor, como otros zánganos rijosos y chorlitos. Evitadlas y odiadlas, como ellas os odian a vos.

CORNELIUS.
Puesto que las odio y más que las odiaré, habré de frecuentarlas. Podéis ver, gracias al matrimonio, que nada hace más odiosa a la mujer que su constante intimidad. En dos palabras, si intimo con ellas, lo hago al igual que con los necios ricos, para reirme de ellas y abusar de ellas.

DORILANT.
Pero, yo no cenaría con mujeres a menos de que pudiera yogar con ellas, como no cenaría con un pisaverde rico, a menos de que pudiera estafarle.

CORNELIUS.
Sí. Se ha dado el caso de que has cenado con un necio por su beber; si podía disponer vuestra mano tan sólo en ese sentido estabais satisfecho y, si resultaba ser un bebedor sin fondo, era suficiente.

HARCOURT.
Sí. A menudo un hombre bebe con un necio, igual que echa los dados con un árbitro de juegos, para no perder la práctica. Pero, ¿las damas beben?

CORNELIUS.
Sí, señor; y tendré el placer de tumbarlas con una botella y acarrearles un escándalo tan grande como, en su día, lo hiciera de la otra manera.

HARCOURT.
Puede que, entre ellas, resultéis un hermano tan débil de esa manera como de la otra.

DORILANT.
¡Bah! Beber con mujeres es tan antinatural como zaherir con ellas. No es sino un placer de fornicadores en decadencia y el modo más bajo de saciar el amor.

HARCOURT.
No, es ahogar el amor, más que saciarlo. Pero, ¡mira que dejarnos por mujeres comedidas!

DORILANT.
Sí, considerando que no va a suponerles mejora. Apenas si podemos perdonar a un hombre que deja a su amigo por una moza; y eso que tal caso no supone desafuero.

CORNELIUS.
A fe que no os dejaría por ellas si no bebieran.

DORILANT.
¿Quién dejaría plantada a la compañía en Casa Lewis por un chismorreo?

HARCOURT.
¡Bah! El vino y las mujeres, buenos por separado, juntos son tan nauseabundos como el málaga y el azúcar. Hacedme caso, señor, antes de ir; algo de vuestros consejos. Un general viejo y lisiado, cuando ya no es útil para la acción, es más adecuado como consejero. Yo tengo otros planes para las mujeres que no el comer y beber con ellas. Estoy enamorado de la amada de Barbilindo, con quien ha de casar mañana. Ahora bien, ¿cómo podré tenerla?

Entra BARBILINDO, mirando en derredor

CORNELIUS.
Pues aquí llega quien os hará de tercero.

HARCOURT.
¡Él! Os digo que él es mi rival y estorbará mi amor.

CORNELIUS.
No. Un rival necio y un marido celoso ayudan a los planes de sus rivales, pues es seguro que harán que sus mujeres les odien, lo que constituye el primer paso para que amen a otro hombre.

HARCOURT.
Pero yo no puedo aproximarme a su amada si no es en su compañía.

CORNELIUS.
Tanto mejor para vos, puesto que a los bobos se les engaña mucho más fácilmente cuando ellos mismo son cómplices; y se le burla la dama, al igual que se le birla el dinero, la amante común, haciéndole compañía.

BARBILINDO.
¿A quien se va a burlar? A fe, dejad que participe. No topo una burla desde Navidades. Dios, se me antoja que las burlas, como sus hermanas las chochaperdices, salen con el tiempo frío.

HARCOURT.
(Aparte a CORNELIUS) ¡Pestes! No lo habrá oído todo, espero.

BARBILINDO.
Vamos, pícaros burlones, ¿dónde vamos a cenar?—Ah, Harcourt, mi enamorada me dice que le habéis estado haciendo ferozmente el amor durante toda la comedia, ¡ja, ja!, Pero yo...

HARCOURT.
¿Hacerle yo el amor?

BARBILINDO.
¡Va! Te perdono. Pues creo conocerte a ti y yo la conozco a ella; pero estoy seguro de conocerme a mi mismo.

HARCOURT.
¿Así os lo dijo ella? Veo que todas las mujeres son como estos de la Lonja de Mercaderes, que, para encarecer el precio de sus bienes, les relatan a sus caros clientes ofertas que nunca recibieron.

CORNELIUS.
Sí, mientras los hombres lo hacen después, las mujeres tienden a relatar los amores con antelación y, así, mostrarse el sexo vano. Pero, ¿tienes enamorada, Barbilindo? Me cuesta creerlo, igual que si alguna vez hubieras dispuesto de una burla, como hace un momento te ufanabas.

BARBILINDO.
Oh, vuestro seguro servidor, señor. ¿Volvéis a vituperar, señor? Pero algunos de nosotros os ganamos la mano, hoy, en la comedia. Los ingeniosos se mostraron algo atrevidos con vos, señor; ¿no nos oísteis reír?

HARCOURT.
Sí, pero creía que habíais ido a la comedia a reíros del ingenio del poeta, no del vuestro.

BARBILINDO.
Vuestro seguro servidor, señor; no, gracias. Pardiez, yo me voy a una comedia como me retiro a una casa de solaz. Llevo mi propio vino a la una y mi propio ingenio a la otra; de lo contrario, estoy seguro de no estar contento en ninguna de ambas partes. Y la razón por la cual, a menudo, éramos más ruidosos que los actores, es porque creo que hablamos con mayor ingenio y así nos volvemos rivales del poeta ante su público. Pues, a decir, verdad, detestamos a los pícaros necios, incluso objetamos a sus obscenidades en la escena mientras que nosotros, en el patio de mosqueteros, no elevamos tanto el tono.

CORNELIUS.
Pero, ¿por qué habrías de odiar a los bobos de los poetas? Tienes demasiado ingenio como para ser uno de ellos y ellos, como las putas, solamente se odian entre sí. Y seguro estoy que desdeñas la escritura.

BARBILINDO.
Sí. Sabed que desdeño la escritura. Pero las mujeres, las mujeres, que hacen que los hombres cometan necedades, también les hacen escribir canciones. Todo el mundo lo hace. Es casi tan común entre amantes como jugar con los abanicos. Y no puedes evitar hacerle rimas a tu Filis, como tampoco beber con tu Filis.

HARCOURT.
Cierto, la poesía en el amor es tan inevitable como los celos.

DORILANT.
Pero, los poetas maldijeron vuestras canciones, ¿no?

BARBILINDO.
Malditos sean los poetas. Los trocaron en versos burlescos, como lo llaman. Eso de lo burlesco es un truco suyo de abracadabra, que, por virtud de sus totum revolutum y de sus volteretas, truecan a un hombre, sabio y discreto en el mundo, en un gracioso sobre las tablas, ¡a saber como lo hacen! —Y por eso los odio también pues, por lo que yo sé, puede ser mi propio caso; ya que meterán a un hombre en una comedia por mirar de reojo. Sus predecesores se bastaban con hacer graciosos de comedia a los criados; pero estos bellacos tienen que hacerlo con hidalgos — ¡que la peste se los lleve! — incluso con caballeros titulados. Y, a fe, que no se ve gracioso en la escena que no sea un caballero. Y, si he de deciros la verdad, llevan seis años evitando que realmente me intitulara de caballero, por miedo a que me hicieran caballero en una comedia y se me motejara de necio.

DORILANT.
No se lo tengáis en cuenta, han de seguir su copia —la época.

HARCOURT.
Pero, ¿por qué habrías de temer que te incluyan en una comedia, cuando os mostráis todos los días en los teatros de comedias y también en lugares públicos?

CORNELIUS.
Solamente es por estar en la escena en vez de estar de pie en un banco del patio.

DORILANT.
¿No dais dinero a los pintores para que pinten vuestra semejanza? Y ¿teméis vuestros retratos prolongados en los teatros de comedias, donde todas vuestras amantes pueden veros?

BARBILINDO.
¡Y una peste! Los pintores no dibujan las viruelas ni las pecas de la cara. ¡Va! ¡Por el mundo! Malditos sean todos los necios autores, sean cuales fueren, todos lo libros y libreros, y todos los lectores, corteses o descorteses.

HARCOURT.
Pero, ¿quién viene aquí, Barbilindo?

Entran MAESE CUCO y su mujer vestida en ropa de hombre, ALITEA, LUCÍA su doncella

BARBILINDO.
¡Oh, escondedme! También está mi amada.

BARBILINDO se esconde tras HARCOURT

HARCOURT.
Te ve.

BARBILINDO.
Pero yo no he de verla. Es hora de ir a Palacio y no puedo faltar en la antecámara.

HARCOURT.
Por favor, primero llevadme a reconciliarme con ella.

BARBILINDO.
¡En otro momento! A fe mía, el rey ya habrá cenado.

HARCOURT.
Tu ausencia no le habrá revuelto el estómago. Eres uno de esos bobos que creen su presencia en las comidas del rey tan necesarias como la de sus físicos, aun cuando le causáis mayores problemas que sus médicos o sus perros.

BARBILINDO.
¡Bah! Yo sé lo que me interesa, señor. Por favor, escóndeme.

CORNELIUS.
Cuco, servidor de Vuesamerced. ¡Cómo! ¿No nos conoce?

CUCO.
(A su mujer, aparte) Vamos.

DOÑA CUCA.
Por favor, ¿tenéis algún romance? ¿Alguno de a seis peniques?

HEBILLA.
No tenemos romances.

DOÑA CUCA.
Dadme, entonces, Diversiones de Covent Garden y una comedia o dos... Oh, aquí están Las argucias de Tarugo y La doncella desairada. Démelas.

CUCO.
(Aparte a ella) No, las comedias no son para vuestra lectura. Vamos, ¿queréis que os descubran?

CORNELIUS.
¿Quién es el lindo mozo que va con él, Barbilindo?

BARBILINDO.
Creo que es el hermano de su mujer, porque se le parece; pero la he visto solamente una vez.

CORNELIUS.
Extremadamente apuesto. Yo también he visto una cara como esa. Sigámosles.

Mutis CUCO, DOÑA CUCA, ALITEA, LUCÍA; CORNELIUS y DORILANT les siguen

HARCOURT.
Vamos, Barbilindo. Vuestra amada os ha visto y le enfadará que no vayáis con ella. Además, quisiera reconciliarme con ella y eso solamente lo podéis conseguir vos, querido amigo.

BARBILINDO.
Bueno, esa es una razón mejor, querido amigo. No me acercaría a ella, ahora, ni por ella, ni por mí; pero no puedo negaros nada; pues, aunque te conozco desde hace mucho, da igual, te tengo en la misma estima como si acabara de conocerte.

HARCOURT.
Querido amigo, grande es mi obligación hacia vos. Quisiera estar a bien con ella solamente por seguir estando a bien contigo; puesto que estos lazos con esposas suelen disolver todos los lazos con las amistades. Yo me daría satisfecho conque gozara de vos por las noches; pero os querría para mí durante el día, como hasta ahora ha sido, querido amigo.

BARBILINDO.
Y me gozarás de día, querido, querido amigo, pierde cuidado; antes me divorciaré de ella que de tí. Vamos...

HARCOURT.
(Aparte) Difícil lo tenemos cuando hacemos de nuestro rival nuestro tercero; pero ni ella ni su hermano me permitirán acercarme a ella, ahora. A fin de cuentas, un rival es la mejor capa bajo la cual robar una amada, sin sospechas; y una vez la hemos conseguido como queríamos nos desembarazamos de él como de otras capas.

Mutis BARBILINDO y HARCOURT tras él
Vuelven a entrar CUCO, DOÑA CUCA en ropas de hombre

CUCO.
(A ALITEA [fuera del escenario]) Hermana, si no queréis ir, habremos de dejaros. (Aparte) El necio de su galán y ella reclutarán a todos los jóvenes paseantes a este lugar y dejarán a sus queridas costureras para seguirnos. ¡Menudo rebaño de cornudos y de cornífices que hay aquí! —Vamos, vámonos, Doña Margarita.

DOÑA CUCA.
Ni hablar, aún no he me hartado de mirar.

CUCO.
Entonces, por aquí.

DOÑA CUCA.
¡Señor y que carteles más lucidos! Fijaos, — ¡La Testa de Toro, La Testa de Carnero, La Testa de Ciervo! Querido...

CUCO.
Ah, si el cartel propio de todo marido fuera visible aquí, todos serían parejos.

DOÑA CUCA.
¿Qué quieres decir con eso, capullito?

CUCO.
No importa... no importa, capullito.

DOÑA CUCA.
Dímelo, por favor, insisto en saberlo.

CUCO.
Todos serían testas de toros, de ciervos y de carneros.

Mutis MAESE CUCO y DOÑA CUCA
Vuelven a entrar BARBILINDO, HARCOURT, ALITEA y LUCÍA por la otra entrada

BARBILINDO.
Vamos, querida señora, os habéis de reconciliar con él por mi amor.

ALITEA.
Por vos le odio.

HARCOURT.
Eso suena harto cruel, señora: odiarme por él.

BARBILINDO.
Sí, en efecto, señora, harto cruel para mí odiar a mi amigo por mi amor.

ALITEA.
Le odio porque es vuestro enemigo; y vos deberíais odiarle también, por hacerme el amor, si es que me amáis.

BARBILINDO.
Esa es buena; ¡yo odiar a un hombre por amaros! Si os ama es porque no puede evitarlo y es falta vuestra y no suya si os admira. Odio a cualquier hombre que sea de mi opinión. No, no lo haré nunca, por el mundo que no.

ALITEA.
¿Es por vuestro honor o por el mío, aguantar que un hombre me haga el amor, a mí, que he de desposaros mañana?

BARBILINDO.
¿Es por vuestro honor o por el mío darme de celos? El hecho de que os haga el amor es muestra de que sois apuesta; y el hecho de que yo no sufra de celos, es cartel de vuestra virtud. Eso creo que favorece vuestro honor.

ALITEA.
Pero también me preocupo por vuestro honor.

HARCOURT.
Pero, ¿por qué, queridísima señora, habríais de estar más preocupada por su honor que por el vuestro? Dejad en paz a su honor, por mi amor y por el suyo. Él, él no tiene honor...

BARBILINDO.
¿Cómo es eso?

HARCOURT.
Más allá del que mi querido amigo puede guardar por él mismo.

BARBILINDO.
¡Ja! —Tiene razón, de nuevo.

HARCOURT.
Vuestra preocupación por su honor arguye su propia despreocupación, lo que no arguye honor alguno a favor de mi amigo, aquí presente; por lo tanto y una vez más, dejad que su honor se encamine por donde quisiere, querida señora.

BARBILINDO.
Sí, sí, ¿sería acaso un honor para mí casarme con una mujer cuya virtud yo pusiera en duda y que no pudiera confiar en manos de un amigo?

ALITEA.
¿No teméis perderme?

HARCOURT.
¿Él temer perderos, señora? No, no —podéis ver como valora a la más estimable y más gloriosa criatura del mundo. ¿No queréis verlo?

BARBILINDO.
En verdad, honrado Paco. Albergo tan noble valor en ella que no puedo estarle celoso.

ALITEA.
No le habéis entendido. Lo que quiere decir es que ni os importo yo ni quien me pueda tener.

BARBILINDO.
¡Por Dios, señora, veo que estáis celosa! ¿Le arrancaréis a un pobre hombre el significado de sus palabras por la fuerza?

ALITEA.
Me espantáis, señor, con vuestra falta de celos.

BARBILINDO.
Y a mí, señora, me aturdís con vuestros celos y temores y virtud y honor. ¡Pardiez! Ya veo que la virtud vuelve a una mujer tan molesta como algo de lectura o de instrucción.

ALITEA.
¡Monstruoso!

LUCÍA.
(Detrás) Desde luego, ¡con qué maridos tan fáciles se encuentran las damas de calidad! Una pobra camarera nunca tendrá esta suerte propia de damas. Además, se ha echado a perder para ella; ella no hará uso alguno de su fortuna, su bendición; nada como un caballero para un cornudo de casta, porque se requiere buena crianza para ser un cornudo.

ALITEA.
Os lo diré entonces abiertamente: persigue desposarme.

BARBILINDO.
¡Bah!

HARCOURT.
Vamos, señora, ya veis que os esforzáis en vano porque esté celoso de mí. Mi querido amigo es la criatura más amable en el mundo para mí.

BARBILINDO.
Pobre hombre.

HARCOURT.
Pero su sola amabilidad no es suficiente para mí sin vuestro favor. Vuestra buena opinión, señora, es lo que ha de volver mi felicidad perfecta. El buen caballero cree todo cuanto digo; ¡ojalá vos hicierais lo mismo! ¡Celoso de mí! No le faltaría a él ni a vos por nada del mundo.

ALITEA camina de un lado para otro sin prestar atención

BARBILINDO.
Pero, fijaos. Escuchadle, escuchadle y no os apartéis de ese modo.

HARCOURT.
Os amo, señora, tanto...

BARBILINDO.
¿Cómo está eso? —Ahora si que empezáis a ir demasiado lejos, a fe.

HARCOURT.
Tanto, lo confieso, tanto os amo que no soportaría veros desdichada y arrojada a alguien tan indigno y de tan poca consideración como lo que aquí veis.

Se golpea el pecho con la mano y señala a BARBILINDO

BARBILINDO.
No, a fe. No creo que lo hicierais. Ahora está claro su sentido. Pero ya lo supe antes, que no me haríais agravio ni a mí ni a ella.

HARCOURT.
No, no permita el cielo que la gloria de su sexo cayera tan bajo como los abrazos de un ser despreciable, el último de la humanidad — mi querido amigo, aquí— yo lo agravio.

Abraza a BARBILINDO

ALITEA.
Muy bien.

BARBILINDO.
No, no querido amigo, yo lo sabía. Señora, veis que antes se hará agravio a si mismo que a mí, llamándose por tales nombres.

ALITEA.
¿Aún no le habéis entendido?

BARBILINDO.
Sí. Con cuanta modestia habla de si mismo, el pobre.

ALITEA.
Yo creo que habla de vos con desvergüenza puesto que —y delante de vos, incluso. De manera que no puedo sufrir por más tiempo su rastrero abuso de vos, ni su amor por mí.

Hace ademán de irse

BARBILINDO.
No, por favor, señora, quedaos. ¡Su amor por vos! Por Dios, señora, ¿no ha hablado con suficiente claridad todavía?

ALITEA.
Sí en efecto. Yo diría que sí.

BARBILINDO.
Entonces, por el mundo ¿acaso un hombre no puede hablar comedidamente con una mujer, sin que ella crea que le hace el amor? No, señora, os quedaréis aquí, con perdón, puesto que aun no le habéis entendido; hasta que os haya hecho esclarecimiento de su amor por vos, es decir de qué tipo de amor se trata. [A HARCOURT] Responde según tu catecismo, amigo, ¿amáis a mi amada aquí presente?

HARCOURT.
Sí. Desearía que no lo dudara.

BARBILINDO.
Pero, ¿cómo la amáis?

HARCOURT.
Con toda mi alma.

ALITEA.
Le doy las gracias. Creo que ahora habla con total llaneza.

BARBILINDO.
(A ALITEA) Aún no lo habéis comprendido. —Pero, ¿con qué clase de amor, Harcourt?

HARCOURT.
Con el amor mejor y más verdadero del mundo.

BARBILINDO.
¡Fijaos! Pues, no habla de amor matrimonial, estoy seguro.

ALITEA.
¡¿Cómo?! ¿Decís que el amor matrimonial no es el mejor?

BARBILINDO.
(Aparte) ¡Pardiez! Ahí he ido demasiado lejos, antes de darme cuenta. —Pero, hablad por vos mismo, Harcourt. Dijisteis que no nos haríais agravio ni a mi ni a ella.

HARCOURT.
No, no, señora. Tomadlo, por el amor de Dios...

BARBILINDO.
Fijaos, señora.

HARCOURT.
A aquel que, con toda justicia, ha de ser vuestro, quien os ama más.

Se da un golpe en el pecho

ALITEA.
Fijaos, Maese Barbilindo. ¿De quien se trata?

BARBILINDO.
¡¿De quien va a ser?! Proseguid, Harcourt.

HARCOURT.
Quien os ama por encima de mujeres, títulos o bufones de la fortuna.

Apunta a BARBILINDO

BARBILINDO.
Fijaos, sigue refiriéndose a mí, pues me apunta con el dedo.

ALITEA.
¡Ridículo!

HARCOURT.
Quien sólo puede ser vuestro igual en fidelidad y constancia en el amor.

BARBILINDO.
Sí.

HARCOURT.
Quien sabe, si es posible, cómo valorar tanta belleza y virtud.

BARBILINDO.
Sí.

HARCOURT.
Aquel cuyo amor no puede hallar parangón en este mundo, salvo esa celestial forma vuestra.

BARBILINDO.
No.

HARCOURT.
Quien no podría sufrir mayor rival que vuestra ausencia y, al tiempo, no podría sospechar de vuestra virtud por encima de su propia constancia en el amor que os profesa.

BARBILINDO.
No.

HARCOURT.
Quien, en dos palabras, os ama más que a sus propios ojos, que fueron los que hicieron nacer en él su amor por vos.

BARBILINDO.
Sí. –No, señora, a fe, no os podéis marchar hasta que...

ALITEA.
Cuidado, no me hagáis permanecer tiempo sobrado...

BARBILINDO.
Sólo hasta que os haya saludado; de modo que yo pueda saber a ciencia cierta que sois amigos; tras su honrado consejo y declaración. Vamos, señora, os lo ruego, sed amigos.

Entran MAESE CUCO, DOÑA CUCA

ALITEA.
Debéis disculpar, señor, que no os obedezca todavía.

CUCO.
¡¿Cómo?! ¿Invitando a vuestra esposa a besar hombres? ¡Monstruoso! ¿No os da vergüenza? Nunca os perdonaré.

BARBILINDO.
¿No os da vergüenza que yo tenga mayor confianza en la castidad de vuestra familia que la que vos mismo tenéis? No me daréis lecciones, señor. Soy un hombre de honor, señor, aunque sea ingenuo y libre. Yo soy ingenuo, señor...

CUCO.
Muy ingenuo, señor, compartiendo vuestra esposa con vuestros amigos.

BARBILINDO.
Él es un amigo humilde y de casa, de los que reconcilian las diferencias del lecho matrimonial. Sabéis que marido y mujer no siempre están de acuerdo; yo le he planeado a él para tal uso, de modo que quisiera que estuviera a bien con mi mujer.

CUCO.
Un amigo de la casa. Conseguiréis muchos amigos de la casa mostrando a vuestra esposa como lo hacéis.

BARBILINDO.
¿Y qué? Puede que me complazca en ello, como me complace mostrar ropas elegantes en el teatro de comedias el día de estreno y contar mis dineros delante de los pobres bellacos.

CUCO.
Quien muestra a su esposa o sus dineros, corre el riesgo de prestarlos en algún momento.

BARBILINDO.
Adoro que me envidien y no me casaría con una mujer a quien tan sólo yo pudiera amar. Amar a solas es tan soso como comer a solas. ¿No es esta la época de los ingenuos? Yo soy una persona ingenua. Y, si he de deciros la verdad, puede que adore tener rivales por mi esposa; causan la impresión de que un hombre lo que tiene es una amante mantenida. Y, en fin, buenas noches, he de ir a Palacio. Señora, espero que os hayáis reconciliado ahora con mi amigo; y, por tanto, os deseo unas buenas noches, señora, y que durmáis, si podéis, pues mañana he de haceros una visita con un canónico caballero. Buenas noches, querido Harcourt.

Mutis BARBILINDO

HARCOURT.
Señora, espero que no rechazaréis mi visita si se produjera antes, con un canónico caballero, que la de Maese Barnilindo.

CUCO.
(Interponiéndose entre ALITEA y HARCOURT) Esta dama todavía se encuentra bajo mi custodia; por lo que habréis de evitar vuestras libertades para con ella, señor.

HARCOURT.
¿Habré?

CUCO.
Sí, señor. Es mi hermana.

HARCOURT.
Bien está que lo sea, señor; pues yo habré de ser su servidor, señor. Señora...

CUCO.
Vámonos, hermana. Nos habríamos ido de no haber sido por vos y habríamos evitado a estos rijosos impíos que parecen sombras nuestras.

Entran CORNELIUS y DORILANT adonde están ellos

CORNELIUS.
¿Qué tal, Cuco?

CUCO.
Servidor de Vuesamerced.

CORNELIUS.
¡Vaya! Veo que un ratito en el campo vuelve a un hombre salvaje y bravo, sólo apto para conversar con sus caballos, perros y ganado.

CUCO.
Tengo negocios, señor, y he de atenderlos. Vuestro negocio es el placer, señor, por lo que nuestros senderos han de ser distintos.

CORNELIUS.
Id en buena hora; pero este apuesto señorito...

Sujeta a DOÑA CUCA

HARCOURT.
La dama...

DORILANT.
Y la camarera...

CORNELIUS.
Permanecerán con nosotros: pues que supongo que su negocio es el mismo que el nuestro —el placer.

CUCO.
(Aparte) ¡Muerte de...! La reconoce; ella se muestra tan simple. Pero si no fuera así, más simple sería yo si lo revelara.

ALITEA.
Dejadnos marchar, señor.

CUCO.
Vamos, vamos.

CORNELIUS.
(A DOÑA CUCA) ¿No preferiríais permanecer con nosotros? Cuco, por favor, ¿quién es este apuesto señorito?

CUCO.
Uno de quien soy tutor.
(Aparte) Ojalá pudiera mantenerla alejada de vuestras manos.

CORNELIUS.
¿Quién es? Nunca vi nada tan bonito en toda mi vida.

CUCO.
¡Bah! No lo miréis con tanta insistencia; es un pobre mozo tímido, haréis que se sienta incómodo. Vámonos, vámonos, hermano.

Hace ademán de llevárselo

CORNELIUS.
Ah, ¿vuestro hermano?

CUCO.
Sí, el hermano de mi mujer. Vamos, vamos, nos estará esperando para cenar.

CORNELIUS.
Lo imaginé, pues es muy parecido a la que vi con vos en la comedia y de quien os dije que estaba enamorado.

DOÑA CUCA.
(Aparte) ¡Señor Jesús! ¿Es éste el que está enamorado de mí? Me alegro de ello, a fe, pues un caballero interesante y apuesto y yo ya estoy enamorada de él también. (A MAESE CUCO) ¿Es éste el que decíais, capullito?

CUCO.
(A su mujer) ¡Vámonos, vámonos!

CORNELIUS.
¿Pero qué prisas tenéis? ¿Por qué no me dejáis hablar con él?

CUCO.
Porque lo pervertiréis. Él es joven e inocente todavía y no querría que lo pervirtierais por nada en el mundo.
(Aparte) ¡Cómo fija la mirada en ella! ¡Demonio!

CORNELIUS.
Harcourt, Dorilant, mirad aquí. Esta es la viva imagen de aquella arlote de la que nos habló, de su esposa. ¿Habéis visto alguna vez criatura más adorable? El bribón tiene razón en estar celoso de su mujer, pues es como éste, ella haría que todos los que la viéramos nos enamorásemos de ella.

HARCOURT.
Y, si mal no recuerdo, es su viva imagen.

DORILANT.
Es bonita, en verdad, si se le parece a él.

CORNELIUS.
¿Muy bonita? ¡Bonita alabanza! Es una criatura gloriosa, hermosa por encima de cuanto he visto hasta ahora.

CUCO.
Vale, vale.

HARCOURT.
Más hermosa que la primera amada de un poeta, en su imaginación.

DORILANT.
O que la última amada de otro hombre, en carne y hueso.

DOÑA CUCA.
Vamos, burláis, señor; no os burléis de mí.

CUCO.
Vamos, vamos (Aparte) Cielos, se va a descubrir.

CORNELIUS.
Hablo de vuestra hermana, señor.

CUCO.
Sí, pero al decir que era apuesta, de ser como él, le ha hecho ruborizarse. (Aparte) ¡Que tormento!

CORNELIUS.
Diría que es tan apuesto que no puede ser un hombre

CUCO.
(Aparte) Ya ha salido, la ha descubierto. No puedo sufrirlo más. (A su mujer) Vámonos, vámonos, te digo.

CORNELIUS.
No, con vuestra venia, señor, no ha de irse todavía. (A ellos) Harcourt, Dorilant, atormentemos un poco a este celoso bellaco.

HARCOURT y DORILANT.
¿Cómo?

CORNELIUS.
Os lo mostraré.

CUCO.
Vamos, dejadle ir. Ya no soporto tanta insensatez; os digo que su hermana nos espera para cenar.

CORNELIUS.
¿Ah, sí? De acuerdo, iremos todos y cenaremos con ella y contigo.

CUCO.
No, no. Ahora que lo pienso, después de haber estado esperándonos tanto tiempo seguro que se ha metido en cama. (Aparte) Ojalá que ella y yo estuviéramos bien fuera del alcance de éstos. —Vamos, he de madrugar mañana, vamos.

CORNELIUS.
Bien, si se ha ido a la cama le deseo a ella y a vos unas buenas noches. Pero, os lo ruego, señorito, presentadle a ella mis más humildes respetos.

DOÑA CUCA.
Gracias de corazón, señor.

CUCO.
(Aparte) ¡Muerte de...! Se va a descubrir, haga yo lo que haga. —Parece más comedido con vos, por vuestra amabilidad para con su hermana de lo que yo mismo lo soy, según parece.

CORNELIUS.
Decidle a ella, primoroso señorito, por mucho que esté vuestro hermano aquí presente, que vos habéis revivido el amor que sentí por ella, nada más verla en el teatro de comedias.

DOÑA CUCA.
Pero, ¿de verdad y de verdad que la amáis?

CUCO.
Vamos, vamos —Vámonos, digo.

CORNELIUS.
No, quedaos. Sí, de verdad y de verdad; os ruego que así se lo digáis y que le deis este beso de mi parte.

La besa

CUCO.
(Aparte) ¡Cielos! ¡Cómo sufro! Ahora resulta más que evidente que la ha reconocido y, aun así...

CORNELIUS.
Y este y este...

La besa de nuevo

DOÑA CUCA.
¿A qué me besáis? No soy mujer.

CUCO.
(Aparte) ¡Va! —Ya ha salido —Vamos, ni puedo ni quiero seguir aquí.

CORNELIUS.
En absoluto. Ellos también le van a mandar un beso a vuestra señora esposa. Harcourt, Dorilant, ¿no os parece?

Ellos la besan

CUCO.
(Aparte) ¡¿Cómo sufrirlo?! ¿Acaso no estaba yo acusando hace un momento a otro de esta paciencia villanesca de permitirle a otro besar a su mujer en su presencia? ¡Que diez míl chancros le corroan los labios! —Vamos, vamos.

CORNELIUS.
Buenas noches, mi querido señorito. Señora, buenas noches. Id con Dios, Cuco.
(Aparte a HARCOURT y DORILANT) ¿No os dije que le removería su celosa bilis?

Mutis CORNELIUS, HARCOURT y DORILANT

CUCO.
Bueno, al fin se han ido. Un momento, voy a ver si el coche está en esta puerta.

Mutis
CORNELIUS, HARCOURT y DORILANT regresan

CORNELIUS.
¡¿Cómo?! ¿No os habéis ido todavía? ¿Seguro que haréis lo que deseo que hagáis, caro caballero?

DOÑA CUCA.
Dulce caballero, ¿qué me daréis a cambio?

CORNELIUS.
Cualquier cosa. Venid, vayamos a la siguiente alameda.

Mutis CORNELIUS, tirando de DOÑA CUCA

ALITEA.
¡Alto, alto! ¿Qué hacéis?

LUCÍA.
Parad, parad. No os vayáis...

HARCOURT.
Alto, señora, alto. Dejad que le regale, enseguida estará de vuelta; a fe de que no me iré hasta que no hayáis dado respuesta a mi pleito.

ALITEA y LUCÍA forcejeando con HARCOURT y DORILANT

LUCÍA.
Por Dios, señor; he de seguirles.

DORILANT.
No. También yo tengo un regalo para vos; no les seguiréis.

CUCO vuelve

CUCO.
¿Dónde? ¿Cómo? ¿Qué le ha ocurrido? ¿Ido? ¿Dónde?

LUCÍA.
Solamente se ha ido con el caballero; que le va a dar algo, con la venia de Vuesamerced.

CUCO.
¡Algo! Darle algo. ¡Pestes! ¿Dónde están?

ALITEA.
Sólo en la siguiente alameda, hermano.

CUCO.
¡¿Sólo, sólo?! ¡¿Dónde, dónde?!

Mutis CUCO, que regresa enseguida y vuelve a hacer mutis

HARCOURT.
¿Qué le ocurre? ¿Por qué se preocupa tanto? Pero, queridísima señora...

ALITEA.
Os lo ruego, señor, dejadme marchar. Ya he dicho y soportado bastante.

HARCOURT.
Entonces, ¿ni consideraréis mis cuitas ni os compadeceréis de ellas?

ALITEA.
Considerarlas, cuando no puedo ser su auxilio, sería crueldad y no compasión; por tanto nunca más habré de veros.

HARCOURT.
Permitidme, entonces, señora, el privilegio del amante abandonado, de quejarme y de vituperar y de daros, al menos, una razón de despedida del por qué, si no podéis condescender a desposarme, no habrías de hacerlo con ese miserable, mi rival.

ALITEA.
Sólo él y no vos, puesto que mi honor con él está comprometido, puede darme la razón de por qué no habría de desposarle. Pero, si es fiel y tiene para conmigo lo que creo, también yo he de serle fiel. Servidora de Vuesamerced.

HARCOURT.
¿Acaso las mujeres solamente son constantes en el vicio y, al igual que la Fortuna, solamente les son fieles a los necios?

DORILANT.
(A LUCÍA, que se esfuerza por liberarse de él) ¡No te moverás, robusta criatura! Ya veis que puedo con vos; por tanto, quedaos conmigo y sedme amable.

Entra CUCO

CUCO.
¡Idos, idos, no hay manera de hallarlos! ¡Idos del todo! ¡Que diez mil plagas se los lleven! ¿Por dónde fueron?

ALITEA.
Pues por la otra alameda, hermano.

LUCÍA.
Su asunto habrá culminado enseguida, seguro, con la venia de Vuesamerced. No puede llevarles mucho tiempo, estoy segura de ello.

ALITEA.
¿No están ahí?

CUCO.
No. ¡Vos sabéis dónde están, infame mujer, vergüenza eterna de vuestra familia a quien no os basta con deshonrar por vos misma sino que pensáis necesario ayudarle a ella a lo propio, legión de celestinas!

ALITEA.
Buen hermano—

CUCO.
¡Maldita, maldita hermana!

ALITEA.
Mirad, aquí llega ella.

Entra DOÑA CUCA en ropas de hombre, corriendo, con su sombrero bajo el brazo, lleno de naranjas y de fruta seca. Le sigue CORNELIUS

DOÑA CUCA.
¡Oh, querido capullito, mira todo lo que tengo, mira!

CUCO.
(Aparte, frotándose la frente) Y lo que yo también tengo aquí y vos no podéis ver.

DOÑA CUCA.
El fino caballero me ha dado mejores cosas todavía.

CUCO.
¿Conque sí? – (Aparte) ¡Sin aliento y con la cara toda roja! He de contenerme.

CORNELIUS.
Sólo le he dado a vuestro hermanito una naranja, señor.

CUCO.
(A CORNELIUS) Gracias, señor. (Aparte) Os habéis limitado a exprimir mi naranja, supongo, para devolvérmela luego. Pero he de tener la paciencia de la Villa. (A su mujer). – Vamos, vámonos.

DOÑA CUCA.
Espera a que me haya recompuesto mis finas ropas, capullito.

Entra DON GASPAR AZOGUE

DON GASPAR.
Oh, Maese Cornelius, vamos, vamos, las damas os esperan; vuestra amiga, mi esposa, se espanta de que no acudáis con mayor presteza.

CORNELIUS.
He permanecido esta media hora por vos y culpa vuestra es que no esté con vuestra esposa.

DON GASPAR.
Pero, os lo ruego, no dejéis que ella se entere. La verdad es que le estaba proponiendo cierto proyecto a su Majestad acerca de —os lo diré.

CORNELIUS.
No, vayamos a escucharlo a vuestra casa. Buenas noches, dulce señorito. Un beso más; me recordaréis ahora, espero.

(La besa)

DORILANT.
¡¿Cómo, Don Gaspar?! ¿Separaréis a los amigos? Prometió cenar con nosotros y si os lo lleváis a vuestra casa correréis el riesgo de nuestra compañía también.

DON GASPAR.
Ay de mí, caballeros, mi casa no es apropiada para vuesas mercedes; no hay sino mujeres comedidas, que no son adecuadas. Él, como sabéis, puede soportar ahora la compañía de mujeres comedidas, ¡ja, ja, ja! Además, pertenece a mi familia, él es, ¡je, je, je!

DORILANT.
¿Qué es?

DON GASPAR.
A fe, mi eunuco, si es que habéis de saberlo, ¡je, je, je!

[Mutis] DON GASPAR AZOGUE y CORNELIUS

DORILANT.
Preferiría que fueras su cornudo o el mío. Harcourt, ¡qué buen cornudo se ha perdido por falta de un hombre que lo transforme en uno! Tú y yo no podemos tener el privilegio de Cornelius, quien sí puede hacer uso de él.

HARCOURT.
A fe, para el pobre Cornelius es como recibir una hacienda con sesenta años cuando un hombre no va a poder sacarle provecho.

CUCO.
Vamos.

DOÑA CUCA.
Al punto, capullito.

DORILANT.
Bien, vayámosnos nosotros también. (A ALITEA). Señora, servidor de Vuesamerced. (A LUCÍA) Buenas noches, ramo de cachondiez.

HARCOURT.
Señora, aunque no me dejéis tener unas buenas noches o unos buenos días, yo os los deseo; pero no me atrevo a nombrar la otra mitad de mi deseo.

ALITEA.
Buenas noches por siempre jamás, señor.

DOÑA CUCA.
No sé dónde poner esto de aquí, capullito querido. Cómetelo. A fe que participaréis de las cosas buenas del fino caballero o de los regalos, como él los llamaba, cuando lleguemos a casa.

CUCO.
Cierto.Los merezco puesto que he proveído la mejor parte.
(Aparta la naranja de un manotazo)
ErrorMetrica
275
El galán regala, da albricias, y da el baile y todo
Pero es el cornudo ausente el que cargará todo.


ACTO IV, Escena 1

En casa de CUCO por la mañana.
LUCÍA, ALITEA con vestidos nuevos.

LUCÍA.
Bien, señora. Os acabo de vestir y adornar con profusión de adornos y he gastado muchas onzas de perfume y de polvos perfumados; y todo esto con la misma finalidad con la que la gente adorna y perfuma a un cadáver destinado a una apestosa tumba de segunda mano —así o así de malo es como yo estimo la cama de Maese Barbilindo.

ALITEA.
¡A lo vuestro!

LUCÍA.
No, señora. He de preguntaros la razón por la cual habéis desterrado por siempre de vuestra vista al pobre Maese Harcourt. ¿Cómo pudisteis tener un corazón tan duro?

ALITEA.
Fue porque no tuve el corazón duro.

LUCÍA.
¡Vaya! ¡Fue por puro amor y amabilidad, como si lo viera!

ALITEA.
Así es. No habré de verle jamás, pues que le amo.

LUCÍA.
¡Esa es buena! ¡Una razón bien bonita!

ALITEA.
No me comprendéis.

LUCÍA.
Ojalá os comprendieráis vos misma.

ALITEA.
Mirad, yo estaba prometida en matrimonio a otro hombre a quien mi fuero no tolera que engañe o afrente.

LUCÍA.
¿Puede haber mayor engaño o afrenta para un hombre que entregaros sin vuestro corazón? Yo me lo pensaría.

ALITEA.
Ya se lo recuperaré cuando llevemos cierto tiempo casados.

LUCÍA.
La mujer que se casa para amar mejor está tan equivocada como el mujeriego que se casa para vivir mejor. No, señora, casarse para aumentar el amor es como jugar para hacerse rico — ¡malhaya!, lo que único que se saca en limpio es quedarse limpio.

ALITEA.
Por vuestra retórica colijo que habéis sido sobornada para traicionarme.

LUCÍA.
Sólo por su mérito, que ha sobornado vuestro corazón en contra de vuestra palabra y vuestro rígido honor, ¿sabéis? Pero, ¿qué demonios es este honor? Cierta estoy que es una enfermedad de la cabeza, como la migraña o la gotacoral, la epilepsía, que siempre se apresta para que las personas se hagan daño a si mismas. Los hombres pierden sus vidas por ello, las mujeres lo que les es más querido, su amor, la vida de la vida.

ALITEA.
Vamos, os ruego que no sigas hablando del honor, ni de Maese Harcourt. Querría que llegara el otro para asegurarle mi fidelidad y sus derechos sobre mí.

LUCÍA.
¿Os casaréis, pues, con él?

ALITEA.
Ciertamente. Ya le he dado mi palabra y también le daré mi mano para sellar el acuerdo, cuando venga.

LUCÍA.
Pues así no vuelva a dar puntada, si no es un necio redomado en comparación con el otro fino caballero.

ALITEA.
Admito que carece del ingenio de Harcourt y lo pasaré por alto frente a otra falta suya que es su completa ausencia de celos, lo que no suele faltar en los hombres discretos.

LUCÍA.
Por Dios, señora, ¿qué vais a hacer con un simple por marido? Os proponéis ser honesta, ¿no? Entonces esa virtud del marido, la credulidad, se malgastará en vos.

ALITEA.
Solamente quien sospechara de mi virtud hallaría causa para ello. Es la confianza de Barbilindo en mi verdad lo que me obliga a serle tan fiel.

LUCÍA.
No confiáis en que su opinión perdure.

ALITEA.
He visto que le es imposible ser celoso tras las pruebas que he habido de él. Los celos en un marido — ¡el Cielo me guarde de ellos! Engendran mil plagas para una pobre mujer, la pérdida de su honra, su sosiego y su...

LUCÍA.
Y su placer.

ALITEA.
¿Qué quieres decir, impertinente?

LUCÍA.
La libertad es un gran placer, señora.

ALITEA.
Como digo, la pérdida de su honra, de su quietud, incluso, a veces, de su vida y de lo que a veces es peor todavía, la pérdida de esta ciudad, es decir, que la envíen al campo, que es el maltrato supremo que un marido le puede hacer a una esposa, según creo.

LUCÍA.
(Aparte) Ah, ¿así que por ahí sopla el viento? —Entonces, fuerza es, señora, que penséis que un hombre ha de llevar a su esposa al campo si es prudente. Tengo por cierto que el campo es tan terrible para nuestras jóvenes damas inglesas como el monasterio para las extranjeras. Y, por mi doncellez, creo que preferiría casar con un carcelero londinense que con un alguacil del campo, dado que ninguno de los dos puede cambiar de residencia. Antiguamente, las mujeres de ingenio se casaban con los necios a cambio de una sustanciosa hacienda, un espléndido casón, o algo parecido; pero ahora se hace por conseguir un buen asiento en los paseos de Lincoln Inns, Saint James, o Pall Mall.

Entran BARBILINDO y HARCOURT, vestido como un párroco

BARBILINDO.
Señora, vuestro humilde servidor, que tengáis un día dichoso y también el resto de nosotros.

HARCOURT.
Amén.

ALITEA.
¡¿Qué tenemos aquí?!

BARBILINDO.
A fe, mi capellán. Ah, señora, el pobre Harcourt recuerda su humilde servicio para con vos y, obediente a vuestras últimas órdenes, evita comparecer ante vos.

ALITEA.
¿No es él?

BARBILINDO.
¡No, que va! Pero, para demostrar que nunca pretendió estorbar nuestro matrimonio ha enviado a su hermano conmigo para unir nuestras manos. Cuando me procuro una esposa he de procurarle un capellán, según es costumbre. Este es su hermano y mi capellán.

ALITEA.
¿Su hermano?

LUCÍA.
(Aparte) ¡Y vuestro capellán, para predicar en vuestro púlpito, pues!

ALITEA.
¡Su hermano!

BARBILINDO.
No, si ya sabía que no os lo ibais a creer. Ya os dije, señor, que os tomaría por vuestro hermano Paco.

ALITEA.
¡Creedlo!

LUCÍA.
(Aparte) ¡Su hermano! ¡Ja, ja, je! Aún le queda un truco, según parece.

BARBILINDO.
Venid, carísima; os ruego que vayamos a la iglesia antes de que se pase la hora canónica.

ALITEA.
Que vergüenza, os siguen burlando.

BARBILINDO.
Por el mundo, que raro que ahora seáis tan incrédula.

ALITEA.
Es raro que seáis tan crédulo.

BARBILINDO.
Escuchad, lo que más quiero del mundo. Os digo que este es Lalo Harcourt de Cambridge, por el mundo —ya veis que tiene el aspecto furtivo de la universidad. Cierto es que se parece en algo a su hermano Paco y que solamente difieren el uno del otro en la edad, al ser gemelos.

LUCÍA.
¡Ja, ja, je!

ALITEA.
Vuestra servidora, señor. A mí no se me puede burlar de ese modo, aunque a vos sí. Pero bueno, a ver: ¿cómo sabéis que es verdad lo que afirmáis con tanta confianza?

BARBILINDO.
Pues bien, os lo diré todo. Paco Harcourt vino está mañana para desearme gozo y presentaros sus servicios. Yo le pregunté que si me podía procurar un párroco. Y entonces él me dijo que tenía un hermano que había recibido las sagradas órdenes y se fue enseguida y me lo envió, como ahí lo veis, a mí.

ALITEA.
Sí. Paco se marcha, se pone un hábito negro —y va y os dice que es Lalo. ¡Eso es todo lo que tenéis!

BARBILINDO.
¡Puaf!, ¡Puaf! Por la misma os digo que la comadrona le colocó su liga en el cuello de Paco para poder distinguir el uno del otro, tan parecidos eran.

ALITEA.
¿Esto también os lo dice Paco?

BARBILINDO.
A fe y Lalo, aquí presente, también. Ambos cuentan la misma historia.

ALITEA.
Vaya, vaya; muy bobalicón.

BARBILINDO.
¡Señor! Si no vais a creerme a mí, será mejor que lo pongáis a prueba con vuestra camarera, aquí presente; pues las camareras han de poder distinguir a los capellanes del resto de los hombres, por lo acostumbradas que están a ellos.

LUCÍA.
Veamos. A fe yo diría que tiene la mueca canónica y la palma de la mano sucia y pegajosa de un capellán.

ALITEA.
Y bien, doctor reverendísimo, os ruego que pongamos fin a esta sandez.

HARCOURT.
Con toda mi alma, divina, celestial criatura, cuando gustéis.

ALITEA.
Habla como un capellán, es cierto.

BARBILINDO.
¿Acaso no estaban ahí ‘alma’, ‘divina’, ‘celestial’ en lo que dijo?

ALITEA.
Una vez más, impertinentísimo hábito negro, cesad en vuestra persecución y que concluya este ridículo amor.

HARCOURT.
(Aparte) Lo había olvidado. —Debo adecuar mi estilo a mi hábito o lo vestiré en vano.

ALITEA.
Me he quedado sin paciencia. Pongamos fin ahora mismo a este molesto amor, digo.

HARCOURT.
Así será, seráfica dama, cuando vuestro honor lo falle adecuado y apropiado.

BARBILINDO.
¡Pardiez! Estoy seguro de que solamente un capellán podría hablar así, me parece.

ALITEA.
Dejadme que os diga, señor, que este torpe truco no os va a servir. Aunque demoréis nuestra boda, no la impediréis.

HARCOURT.
Nada más lejos de mi propósito, munífica patrona, que demorar vuestra boda. Yo no tengo mayor deseo que casaros, lo que haría si vos quisierais; pues mi noble, bendito y triplemente generoso patrón, aquí presente, no lo impediría.

BARBILINDO.
No, pobre hombre, no yo, a fe.

HARCOURT.
Y ahora, señora, dejadme deciros llanamente que nadie más os casará. Por el Cielo, antes moriré, puesto cierto estoy que habría de morir después.

LUCÍA.
[Aparte] ¡Cómo le ha hecho su amor olvidar su papel, tal y como lo he podido observar en párrocos de verdad!

ALITEA.
Eso si que son palabras de capellán. Espero que ahora lo hayáis comprendido.

BARBILINDO.
Pobre hombre. Toma pésimamente verse rechazado. No le culpo. Es afrentarlo con una indignidad insufrible. Pero, con vuestro perdón, señora, no será así: él habrá de casarnos. Vamos, señora, os lo ruego, vamos.

LUCÍA.
[Aparte] ¡Ja, ja, je! Mas leña. Es tarde.

ALITEA.
¡Invencible estupidez! Os digo que él me casaría como vuestro rival, no como vuestro capellán.

BARBILINDO.
(Tirando de ella) Vamos, vamos, señora.

LUCÍA.
Os lo ruego, señora, no le impidáis a este ordenado reverendo el honor y la satisfacción de casaros —pues yo diría que el buen doctor ha puesto todo su corazón en ello.

ALITEA.
¿Qué esperáis o planeáis con esto?

HARCOURT.
[Aparte] Yo podría contestar por ella —un aplazamiento de tan sólo un día, revoca, a veces, una apresurada condena. En el peor de los casos, si no se apiada de mí y me permite casar con ella, al menos dispongo del segundo placer del amante, el impedir el disfrute de mi rival, aunque sea por un tiempo.

BARBILINDO.
Vamos, señora. Acaba de dar las doce y mi madre me ha encarecido no casarme nunca fuera de las horas canónicas. ¡Vamos, vamos! Señor, a fe mía y que enormidad de recato, para ser el primer día.

LUCÍA.
Sí, con la venia de Vuesamerced. Las mujeres casadas muestran todo su recato el primer día, porque los hombres casados muestran todo su amor el primer día.

Mutis BARBILINDO, ALITEA, HARCOURT y LUCÍA

[ACTO IV, Escena 2]

La escena cambia a una alcoba donde aparecen CUCO y DOÑA CUCA

CUCO.
Vamos, contádmelo, os digo.

DOÑA CUCA.
¡Señor! ¿No os lo he contado más de cien veces?

CUCO.
(Aparte) Quisiera intentar a ver si, con la repetición del desagradecido relato, pudiera hallar que altera la más mínima circunstancia; pues, si la historia es falsa, también lo es ella. —Vamos, ¿cómo fue, bagasa?

DOÑA CUCA.
Señor y que gusto os da escucharlo, ¿quién lo creyera?

CUCO.
No, que a vos os gusta más relatarlo, me parece. Pero, hablad — ¿cómo fue?

DOÑA CUCA.
Él me llevó a una casa junto a la Lonja de Mercaderes.

CUCO.
Y ¿estabais los dos solos en la pieza?

DOÑA CUCA.
Sí, porque mandó salir a un mozo que allí se encontraba, para traer algo de frutas secas y naranjas de la China.

CUCO.
¿Conque eso hizo? Maldito sea por ello...y por...

DOÑA CUCA.
Pero, enseguida vino la señora dama de la casa.

CUCO.
Hizo bien. ¿Pero qué es lo que él hizo mientras llegaba la fruta?

DOÑA CUCA.
Me besó cien veces y dijo que imaginaba besar a mi fina hermana —o sea yo, sabéis— a quien dijo que amaba con toda su alma y me pidió que no dejara de decírselo y que le pidiera estar cabe su ventana a las once de esta mañana; y que él pasaría bajo la ventana a esa hora.

CUCO.
(Aparte) Y fue fiel a su palabra, muy puntual. ¡Que la peste le sirva de recompensa!

DOÑA CUCA.
Bueno y dijo que, si vos no os encontrabais en casa, incluso subiría a verla a ella —o sea a mí, sabéis— capullito.

CUCO.
(Aparte) Vaya —así que él la reconoció, seguro. Pero, por esta confesión me siento obligado para con ella, por su simplicidad. —En fin, ¿os quedasteis muy quieta cuando él os besaba?

DOÑA CUCA.
Sí, os lo aseguro. ¿Acaso habríais querido que me descubriera a mi misma?

CUCO.
Pero me dijisteis que cometió cierta bestialidad con vos —como vos misma dijisteis. ¿Qué fue?

DOÑA CUCA.
Pues, que puso...

CUCO.
¿Qué?

DOÑA CUCA.
Pues, que puso la punta de su lengua entre mis labios y así me meneó... y yo dije que iba a mordérsela.

CUCO.
¡Ojalá se la pille un chancro perpetuo, por perro!

DOÑA CUCA.
No, no debéis estar disgustado con él, tampoco, pues, a decir verdad, tiene el aliento más dulce que jamás he conocido.

CUCO.
¡Demonio! ¿Os satisfizo entonces y lo volverías a hacer?

DOÑA CUCA.
No, a menos de que él me forzara.

CUCO.
¿Forzaros? ¡Simple! No se le hace fuerza a mujer alguna.

DOÑA CUCA.
Sí, pero, con uno como él, puede estar segura. Es un hombre fuerte y de buenas partes —permitidme que os lo diga: es difícil resistírsele.

CUCO.
(Aparte) Así que está claro: le ama, pero no con un amor suficiente como para ocultármelo. Mas, el verle hará que su aversión hacia mí aumente a la par que el amor por él y ese amor la aleccionará sobre cómo engañarme y satisfacerle, siendo como es una redomada idiota. ¡Amor! Él fue el primero en dar a las mujeres su astucia, su arte para el engaño. De manos de la Naturaleza salieron llanas, abiertas, bobas y aptas para ser esclavas, tal y como Ella y el Cielo lo habían dispuesto, pero el maldito Amor... bueno... he de estrangular a ese pequeño monstruo mientras pueda hacerle frente. —Ve, trae recado de escribir de la pieza contigua.

DOÑA CUCA.
Sí, capullito.

Mutis DOÑA CUCA

CUCO.
(Aparte) ¿Por qué tendrán las mujeres mayores intenciones para el amor que los hombres? Sólo puede ser porque tienen mayores apetencias, pasiones más solícitas, más concupiscencia y más parte del Demonio. (Vuelve DOÑA CUCA)
Vamos, pecorilla, siéntate y escribe.

DOÑA CUCA.
Bueno, capullito, pero no lo hago muy bien.

CUCO.
Ojalá no lo hicieras nada.

DOÑA CUCA.
Pero, ¿por qué habría de escribir?

CUCO.
Os vou a hacer escribir una carta a vuestro enamorado.

DOÑA CUCA.
¡Oh, señor! ¡Una carta para el fino caballero!

CUCO.
Sí, para el fino caballero.

DOÑA CUCA.
Señor, os burláis, seguro que es chanza.

CUCO.
No estoy tan alegre. Vamos, escribid como os mande.

DOÑA CUCA.
¿Qué? ¿Acaso me creéis una necia?

CUCO.
(Aparte) Teme que no le dicte amor alguno por él, por lo tanto, está remisa. —Pero, será mejor que empecéis.

DOÑA CUCA.
¡A fe y a fe que no lo haré y no lo haré!

CUCO.
¿Por qué?

DOÑA CUCA.
Porque él está en la Villa. Podéis enviarle recado para que venga, si queréis.

CUCO.
Muy bien: deseáis que os lo traigan. — ¿A tal punto hemos llegado? Os digo que toméis la pluma y escribáis o me provocaréis.

DOÑA CUCA.
Señor, ¿por qué me queréis volver una necia? ¿Acaso no sé que las cartas solamente se escriben desde el campo a Londres y desde Londres al campo? Ahora bien, él está en la Villa, como yo también; por lo tanto no puedo escribirle, sabéis.

CUCO.
(Aparte) Vaya, me alegro de que no sea peor; todavía es lo bastante inocente. —Sí que podéis, cuando vuestro marido os lo ordena, escribir cartas a gente que está en la Villa.

DOÑA CUCA.
¿Ah, sí? Entonces me doy por satisfecha.

CUCO.
Vamos, comenzad. (Dicta) “Señor...”

DOÑA CUCA.
¿No debería decir “Caro Señor”? Sabéis que siempre se dice algo más que un “Señor” así, desnudo.

CUCO.
Escribid como os ordeno, o yo escribiré “puta” con esta navajuela en vuestra cara.

DOÑA CUCA.
No, buen capullito. (Escribe) “Señor”.

CUCO.
“Aunque anoche sufrí vuestros nauseabundos y detestables besos y abrazos...”. —Escribid.

DOÑA CUCA.
No, ¿por qué habría de decir tal cosa? Sabéis que os dije que tenía un dulce aliento.

CUCO.
¡Escribid!

DOÑA CUCA.
Dejadme que omita “detestables” tan sólo.

CUCO.
He dicho que escribáis.

DOÑA CUCA.
Sea, pues.

Escribe.

CUCO.
Veamos lo que habéis escrito. (Toma el papel en la mano y lee) “Aunque anoche sufrí vuestros besos y abrazos” — ¡Tú, impúdica criatura! ¿Dónde están “nauseabundos” y “detestables”?

DOÑA CUCA.
No podía sufrir el escribir palabras tan sucias.

CUCO.
Una vez más: escribid como quiero que hagáis y no lo discutáis o estropearé vuestra escritura con ésto. (Blande la navajuela). Os sacaré esos ojos que son la causa de este entuerto mío.

DOÑA CUCA.
¡Oh, señor, sí que lo haré!

CUCO.
Así, así. Veamos. (Lee) “Aunque anoche sufrí vuestros nauseabundos y detestables besos y abrazos”. — Seguid. — “No quisiera que llegarais a presumir de poder repertirlos nunca jamás”. — Así...

DOÑA CUCA.
Ya lo he escrito.

CUCO.
Sigue, pues. “Entonces me oculté de vuestro conocimiento, para evitar vuestras insolencias ...”.

DOÑA CUCA.
Así.

CUCO.
“la misma razón, ahora que me encuentro a salvo de vuestras manos...”

DOÑA CUCA.
(Escribe) Así.

CUCO.
“hace que os desvele mi desafortunada, aunque inocente, mogiganga de vestir ropas de hombre...”

DOÑA CUCA.
(Escribe) Así.

CUCO.
“de modo que ceséis de perseguirla, a quien os odia y detesta...” Sigue escribiendo

DOÑA CUCA.
(Suspira) Así.

CUCO.
¿Cómo? ¿Suspiráis? “que os detesta... en la misma medida en que ama a su esposo y a su honra”.

DOÑA CUCA.
Os lo juro, marido, nunca se creerá que yo pudiera escribir una carta así.

CUCO.
¿Qué? ¿Acaso aguardaba una carta más amable por parte vuestra? Vamos, ahora simplemente vuestro nombre.

DOÑA CUCA.
¿Cómo? ¿Acaso no habré de decir “Vuestra más humilde y fiel servidora hasta la muerte”?

CUCO.
¡No, tormento del demonio!
(Aparte) Se me antoja que su estilo sería demasiado suave. —Vamos, dóblala mientras voy a por cera y una vela y escribe en el reverso “Para Maese Cornelius”.

Mutis CUCO

DOÑA CUCA.
“Para Maese Cornelius” —Bien. Me alegra de que me haya dicho su nombre. ¡Querido Maese Cornelius! Pero, ¿por qué habría yo de enviarte una carta tal que te cause enojo y te enfurezca conmigo?... Pues no la voy a enviar... Ah, pero, entonces mi marido me matará... pues veo con claridad que no me dejará amar a Maese Cornelius... Pero, ¿qué me importa a mí mi marido? No lo haré, así que no le enviaré al pobre Maese Cornelius una carta tal...pero entonces, mi marido... Ah, pero ¿y si escribo abajo que mi marido me obligó a escribirla?... Ah, pero entonces mi marido lo vería... ¿No hay, acaso, solución? ¡Ah, una mujer de Londres tendría un centenar a mano! Pero, un momento. ¿Y si escribiera una carta y la doblara como ésta y la sobrescribiera así también? Ah, pero entonces mi marido, la vería... No sé qué hacer... Pero, a fe que lo intentaré y que lo haré... pues no voy a mandarle esta carta al pobre Maese Cornelius, pase lo que pase. (Escribe y repite lo que ha escrito)
“Caro y dulce Maese Cornelius...” Así... “Mi marido querría que os enviara una carta grosera, vil, maleducada...pero yo no he de hacerlo”...así... “y querría que os prohibiera amarme... pero yo no he de hacerlo...” así... “y querría que os dijera, pobre Maese Cornelius, que os odio... pero yo no mentiré porque él me lo diga”. Ahí está... “pues estoy convencida que si vos y yo estuviéramos en el campo jugando a las cartas”... así... “no podría evitar pisaros el dedo bajo la mesa” así... “o frotarnos las rodillas y miraros cara cara hasta que me vierais”... muy bien... “y, luego, bajando la mirada y ruborizándonos una hora entera”... así... “pero he de apresurarme antes de que regrese mi marido; y ahora que me ha enseñado a escribir cartas, recibiréis otras más extensas de mí, que soy, querido, querido, pobre querido Maese Cornelius, vuestra más humilde amiga y servidora para mandar en mí en lo que os pluga hasta la muerte, Margarita Cuca.” —Un momento, he de darle una indicación abajo....así...ahora a doblarla exactamente igual que la otra....y escribe, ahora, “Para Maese Cornelius”. Pero, ¿qué voy a hacer con ella, ahora? Pues, hete aquí que mi marido llega.

Entra CUCO.

CUCO.
(Aparte) Me ha retenido un pisaverde barbilindo con pretexto de visitarme; aunque me temo que a quien quería visitar era a mi esposa. — ¿Qué? ¿Habéis terminado?

DOÑA CUCA.
Sí, sí, capullito. Ahora mismo.

CUCO.
Veámosla. ¿Por qué tembláis? ¿Acaso no querríais enviarla?

DOÑA CUCA.
Aquí.
(Aparte) No, no debo darle ésta, mal me habría ido de habérsela dado.

CUCO.
(Abre y lee la primera carta) Vamos, ¿dónde están la cera y el sello?

DOÑA CUCA.
(Aparte) Señor, ¿qué voy a hacer ahora? ¡Pero si ya lo tengo! —Os lo ruego dejádmela ver. Señor, ¿acaso me creéis una necia tan redomada que no puedo sellar una carta? Yo lo haré, sí que lo haré.

Le arrebata la carta la cambia por la otra, la sella y se la entrega

CUCO.
A fe, que creo que aprenderéis a hacer eso; y otras cosas, también, que yo no quisiera.

DOÑA CUCA.
Ya está. ¿No lo he hecho de maravilla? (Aparte) Creo que sí. Ahí va mi carta para Maese Cornelius, puesto que se empecina en que envíe cartas a la gente.

CUCO.
Está muy bien, pero aseguraría que vos no querríais enviarla, ahora.

DOÑA CUCA.
Por el contrario, ahora sí que querría, capullito.

CUCO.
Entonces os portáis como una buena chica. Vamos, dejadme que os encierre en vuestra cámara hasta mi regreso. Y aseguraos de no acercaros a más de tres pasos de la ventana cuando me haya ido, puesto tengo una espía en la calle. (Mutis DOÑA CUCA. CUCO cierra la puerta con llave)
Al menos ella ha de creerlo. Si no engañamos a las esposas, ellas nos engañarán a nosotros; y es lícito usar de fraude con enemigos secretos, de entre los cuales la esposa es quien más peligro tiene. Y aquel que tiene un esposa hermosa que mantener, igual que el que tiene una población en la frontera, antes ha de cuidarse de la traición que de una fuerza en descubierta. Ahora que estoy totalmente asegurado por dentro, me enfrentaré al enemigo sin noticias falsas.

(Sostiene en alto la carta)
Mutis CUCO

[ACTO IV, Escena 3]

La escena cambia a los aposentos de CORNELIUS.
CURANDERO y CORNELIUS

CURANDERO.
Y bien, señor, ¿Cómo va el nuevo plan? ¿Progresa? ¿Habéis tenido la misma suerte que todos vuestros hermanos proyectistas, que, a la postre, sólo se engañan a si mismos?

CORNELIUS.
No buen domine doctor. Tal parece que os engaño a vos y a los demás, pues las graves matronas y los viejos y rígidos maridos me creen igual de inepto para el amor que ellos. Pero sus esposas, hermanas e hijas —al menos algunas— ya se han desengañado.

CURANDERO.
¡¿Ya?!

CORNELIUS.
Ya, creedme. Anoche estaba bebido con media docena de personas comedidas, como las llamáis, y personas de honor; y así se me concedió libre acceso a su compañía y sus vestidores, para siempre jamás; y ya he alcanzado el privilegio de dormir en su colchones, de calentar sus camisas, de atarles los zapatos y las ligas y cosas parecidas, doctor. Ya, ya, doctor.

CURANDERO.
Habéis aprovechado el tiempo, señor.

CORNELIUS.
Te digo que ahora no les supongo interrupción mayor, cuando están cantando o hablando de porquerías, que si yo fuera un gordezuelo pajecillo francés que no habla inglés.

CURANDERO.
¿Pero es que las personas comedidas y las mujeres de honor beben y cantan acerca de porquerías?

CORNELIUS.
Ah sí, entre amigas, entre amigas. Pues los hipócritas del honor son como los hipócritas de la religión. Temen más el ojo del Mundo que el del Cielo y creen que no hay mayor virtud que hacer mofa del vicio y que no hay ningún pecado sino el escándalo. Se mofan del pobre actorcillo mantenido y mantienen a algún comediante del púlpito, joven y modesto, para que les sea confidente de sus pecados, en sus cámaras privadas, para no contárselos en su capillas.

CURANDERO.
A fe, que, entre las mujeres, los reverendos nos están ganando la mano a nosotros lo confesores laicos, los físicos.

CORNELIUS.
Y ellas prefieren ser sus pacientes, pero... Entra MADAMA DE AZOGUE mirando en derredor
Hablando de mujeres de honor aquí entra una. Escóndete detrás de esa mampara y observa si tengo ya, o no, privilegios particulares con mujeres de reputación, doctor.

[CURANDERO pasa detrás de la mampara]

MADAMA DE AZOGUE.
Y bien, Cornelius, ¿no soy una mujer de honor? Veis que cumplo mi palabra.

CORNELIUS.
Y veréis, señora, que yo no os voy a la zaga en honor. Y también yo cumpliré con mi palabra, si os place retiraros a la pieza contigua.

MADAMA DE AZOGUE.
Pero antes, mi querido señor, debéis prometerme cuidar de mi querido honor.

CORNELIUS.
Si habláis una vez más de honor me será imposible afrentarlo. Hablar de honor en los misterios del amor es como hablar del cielo o de la deidad en un acto de hechicería cuando estáis empleando al diablo: vuelve el hechizo impotente.

MADAMA DE AZOGUE.
¡Uy, no seamos sucios! Pero habláis de misterios y de hechizarme —no os comprendo.

CORNELIUS.
Os digo, señora, que la palabra ‘dineros’ en boca de la amiga y tan a punto no es sonido mas descorazonador para el hermano pequeño que la palabra ‘honor’ lo es a un amante animoso como yo.

MADAMA DE AZOGUE.
Pero no podéis reprochar a una dama de mi reputación el ser cautelosa.

CORNELIUS.
¡Cautelosa! Ya me he encargado yo de la cautela con la fama que he propagado de mí.

MADAMA DE AZOGUE.
Sí. Pero si alguna vez les confiarais a otras mujeres ese secretillo, todo se sabría. No. Debéis tener gran cuidado con vuestra conducta, pues mis conocidas son censuradoras — ¡oh, que mundo éste, más malvado y censurador, Maese Cornelius!— son tan censuradoras y detractoras que, quizás, hablen en perjuicio de mi honor, aunque vos no les reveléis el querido secreto.

CORNELIUS.
¡No, señora, antes de que perjudiquen vuestro honor yo perjudicaré el suyo; y, para haceros un servicio, yogaré con todas ellas, haciendo que el secreto sea también suyo y así lo habrán de guardar! Soy un maquiavelo en el amor, señora.

MADAMA DE AZOGUE.
No, señor. De esa forma, no.

CORNELIUS.
¡Pues que el diablo me lleve si a las mujeres censuradoras se les puede callar de cualquier otra forma!

MADAMA DE AZOGUE.
Un secreto se guarda mejor, espero, por una sola persona que por una multitud. Por tanto, os ruego que no se le confiéis a nadie, querido, querido Maese Cornelius.

Abrazándolo
Entra DON GASPAR AZOGUE

DON GASPAR.
¡Hola!

MADAMA DE AZOGUE.
(Aparte) ¡Oh, mi marido! ...¡me ha impedido! ... y lo que es casi igual de malo, me ha encontrado con mis brazos alrededor de otro hombre... va a parecer excesivo... ¿Qué diré? —Don Gaspar, venid aquí. Estoy probando a ver si Maese Cornelius tiene cosquillas y es de lo más cosquilloso. Adoro atormentar al confundido sapo. Hagámosle cosquillas vos y yo.

DON GASPAR.
No. Vueseñoría le hará cosquillas mucho mejor sin mí, supongo. Pero, ¿es esto comprar porcelana? Creí que habíais estado en la casa de porcelanas.

CORNELIUS.
(Aparte) Casa de porcelanas. He ahí mi pie: a por él. — ¡Pestes! ¿Acaso no podéis guardar a vuestras impertinentes esposas en casa? A algunos hombres los importunan los maridos, a mí las esposas. Pero, sabed que, puesto que no puedo ser vuestro empleado de noche, no seré vuestro peón de día, para hacer de guarda a vuestra esposa adondequiera que vaya y ser vuestro hombre de paja o espantapájaros, para espantar a las urracas y los arrendajos que habrían de picotear la fruta prohibida. De aquí a poco habré de ser el ujier de saleta a sueldo de la Villa.

DON GASPAR.
(Aparte) ¡Je, je, je! ¡Pobre hombre, a fe que tiene razón! Hacer de guarda a mujeres para otros es tan ingrato como contar los dineros de otros. ¡Je, je, je! No os enfadéis, Cornelius.

MADAMA DE AZOGUE.
No, soy yo la que tiene mayor causa de estar enfadada, que me dejáis salir fuera de casa con una compañía indecente; o lo que es más indecente: ligándome a individuos malcriados, conocidos vuestros, como es éste.

DON GASPAR.
Pero, ¿qué es lo que ha hecho?

MADAMA DE AZOGUE.
Hacer no ha hecho nada.

DON GASPAR.
¿Por qué os irritáis, pues, si no ha hecho nada?

MADAMA DE AZOGUE.
¡Ja, ja, ja! No puedo sino reir. Pues, ¿no se negó el sapo sin modales a acompañarme en el coche? Habría subido a por él o salido sin él, pero estaba resuelta a no hacer tal; pues se conoce muy bien la porcelana y el mismo la tiene bonísima; pero no me la deja ver por temor a que le pida alguna pieza. Pero ya me enteraré y lograré aquello por lo que he venido.

MADAMA DE AZOGUE hace mutis y cierra la puerta con llave, seguida de CORNELIUS hasta la puerta

CORNELIUS.
(Aparte a MADAMA DE AZOGUE) Cerrad con llave, señora. —Vaya se ha metido en mi alcoba y se ha encerrado con llave. ¡Que impertinencia la femenil! Bien, Don Gaspar, el trato sincero es como una gema. ¡Si volvéis a sufrir que vuestra esposa me importune aquí, os llevará a casa un par de cuernos, ¡por Su Excelencia el Alcalde que lo hará! Aunque no pueda yo serviros, ya hallaré el medio, os lo aseguro.

DON GASPAR.
(Aparte) ¡Ja, ja, ja! Al llegar y encontrarla con su brazos alrededor de él y haciéndole cosquillas según parece, me dio algo de celos; pero ahora veo mi sandez. — ¡Je, je, je! Pobre Cornelius.

CORNELIUS.
(Aparte) ¡Va! Aunque os riáis de mí, ahora, mi turno llegará pronto. — ¡Oh, las mujeres! Más impertinentes, más astutas y más engorrosas que sus monos y, para mí, casi igual de feas.... Ahora está alborotando y metiendo mano en todo lo mío... he de entrarle por la trasera y, así, meterla a saco por lo que está haciendo.

DON GASPAR.
¡Ja, ja, ja! Pobre, iracundo Cornelius.

CORNELIUS.
Aguardad un poco. Enseguida la saco de la madriguera, os lo aseguro.

Mutis CORNELIUS por la otra puerta

DON GASPAR.
¡Esposa! ¡Madama de Azogue! ¡Esposa! ¡Os va entrar por la trasera!

DON GASPAR llama a través de la puerta a su mujer, ella le contesta desde dentro

MADAMA DE AZOGUE.
Que venga, que será bienvenido por donde quiera entrarme.

DON GASPAR.
Os cogerá y os dará trato brutal, pues es demasiado fuerte para vos.

MADAMA DE AZOGUE.
No os incomodéis; dejadle, si puede.

CURANDERO.
(Desde atrás) A fe que no se le habría creído de no haberlo visto con mis propios ojos.

Entra DOÑA REMILGOS

REMILGOS.
¿Dónde esta este odiador de mujeres, este sapo, este feo, grasiento, sucio, desastrado?

DON GASPAR.
(Aparte) Tal parece que todas las mujeres han de tenerlo por feo. A mi me parece persona apuesta, pero sus faltas vuelven su forma despreciable y es como mi mujer dijo ayer mismo, hablando de él, que un eunuco apuesto y bien puesto era algo tan ridículo como un cobarde gigantesco.

REMILGOS.
Don Gaspar, servidora de Vuesamerced. ¿Dónde está la bestia odiosa?

DON GASPAR.
Dentro de su alcoba, con mi esposa; está burlando con él.

REMILGOS.
¿Conque sí? Es una bestia destripaterrones, no le dará cuartel y volverá a burlar con ella, os lo aseguro. Vamos, ayudemos a vuestra esposa... ¡Hola! ¡La puerta está cerrada con llave!

DON GASPAR.
Sí, la ha cerrado mi mujer.

REMILGOS.
¿Conque si? Derribémosla pues.

DON GASPAR.
No, no, él no le ha de hacer daño alguno.

REMILGOS.
No.
(Aparte) Pero, ¿no hay otro modo de entrar? ¿Adonde conduce esto? Voy a estorbar.

Mutis REMILGOS por la otra puerta
Entra la VIEJA MADAMA REMILGOS

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¿Dónde está esta bagasa desvergonzada, esquinera, esta ramera trotamundos? ¡Oh, Don Gaspar! Me alegra veros aquí. ¿No habéis visto a mi envilecida nieta entrar aquí ha un instante?

DON GASPAR.
Sí.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¿Y dónde está, pues? ¿Dónde está? ¡Señor! Don Gaspar, vengo rota y en pedazos, en persecución de ella. ¿Podríais decirme que asunto la ha traído aquí? Dicen abajo que ninguna mujer se aloja aquí.

DON GASPAR.
No.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¿No? Entonces, ¿qué asunto tiene aquí? Decid, ¿si no son los aposentos de una mujer, que la trae aquí? ¿Estáis seguro de que ninguna mujer se aloja aquí?

DON GASPAR.
No, Ni tampoco hombre alguno. —Estos son los aposentos de Maese Cornelius.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¿Ah, sí? ¿Estáis seguro?

DON GASPAR.
Sí, sí.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
Entonces — no habrá daño, espero. Pero, ¿dónde está él?

DON GASPAR.
Está en la pieza contigua, con mi esposa.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
Pues si lo confiáis a vuestra esposa, también yo podré hacerlo con mi Brigi. Dicen que ahora es un hombre risueño e inofensivo, tan inofensivo como cualquiera llegado de Italia con una bonita voz y que es una compañía tan bonita e inofensiva para una dama como una serpiente sin colmillos.

DON GASPAR.
Sí, sí. Pobre hombre.

Entra Doña REMILGOS

REMILGOS.
No puedo encontrarlos. —Ah, ¿estáis aquí, abuela? Habéis de saber que seguí a Madama de Azogue hasta aquí. Son unos aposentos extremadamente bonitos y he estado contemplando las imágenes más bonitas.

Entra MADAMA DE AZOGUE con una pieza de porcelana en sus manos y CORNELIUS siguiéndole

MADAMA DE AZOGUE.
Y yo la he sudado para conseguirle la más bonita pieza de porcelana, querida.

CORNELIUS.
Ciertamente: ha sido demasiado fuerte para mí, por mucho que me esforzara.

REMILGOS.
¡Señor! Yo también he de conseguir porcelana. Buen Maese Cornelius, no creáis que le podéis dar porcelana a otras y a mí no. Entrad conmigo también.

CORNELIUS.
Por mi honor, que ahora no me queda porcelana.

REMILGOS.
No, no. Sé que antes habéis negado vuestra porcelana, pero no os desentenderéis de mí de mí así. Vamos.

CORNELIUS.
Esta dama consiguió la última pieza.

MADAMA DE AZOGUE.
Cierto, señora. Sé a ciencia cierta que ya no le queda nada.

REMILGOS.
Ah, pero podría ser que aún tuviera y vos no hubierais sabido encontrarla.

MADAMA DE AZOGUE.
¡Hola! ¿Acaso creéis que, si le quedara alguna, yo no me la habría procurado? Nosotras las damas de calidad nunca creemos tener suficiente porcelana.

CORNELIUS.
No os lo toméis a mal, no puedo producir porcelana para todas; pero ya os procuraré un rollito para vos también, la próxima vez.

REMILGOS.
Gracias, sapo querido.

MADAMA DE AZOGUE.
(A CORNELIUS, aparte) ¿Qué significa esa promesa?

CORNELIUS.
¡Pobre! Es de entendimiento inocente y literal.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
Pobre Maese Cornelius, bastante tiene con complaceros a todas, según veo.

CORNELIUS.
Cierto es, señora. Ya veis como usan de mí.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
Pobre caballero, os compadezco.

CORNELIUS.
Os lo agradezco, señora. Solamente pude hallar compasión en señoras de vuestra reverencia. Las jóvenes nunca me dan un respiro.

REMILGOS.
Vamos, vamos, bestia; venid a cenar con nosotras. Nos hará falta uno para jugar al hombre en la sobremesa.

CORNELIUS.
Ya veis, señora, ese es todo el uso que esperan de mí.

REMILGOS.
Vamos, desastre, te conduciré para asegurarme.

Tira de él por la corbata

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¡Ay, pobre hombre, como tira de él! ¡Besa, bésala! Esa es la manera de aquietar a mujeres tan inquietas.

CORNELIUS.
No, señora, ese remedio es peor que el tormento. Saben que sufriré lo que sea antes que hacerlo.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
Os lo ruego, bésadla y os daré su retrato en miniatura que admirabais tanto anoche. ¡Hacedlo, por favor!

CORNELIUS.
Nada podría sobornarme sino eso. Solamente amo a la mujer en efigie y en una buena pintura, en la misma medida en que las detesto. Lo haré, pues soy capaz de adorar al Demonio mismo si está bien pintado.

Besa a DOÑA REMILGOS

REMILGOS.
¡Puaf, sapo asqueroso! Bien, ya me he burlado.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¡Ja, ja, ja! Ya os lo dije.

REMILGOS.
¡Puaf! Un beso de él...

DON GASPAR.
No hace mayor daño que uno de mi perro spaniel.

REMILGOS.
No, ni mayor bien tampoco.

CURANDERO.
(Atrás) Ahora ya creeré cualquier cosa que me diga.

Entra MAESE CUCO

MADAMA DE AZOGUE.
¡Señor, un hombre! ¡Don Gaspar, mi máscara, mi máscara! No querría ser vista aquí por nada del mundo.

DON GASPAR.
¿Cómo? ¿Tampoco en mi compañía?

MADAMA DE AZOGUE.
No, no, mi honra...partamos.

REMILGOS.
Oh, abuela, partamos. ¡Apresuraos, apresuraos! No sé en qué modo puede censurarnos...

MADAMA DE AZOGUE.
Que se nos encuentre en los aposentos de algo parecido a un hombre. ¡Afuera!

Mutis DON GASPAR, MADAMA DE AZOGUE, VIEJA MADAMA REMILGOS, DOÑA REMILGOS

CURANDERO.
(Atrás) ¿Qué tenemos aquí? ¿Otro cornudo? Parece serlo; y ningún otro, por cierto, tendría negocios con él.

CORNELIUS.
Y bien, ¿qué es lo que trae aquí a mi querido amigo?

CUCO.
Vuestra impertinencia.

CORNELIUS.
¿Mi impertinencia? Desde luego, vosotros los caballeros que tenéis esposas hermosas os creéis con el privilegio de decir lo que os plazca a los amigos, y sois tan brutos como si fuerais nuestros acreedores.

CUCO.
No, señor. No volveré a confiar en vos de modo alguno.

CORNELIUS.
Pero, ¿por qué no, Juanito querido? ¿Por qué difidente en mí, que me conoces tan bien?

CUCO.
Porque os conozco muy bien.

CORNELIUS.
¿Acaso no he sido siempre tu amigo, honrado Juanito, siempre dispuesto a servirte, en el amor como en la batalla, antes de que te casaras y así sigo siéndolo?

CUCO.
Lo creo. A fe, que ahora me harías de segundo.

CORNELIUS.
Entonces, Juanito querido, ¿por qué tan descortés, tan enfurruñado, tan raro conmigo? Vamos, dame un beso, por favor, mi querido bribón. Pardiez, declaro que siempre fui y sigo siendo tu servidor así como...

CUCO.
Yo soy el vuestro, señor. Así que le enviasteis un beso a mi mujer, ¿no es así?

CORNELIUS.
¡Conque es eso! Un hombre no puede mostrarle su amistad a un casado sin que, enseguida, le hable de su mujer. Por favor, deja en paz a tu mujer y sigamos ambos, tú y yo, como solíamos. Te muestras tan receloso de mi afecto como un maestro orfebre de la calle Lombard ante la cortesía de un cortesano, en el restaurante Locket’s.

CUCO.
Sois afectuoso en demasía para conmigo —tan afectuoso como si ya fuera cornudo vuestro. Y, en tanto, he de confesar que deberías ser amable y comedido conmigo puesto que soy lo suficientemente amable y comedido con vos como para traeros esto. Mirad aquí, señor.

Le entrega una carta

CORNELIUS.
¿Qué es?

CUCO.
Sólo una carta de amor, señor.

CORNELIUS.
¿De quién? ... ¡Hola, si es de vuestra esposa! (Lee) Hum...y hum...

CUCO.
Precisamente de mi esposa, señor. ¿No os espanta tanto afecto y comedimiento para con vos, ahora también? (Aparte) ¡Pero a ella no la creeréis así!

CORNELIUS.
(Aparte) ¡Ja! ¿Este truco es de él o de ella?

CUCO.
Encuentro espantado al caballero. ¿Acaso esperabais una carta más afectuosa?

CORNELIUS.
No, a fe, ¿cómo podría?

CUCO.
Sí, sí, seguro que sí. Un hombre de vuestras partes ha de sentirse decepcionado si las mujeres no le declaran su pasión a primera vista o en la primera ocasión.

CORNELIUS.
(Aparte) ¿Qué puede significar esto? Un momento, la posdata. (Lee aparte) “Estad seguro de amarme diga lo que diga mi marido en sentido opuesto y no le dejéis que vea la presente, porque, si no, vendrá a casa y me pinchará o matará a mi ardilla...”
(Aparte) —Parece que no conoce el contenido de la carta.

CUCO.
Vamos, no os espantéis tanto.

CORNELIUS.
A fe, que no puedo creerlo.

CUCO.
Ahora creo haber merecido vuestra amistad y afecto infinitos y haberme mostrado un amigo y un marido lo suficientemente obsequioso. ¿No es asi, acaso, trayendo una carta de mi esposa a su galán?

CORNELIUS.
Sí, que el diablo me lleve, eres más amable y más obsequioso amigo y marido del mundo, ¡ja, ja, ja!

CUCO.
Bien, podéis estar alegre, señor, pero en dos palabras os diré, señor, que mi honor no sufrirá burlas.

CORNELIUS.
¿Qué quieres decir?

CUCO.
¿Es que la carta necesita comentario? Sabed, pues, señor, que aunque he sido un marido tan comedido como para traeros una carta de mi esposa y dejar que besarais a mi esposa y que le hicierais la corte en mi propia cara, no seré un cornudo, señor, no lo seré.

CORNELIUS.
Estás loco de celos. Yo nunca he visto a tu esposa en mi vida sino ayer en la comedia y no sé si lo era o no. ¡Yo hacerle la corte, yo besarla!

CUCO.
No seré un cornudo, digo. Hay peligro en hacerme un cornudo.

CORNELIUS.
¿Por qué? ¿No curaste de tu último morbo gálico?

CUCO.
Porto espada.

CORNELIUS.
Deberían despojarte de ella para que no te hagas daño. Tú estás loco, hombre.

CUCO.
Tan loco como estoy y tan alegre como vos estáis he de obtener alguna otra razón de vos antes de que nos separemos. Repito, aunque besasteis y le hicisteis el amor anoche a mi mujer en ropas de hombre, tal y como ella confiesa en su carta...

CORNELIUS.
(Aparte) ¡Ja!

CUCO.
Tanto ella y yo decimos que no debéis volver a tramar tal cosa, pues os habéis equivocado de mujer igual que de hombre.

CORNELIUS.
(Aparte) Ah...Voy entendiendo... — ¿Era tu esposa? ¿Por qué no me dijiste que era ella? A fe que las libertades que me tomé con ella fueron culpa vuestra y no mía.

CUCO.
(Aparte) A fe, que así es.

CORNELIUS.
¡Uf! Yo nunca lo haría con una mujer delante de su marido, por cierto.

CUCO.
Pero yo preferiría que lo hicerais con mi mujer delante de mí y no detrás de mí y nunca haréis tal.

CORNELIUS.
No. —Vos me lo impediréis.

CUCO.
Si no lo hiciera yo, veis, por su carta, que lo haría ella.

CORNELIUS.
Bien, me contento pues y me declaro satisfecho con lo que ella escribe.

CUCO.
Os aseguro que la escribió voluntaria. Yo no tuve parte alguna en ella, os lo aseguro.

CORNELIUS.
Te creo, a fe mía.

CUCO.
Y creedla a ella también, pues es una criatura inocente y no conoce el disimulo —y así, ¡con Dios, señor!

CORNELIUS.
En tanto, os ruego que le presentéis mis más humildes respetos y que le digáis que obedeceré su carta en todos sus puntos y cumpliré con sus deseos, sean los que fueren o tengan el grado de dificultad que tengan y ya no estaréis celoso de mí, os lo aseguro a vos y a ella.

CUCO.
Bien pues, id con Dios y jugad con el honor de cualquier hombre menos con el mío y que sea en hora buena.

Mutis MAESE CUCO

CORNELIUS.
¡Ja, ja, ja! Doctor.

CURANDERO.
Parece que aún no ha sabido de vuestras nuevas o que no las cree.

CORNELIUS.
¡Ja, ja, ja! Y ahora, doctor, ¿qué pensáis?

CURANDERO.
Hacedme merced de la carta... hum... (Lee la carta) “pues... querido.... os amo.”

CORNELIUS.
Me espanta como pudo hacerlo. ¿Qué decís a esto? Es tan particular.

CURANDERO.
También vuestros cornudos son particulares pues no son como los demás cornudos comunes y, de ahora en adelante, no creeré imposible que podáis hacer cornudo al Gran Turco en medio de su guardia de eunucos. ¡Palabra!

CORNELIUS.
Y yo digo de la carta, que es la primera carta de amor que jamás hubo sin llamas, dardos, hados, destinos, mentiras y disimulos en ella.

Entra BARBILINDO, tirando de MAESE CUCO

BARBILINDO.
Volved. Buen cuñado sois, que no queréis ir a la iglesia ni a cenar con vuestra hermana desposada.

CUCO.
Mi hermana ha anulado el matrimonio y, como veis, ha partido insatisfecha de vos.

BARBILINDO.
¡Bah! Por un necio escrúpulo de que nuestro párroco no había sido debidamente ordenado y no recitaba el Ordinario entero. Pero, se trata tan solo de su recato, según creo. Nunca permitáis que las mujeres sean tan recatadas el primer día, pues es seguro que volverán a su natural llegada la noche y ya tendré entonces las manos llenas. Mientras tanto, Quique Cornelius, debéis cenar conmigo. Yo mantengo la boda en casa de mi tía en la Piazza.

CORNELIUS.
¡La boda! ¿Qué solterona ha desesperado de encontrar marido o que joven de encontrar galán?

BARBILINDO.
¡Oh, servidor de Vuesamerced, señor!...La hermana de este caballero... ninguna solterona, pues.

CORNELIUS.
Lo lamento.

CUCO.
(Aparte) ¿Por qué habría de preocuparse por ella?

BARBILINDO.
¿Lo lamentáis? ¿Sabéis, pues, algo malo de ella?

CORNELIUS.
No, nada malo fuera de ti. Lo lamentaba por ella, no por vos, y por otro hombre que, según creo, podría haber albergado esperanzas.

BARBILINDO.
¿Otro hombre? ¿Otro hombre? ¡Su nombre!

CORNELIUS.
No, puesto que es algo pasado, quedará sin nombre. (Aparte) ¡Pobre Harcourt! Siento que la hayas perdido.

CUCO.
Parece muy alterado por el acuerdo.

BARBILINDO.
No, dime —no, no te irás, hermano.

CUCO.
Por fuerza, pero estaré con vos para la cena.

Mutis MAESE CUCO

BARBILINDO.
Pero, Quique, ¿cómo es eso? ¿Ya tengo un rival por mi mujer? ¡Encantado de todo corazón, pues puede serme de gran utilidad más adelante! Pues, aunque mi hambre sea mi salsa presente y puedo prescindir perfectamente de ella, llegará el momento en el cual un rival será tan buena salsa para un hombre casado como una naranja para la ternera.

CORNELIUS.
Maldito bribón, me has dado dentera con tu naranja.

BARBILINDO.
Entonces, vámonos a cenar —a lo que yo venía. Vamos.

CORNELIUS.
Pero, ¿quién cena contigo?

BARBILINDO.
Mis amigos y parientes, mi hermano Cuco, ¿veis?, gente que conocéis.

CORNELIUS.
¿Y su esposa?

BARBILINDO.
¡No, pardiez! Nunca le permitirá juntarse con buena gente como nosotros. Vuestro picajoso y rústico pisaverde mantiene a su mujer alejada de sus amigos; al igual que su tonelito de cerveza, para bebérselo él solo, sin que un caballero pueda ni siquiera probar una sola gota. Eso sí, cuando les ha vuelto las espaldas, sus sirvientes le abren la espita a placer y se sirven a destajo, ¡ja, ja ja! ¡Pardiez, que soy ingenioso, según creo, habida cuenta que me he casado esta mañana, ¡por el mundo! Pero, vamos...

CORNELIUS.
No, no he de cenar con vos a menos de que consigáis traerla a ella también.

BARBILINDO.
¡Bah! ¿Qué placer puedes haber de la mujeres ahora, Quique?

CORNELIUS.
Mis ojos no los he perdido. —Aún adoran una buena perspectiva y no cenaré con vos a menos de que ella también lo haga. Id y traedla, pues; pero no le digáis al marido que es por mí.

BARBILINDO.
Bien, iré y haré lo que pueda. Mientras tanto, id donde mi tía, es de camino a casa de Cuco.

CORNELIUS.
La pobre mujer ha solicitado socorro y extendido la mano, doctor. No puedo sino socorrerla para salvar la estacada y salir del zarzal.

Mutis BARBILINDO, CORNELIUS, CURANDERO)

[ACTO IV, Escena 4]

La escena cambia a la casa de CUCO
DOÑA CUCA a solas, acodada. Una mesa, pluma, tinta y papel.

DOÑA CUCA.
En fin, así es. Tengo la enfermedad de Londres que dicen amor. Estoy enferma de mi marido y por mi galán. He oído que a esta destemplanza se le dice fiebre, pero se me antoja que es como una terciana, pues cuando pienso en mi marido me entran temblores y sudores fríos y ganas de vomitar; pero cuando pienso en mi galán, querido Maese Cornelius, me vienen los calores y estoy febril y, al igual que con otras fiebres, mi alcoba me aburre y quisiera ser llevada a la suya y entonces creo que todo estaría bien. ¡Ah, pobre Maese Cornelius! Bien, no puedo ni quiero permanecer aquí. Por tanto, terminaré mi carta para él, que será mucho más fina que la anterior, porque la he estudiado a fondo. ¡Oh, estoy enferma, enferma!

Coge la pluma y escribe

CUCO.
¿Cómo? ¿Escribiendo más cartas?

DOÑA CUCA.
¡Señor! ¿Capullito, por qué me habéis asustado de ese modo?

Hace intención de salir corriendo; él la detiene y lee

CUCO.
¡¿Qué es esto?! No, no os moveréis, señora. “Querido, querido, querido Maese Cornelius...” Muy bien. Os he enseñado a escribir cartas con buen fin, pero veamos —“Primero he de pediros perdón por mi audacia al escribiros, lo que he de deciros que no habría hecho de no haberme dicho que me amabais en extremo, por lo que, si es verdad, nunca sufriréis que yogue en brazos de otro hombre, a quién aborrezco, que me da náuseas y detesto” — ¡Ahora sí que podéis escribir estas palabras sucias! Pero ¿qué es lo que sigue? —“Por lo tanto, espero que encontréis, sin tardanza, algún medio para librarme de esta desdichada unión que, os lo aseguro, nunca fue de mi elección, aunque me temo que ya es demasiado tarde para ello. No obstante, si me amáis, como yo os amo a vos, haréis todo lo posible, y habéis de ayudarme a huir antes de mañana, puesto que si no, ¡ay de mí!, quedaré para siempre fuera de vuestro alcance, ya que no puedo diferir por más tiempo nuestro...” (La carta concluye) ¿”Nuestro”? ¿Qué es lo que le sigue a “nuestro”? Habla, ¿qué? Nuestro viaje al campo, supongo. ¡Oh, mujer, maldita mujer! ¡Y amor, maldito amor, su tentador de antiguo! Pues este es uno de sus milagros. En un momento es capaz de volver ciegos a los que veían, y que vean los ciegos, mudos a los que podían hablar y habladores a los que antes era mudos —y lo peor de todo: convertir en un santiamén a estos animales por educar, sin sentidos y a falta de un hervor que son las mujeres en demasiado duras para nosotros, sus políticos señores y gobernadores. Pero, dad fin a vuestra carta y luego yo os daré fin a vos y a todas mis tribulaciones juntas.

Desenvaina su espada

DOÑA CUCA.
¡Oh, señor, señor! ¡Sois un hombre tan apasionado, capullito!

Entra BARBILINDO

BARBILINDO.
¡Hola! ¿Qué es lo que veo?

CUCO.
¡Y ahora aquí este necio!

BARBILINDO.
¿Cómo? ¿Desenvainado ante vuestra esposa? ¡Nunca deberíais hacer tal, excepto de noche y a obscuras, cuando no podéis hacerle daño! Esta es mi cuñada, ¿no? (Le aparta el pañuelo) A fe que ciertamente es nuestra Margarita del campo: se le puede reconocer. Vamos, debéis venir a cenar conmigo, ella y vos, la cena está preparada, venid. Pero, ¿dónde está mi esposa? ¿No ha llegado a casa todavía? ¿Dónde está?

CUCO.
Haciendo un cornudo de vos —es lo que hacen todas en cuanto han ocasión.

BARBILINDO.
¿Cómo? ¿En el día de la boda? No, la mujer que planea hacer cabrito al marido le dejará, por cierto, ganar el primer envite de amor, por el mundo. Mas, venid, nos están esperando para cenar. Vamos, yo conduciré abajo a nuestra Margarita.

CUCO.
¡No! ... Id, señor; os seguiremos.

BARBILINDO.
No me moveré sin vuesas mercedes.

CUCO.
[Aparte] Este pisaverde me resulta un agudo tormento, de lo peor del mundo.

BARBILINDO.
Vamos, vamos Madama Margarita.

CUCO.
No, yo la llevaré. ¿Acaso querríais regalar a vuestros amigos con mi esposa a falta de la vuestra propia? (La conduce a la otra puerta, la encierra bajo llave y vuelve)
(Aparte) Me contenta que mi ira se haya tomado un respiro.

BARBILINDO.
(Aparte) Ya se lo dije a Cornelius.

CUCO.
Vamos, pues.

BARBILINDO.
¡Señor y que encogido de ánimo sois acerca de vuestra esposa! Pero, dejadme que os diga, hermano, que nosotros los hombres de ingenio, tenemos un dicho que reza que la cornamenta, al igual que la viruela, viene de la aprensión; y no podréis mantener a vuestra esposa fuera de peligro de infección tanto como querríais, a menos de que su constitución la incline a ello, antes o después habrá de caer, por el mundo, según dicen.

CUCO.
(Aparte) ¡Qué cosa es un cornudo que todo el mundo puede hacerlo ridículo! —Bien, señor.... pero dejadme que os aconseje, ahora que os atañe; puesto que sospecháis del peligro, que no dejéis de procurar los medios para evitarlo, especialmente cuando la mayor parte de esta enfermedad se os va a posar en vuestra propia cabeza, dado que
ErrorMetrica
Comoquiera que la tripa de la esposa afectuosa comience a hincharse
El marido cultiva por su causa y el primero es en enfermarse.


ACTO V, Escena 1

La casa de MAESE CUCO
Entran MAESE CUCO y DOÑA CUCA.
Una mesa y una vela.

CUCO.
Vamos, tomad la pluma y dad fin a la carta, tal y como pretendíais. Y si faltáis a una sola coma, enseguida lo notaré y os castigaré como os merecéis.
(Pone la mano sobre la espada) Escribid lo que había de seguir... vamos... “habéis de ayudarme a escapar antes de mañana, puesto que, si no, quedaré para siempre fuera de vuestro alcance, ya que no puedo diferir por más tiempo nuestro....” ¿Qué es lo que le sigue a “nuestro”?

DOÑA CUCA.
¿Ha de revelarse todo, pues, capullito?
(DOÑA CUCA toma la pluma y escribe) Ved, pues.

CUCO.
Veamos. ... “Pues no puedo diferir por más tiempo nuestro matrimonio. Vuestra desdeñada Alitea.” ¿Qué significa esto? ¿El nombre de mi hermana aquí? ¡Habla! ¡Declara este acertijo!

DOÑA CUCA.
Sí, capullito, de verdad.

CUCO.
Pero, ¿por qué su nombre en la carta? ¡Hablad —hablad, os digo!

DOÑA CUCA.
Ah, pero es que entonces se lo diréis a ella. Si no se lo dijerais...

CUCO.
No lo haré... Estoy aturdido... mi cabeza me da vueltas. ¡Hablad!

DOÑA CUCA.
¿De verdad que no se lo diréis? ¿De verdad, de verdad?

CUCO.
No. Hablad, digo.

DOÑA CUCA.
Se irritará conmigo, pero prefiero que se irrite ella conmigo que no vos, capullito. Y, a decir verdad, fue ella quien me hizo escribir la carta y me enseñó lo que debía escribir.

CUCO.
(Aparte) ¡Ja! Ya pensé que el estilo era algo mejor que propio el de ella. —Pero ¿cómo pudo venir a enseñaros si yo os había encerrado a solas?

DOÑA CUCA.
Oh, a través de la cerradura, capullito.

CUCO.
Pero, ¿por qué habría de haceros escribir una carta para él de parte suya, si la puede escribir ella misma?

DOÑA CUCA.
Pues, ella dijo que porque —ya que yo era contraria a hacerlo.

CUCO.
¿Por qué? ¿Por qué?

DOÑA CUCA.
Porque, si Maese Cornelius fuera cruel y la rechazara o se vanagloriara de ello más tarde y enseñara la carta, ella podría decir que no era suya, dado que la letra no era la suya.

CUCO.
(Aparte) ¿Cómo es esto? ¡Ja! —Recobro entonces los sentidos, según creo. Esta simple no pudo inventar esta mentira, pero, de haberlo hecho, ¿por qué habría de hacerlo? Podría pensar que yo lo descubriría al poco... un momento... ahora que lo pienso, Cornelius dijo que lamentaba mucho que se hubiera casado con Barbilindo y el hecho de que ella me haya dicho que su matrimonio era nulo se me antoja que lo habrá hurtado por amor a Cornelius. Pero, ¿por qué habría ella de tomar este camino? En fin, si los hombres enamorados son unos necios también las mujeres pueden serlo. —Escuchadme, señora, vuestra hermana salió esta mañana y no la he vuelto a ver por casa desde entonces.

DOÑA CUCA.
¡Malhaya! Lleva llorando arriba todo el día, según parece, en un rincón.

CUCO.
¿Dónde está? Dejadme hablar con ella.

DOÑA CUCA.
(Aparte) ¡Oh, señor! ¡Entonces él lo descubrirá todo! —Teneos un instante, capullito. ¿Acaso pretendéis delatarme? Sabrá que yo os lo he dicho. Por favor, capullito, dejadme hablar con ella primero.

CUCO.
He de hablar con ella para saber si Cornelius le dio alguna vez promesas y si está casada con Barbilindo o no.

DOÑA CUCA.
Por favor, capullito querido, no hasta que no haya hablado con ella y le haya dicho lo que os he dicho; me matará si no.

CUCO.
Id, pues y rogadle que salga aquí, conmigo.

DOÑA CUCA.
Sí, sí, capullito.

CUCO.
Veamos...

DOÑA CUCA.
(Aparte) Iré. Pero ella no se encuentra en casa para poder venir aquí con él. ¡Tengo el tiempo justo para saber de Lucía, su doncella, la que puso todo esto en marcha, qué mentira he de decir a continuación, pues se me han acabado las ideas!

Mutis DOÑA CUCA

CUCO.
Bien, estoy resuelto. Cornelius la tendrá. Preferiría darle mi hermana que prestarle mi mujer y una alianza así evitaría sus pretensiones sobe mi mujer, por cierto. Lo haré miembro de su familia y así dejará de cuidarse de ella.

Vuelve DOÑA CUCA

DOÑA CUCA.
Oh, señor, ya os dije que habríais de provocar, en vuestra hermana, la ira en contra mía.

CUCO.
¿No quiere venir aquí?

DOÑA CUCA.
No, no. ¡Malhaya! Está avergonzada de comparecer ante vos y dice que si vais a donde está ella, saldrá corriendo por las escaleras y, llena de vergüenza, irá ella misma adonde Maese Cornelius, quien, según dice, le ha prometido matrimonio y que no tendrá a otro de modo alguno.

CUCO.
¿Eso hizo? — ¿Prometerle matrimonio? Entonces no tendrá a otro. Id y decídselo y si viene y conversa conmigo sobre los medios me pondré a ello enseguida. ¡Id! Mutis DOÑA CUCA
Su hacienda es pareja a la de Barbilindo y su extracción mucho mejor que la suya, al igual que sus partes. Pero, mi razón principal es que preferiría emparentar con él a título de cuñado que de cornudo. Entra Doña Cuca
Y bien, ¿qué dice ahora?

DOÑA CUCA.
Pues dice que solamente os permitirá que la llevéis a los aposentos de Cornelius —con quien quiere, en primer lugar, conversar sobre el asunto antes de hablar con vos, pues no puede hacerlo todavía. Pues, ¡ay de mi!, pobre criatura, dice que no puede ni miraros a la cara y que, por lo tanto, vendrá ante vos con una máscara. Y debéis excusarla si no os contesta a pregunta alguna hasta que no la hayáis llevado junto a Maese Cornelius. Y si no le reconvenís ni la interrogáis, vendrá inmediatamente aquí con vos.

CUCO.
Que venga. No le hablaré palabra, ni se la pediré.

DOÑA CUCA.
¡Ah, se me olvidaba!—Dice, además que no puede miraros a la cara sino a través de una máscara, por lo que desearía que mataráis la luz.

CUCO.
Accedo a todo, que se apresure. Ya está. (Apaga la vela) Mutis DOÑA CUCA
Mi caso ha mejorado algo. Preferiría luchar con Cornelius por no yogar con mi hermana que por yogar con mi mujer y, de las dos, preferiría hallar más descarada a mi hermana que a mi mujer. No podía esperar otra cosa de su educación liberal, como ella lo llama, y de su pasión por la Villa. Bueno, ‘esposa’ y ‘hermana’ son nombres que nos hacen albergar amor y fidelidad, placer y comodidad; pero nos topamos con plagas y tormentos y ambas son, de igual manera, aunque distintamente, un desasosiego para sus guardianes... ¡Tantos trabajos nos lleva conseguir que los hombres yoguen con nuestras hermanas como evitar que yoguen con nuestras esposas! Entra Doña Cuca enmascarada y con una capucha, pañuelos, una capa y unas haldas de ALITEA en la obscuridad
Hola, ¿ya estáis aquí, hermana? Vayamos, pues... pero, antes, dejadme encerrar a mi mujer. Doña Margarita, ¿dónde estáis?

DOÑA CUCA.
Aquí, capullito.

CUCO.
Venid que os encierre. Entrad.
(Cierra la puerta con llave) Vamos, hermana, ¿dónde estáis ahora?

DOÑA CUCA le da la mano, pero, cuando él la suelta, se desliza silenciosamente al otro lado y él se la lleva, creyéndola su hermana Alitea

[ACTO V, Escena 2]

La escena cambia a los aposentos de CORNELIUS
CURANDERO, CORNELIUS

CURANDERO.
¿Cómo? ¿Completamente a solas? ¿Ni uno solo de vuestros cornudos aquí, ni ninguna de sus mujeres? Solían turnarse con vos como si hubieran de vigilaros.

CORNELIUS.
Sí, a menudo ocurre que un cornudo no es sino espía de su mujer y cumple más con los deberes de la familia, cuando ella se encuentra con su galán fuera de casa, estorbando su placer, que cuando se encuentra en casa con él, jugando a ser el galán. Pero la obligación más áspera que le impone una mujer casada a su amante es la de hacerle siempre compañía al marido.

CURANDERO.
Y su afabilidad os hastía casi tan pronto como la de ella.

CORNELIUS.
¡Pestes! Hacerle compañía a un cornudo después de haber tenido a su mujer es tan cansado como la compañía de un hidalgo del campo para un discreto de la Villa cuando ya ha conseguido todo su dinero.

CURANDERO.
Y, así como, al principio, el hombre se hace amigo del marido para conseguir a su mujer, al final estáis deseando romper con la mujer para deshaceros del marido.

CORNELIUS.
Sí, la mayoría de los burladores son auténticos cortesanos. Una vez un hombre ha pérdido todo su crédito ante ellos, no soportan su cercanía.

CURANDERO.
Pero, al principio, para atraerlos sons tan dulces, tan afables, tan cariñosos, como vos lo sois con Cuco. Y, ¿qué hay de esos amores con su mujer?

CORNELIUS.
¡Pestes! Está tan malhumorado como un maestro de gremio a quien hayan mordido y, puesto que está tan reservado, la amabilidad de su mujer queda en vano, habida cuenta que ella es una simple inocente.

CURANDERO.
¿No os envió una carta por conducto de él?

CORNELIUS.
Sí pero es un acertijo que aun no he podido resolver. Concedámosle a la pobre criatura la voluntad; sigue siendo simple, y su marido la tiene tan cercada...

CURANDERO.
Sí, tan cercada que le acrecienta la voluntad y no hace sino añadir la venganza a su amor y ambos, cuando se topan, suelen ser incapaces de satisfacerse mutuamente de un modo o de otro.

CORNELIUS.
¡Hola! He aquí el hombre del que hablamos, creo.

Entra MAESE CUCO conduciendo a su mujer, enmascarada, embozada y con la capa de su hermana.

CORNELIUS.
¡Bah!

CURANDERO.
Traeros a su mujer es lo que sigue a traeros una carta de amor suya.

CORNELIUS.
¿Qué significa esto?

CUCO.
Señor, sabéis que la última vez os traje una carta de amor. Ahora que veis a una dueña me tomaréis seguro por una persona comedida para con vos.

CORNELIUS.
¡Sí! ¡Que el diablo me lleve! Diré que eres el hombre más comedido que jamás he conocido y he conocido a algunos. Se me antoja que te entiendo mejor a ti, ahora, que a la carta. Pero, escucha un momento al oído...

CUCO.
¡¿Qué?!

CORNELIUS.
Nada más que la pregunta habitual, hombre; ¿me das tu palabra de que está sana?

CUCO.
¡Cómo? ¿La tomáis por una moza de partido y a mí por un tercero?

CORNELIUS.
¡Bah! ‘Moza de partido’ y ‘tercero’: pícaras palabras. Sé que eres un individuo honrado y que conoces a muchas damas y quizás has hecho el amor por mí en vez de dejarme que se lo hiciera a tu esposa.

CUCO.
Vamos, señor: En breve: no tengo ganas de chanza.

CORNELIUS.
Ni yo tampoco, por lo que te ruego que me dejes ver su rostro sin tardanza. ¡Haz que lo enseñe, hombre! ¿Estás seguro de que no la conozco?

CUCO.
Estoy seguro de que la conocéis.

CORNELIUS.
¡Pestes! Entonces, ¿por qué me la traes?

CUCO.
Porque es pariente mía...

CORNELIUS.
¿De veras, hombre? Entonces tu comedimiento es muy superior y me obliga mucho más, querido bribón.

CUCO.
... que deseaba que la trajera ante vos.

CORNELIUS.
Entonces le quedo obligado a ella, querido bribón.

CUCO.
Le daréis la bienvenida por amor a mí, espero.

CORNELIUS.
Espero que sea lo suficientemente apuesta como para hacerse bien venida. Por favor, que se quite la máscara.

CUCO.
Hablad vos con ella. Se niega a hacerme caso.

CORNELIUS.
Señora...
(DOÑA CUCA le susurra a CORNELIUS) Dice que ha de hablarme en privado. Retírate, te lo ruego.
CUCO. (Aparte) No parece bien dispuesta. Debería conocer su conducta totalmente indecente en todo este asunto. —Bien, os dejaré juntos y espero que, cuando me haya ido, os pongáis de acuerdo. De lo contrario vos y yo, señor, no estaremos de acuerdo.

CORNELIUS.
(Aparte) ¿Qué quiere decir el necio? —Si ella y yo nos ponemos de acuerdo, no tiene nada que ver con lo que hagamos vos y yo.

Susurra a DOÑA CUCA quien le hace una seña con la mano indicándole que se marche

CUCO.
Mientras tanto, traeré un párroco y encontraré a Barbilindo para que se desengañe. Queríais que trajera un párroco, ¿no es así? Muy bien... Ahora creo haberme deshecho de ella y no he de tener más problemas con ella. Nuestras hermanas e hijas, como los dineros de los usureros, están tanto más seguros cuando más invertidos, pero nuestras esposas, como sus documentos, solamente se encuentran a salvo en nuestros armarios bajo llave.

Mutis MAESE CUCO
Entra MOZO

MOZO.
Don Gaspar Azogue, señor, que sube.

[Mutis MOZO]

CORNELIUS.
Y ahora el estorbo de un cornudo, de lo que hablábamos. ¡La peste se lo lleve! ¿No tiene bastante con estorbar que su mujer huelgue, sino que debe hacer lo propio con las ajenas? —Pasad por aquí, señora.

Mutis DOÑA CUCA
Entra DON GASPAR

DON GASPAR.
Mi mejor y más querido amigo.

CORNELIUS.
(Aparte al CURANDERO) El viejo estilo, doctor. —Bien: sed breve que estoy ocupado. ¿Qué es lo quiere tener ahora vuestra impertinente esposa?

DON GASPAR.
Bien atinado, a fe, pues de su parte vengo.

CORNELIUS.
¿Para invitarme a cenar? Decidle que no puedo ir. Marchaos.

DON GASPAR.
No ahora erráis, a fe; pues Madama y todo el nudo de la virtuosa compañía, como a si mismas se llaman, están resueltas a una mogiganga: venir en máscaras; y ya están todas disfrazadas.

CORNELIUS.
No será en mi casa.

DON GASPAR.
(Aparte) ¡Señor y cuan villano es con las mujeres! —No, por favor, no las desilusionéis, creerán que es culpa mía. No, por favor. Yo procuraré el banquete y los violines. Pero que no se enteren; pues las pobres bribonas virtuosas no querrían, por nada del mundo, que se supiera que van de máscaras y no vendrían al baile de ningún hombre salvo al vuestro.

CORNELIUS.
Bien, bien —marchaos y decidles que, si vienen, será a riesgo de su honor y del vuestro.

DON GASPAR.
¡Je, je, je! Confiaremos en vos para ello.

Mutis DON GASPAR

CORNELIUS.
Doctor, mi huésped seréis, en su momento
50
Pero, ahora, parto para un privado evento.

[ACTO V, Escena 3]

La escena cambia a la Piazza de Covent Garden.
BARBILINDO, CUCO.

BARBILINDO.
(Con la carta en la mano) Pero, ¿quién habría pensado que una mujer pudiera resultarme falsa? Por el mundo, que no habría podido pensarlo.

CUCO.
Vos estabais a favor de otorgar y tomar libertades; ella se ha limitado a tomárselas, señor, como veis por la carta. Vos sois una persona ingenua, y también lo es ella, como ahí veis.

BARBILINDO.
Supuesto que sea su letra, pues nunca la he visto.

CUCO.
No importa si es su letra o no. Yo estoy seguro de que esta letra, por deseo de ella, la condujo a Maese Cornelius, con quien acabo de dejarla para traerles un párroco, también por deseo de ellos, y privaros a vos de ella por siempre, pues se me antoja que el vuestro fue un matrimonio fingido.

BARBILINDO.
Cierto. Se empeña en que fue Harcourt mismo, en hábito de párroco, quien nos casara; pero estoy seguro de que él me dijo ser su hermano Lalo.

CUCO.
Es patente. Vos fuisteis el engañado y no ella, pues sois una persona tan ingenua —pero, he de irme. La encontraréis en casa de Maese Cornelius. Id y dad crédito a vuestros ojos.

Mutis MAESE CUCO

BARBILINDO.
En fin, iré junto a ella y la tildaré de otros tantos cocodrilos, sirenas, arpías y otros nombres paganos, tal y como un poeta haría con la amante que se niega a escuchar sus peticiones, o, peor incluso, sus versos sobre ella. Pero, ¡un momento! ¿No es aquella, caminando tras un hachón, al otro extremo de la Piazza? Y desde luego que sale de casa de Cornelius. Entra ALITEA siguiendo a un hachón y LUCÍA tras ella.
Bien hallada, señora, aunque vos no lo creáis así. Una corta visita a Maese Cornelius, con quien, supongo, pronto volveréis. Para entonces, el párroco ya puede estar con él.

ALITEA.
¡¿Maese Cornelius y el párroco, señor?!

BARBILINDO.
Vamos, señora, basta ya de disimulos, basta de engaños, pues he dejado de ser una persona ingenua.

ALITEA.
¿Cómo?

LUCÍA.
(Aparte) ¡Ajá! Veo que va a funcionar.

BARBILINDO.
¿No podíais encontrar a ningún rústico necio de quien burlaros? ¿Nadie sino yo, un caballero de ingenio y de placeres, conocedor de la Villa? ¡Pero fue vuestro orgullo, por ser demasiado dura para un hombre de partes, ¡falsa e indigna mujer! Falsa como el amigo que le presta a un hombre dineros para perderlos. Falsa como los dados que destruyen a quienes les confían su hacienda entera.

LUCÍA.
(Aparte) Ha sido un gran falsario por sus símiles, como se dice.

ALITEA.
Os habéis alegrado en demasía, señor, en vuestro banquete de bodas seguro.

BARBILINDO.
¡¿Cómo?! ¿También os chanceáis de mí?

ALITEA.
O alguien os ha engañado.

BARBILINDO.
¡Vos!

ALITEA.
A ver si os entiendo.

BARBILINDO.
¿Tenéis la calma —yo lo llamaría de otra manera, pues sabéis de vuestra culpa— de hacer frente a mis justas recriminaciones? No le escribisteis una impúdica carta a Maese Cornelius que, según creo, se ha coaligado con vos para engañarme en su aversión hacia las mujeres, para que, no sospechara, a fe, de él como rival.

LUCÍA.
(Aparte) ¿Creéis que el caballero puede estar celoso ahora, señora?

ALITEA.
¡¿Yo escribirle una carta a Maese Cornelius?!

BARBILINDO.
Vamos, señora, no lo neguéis. Vuestro hermano me la acaba de mostrar y también me dijo que os había dejado en los aposentos de Maese Cornelius para ir en busca de un párroco que os casara con él. ¡Y os deseo todo el gozo, señora, gozo, gozo! ¡Y a él también, mucho gozo! ¡Y mayor gozo para mí, por no casarme con vos!

ALITEA.
(Aparte) Parece que mi hermano ha querido romper este compromiso y puedo consentir a ello, pues veo que se le puede dar celos a este caballero. — ¡Ay, Lucía! Su trato grosero y sus celos me hacen temer que me haya casado con él. ¿Estás segura de que fue Harcourt mismo y no un párroco quien nos casó?

BARBILINDO.
No, señora, gracias. Supongo que esto también fue una treta de Maese Cornelius y vuestra para que Harcourt hiciera el papel de párroco. Pero, al igual que vos, poco se me da que lo fuera, pues, ¿queréis que os diga otra verdad? Hasta ahora no he albergado pasión alguna por vos y ahora os odio. Es verdad que podría haberme desposado por vuestra dote, como hacen los hombres de buenas partes en la Villa de tanto en cuando, así que, ¡servidor de Vuesamerced! Y, para probaros mi indiferencia, iré a vuestra boda y renunciaré a vos con el mismo gozo que si le entregara una rabiza arrastrada a un cabrito que se estrena. En fin, con el mismo gozo con que lo habría hecho, pasada la noche de bodas, si hubiera estado casado con vos. Ahí os quedáis y servidor de Vuesamerced.

Mutis BARBILINDO

ALITEA.
¡¿Cómo pude engañarme tanto en un hombre?!

LUCÍA.
¿Creeréis ahora, pues, que se le puede dar celos a un necio? Pues esa lasitud suya, que le permite que una esposa le guie, le permitirá, de igual modo, que alguien lo persuada en contra de ella.

ALITEA.
Pero, ¡¿casarme con Maese Cornelius?! Estoy segura de que mi hermano no pretende tal. Si así lo creyera, seguiría tu consejo y tomaría a Maese Harcourt por esposo. Y yo desearía, en este instante, que si hay alguna dama, en exceso bachillera, en la Villa, que, como yo, estuviera dispuesta a desposar un necio, buscando fortuna, libertad o título, que, en primer lugar, su marido guste del juego y que sea un cabrito para toda la Villa menos para ella y que no sufra que su bolsa la rija ninguna otra si no la Fortuna. Pues, si busca libertad, que la envíe al campo bajo la guarda de una suegra ama de casa. Y, si busca título, que el mundo no le otorgue otro que no sea el de cornudo.

LUCÍA.
Y para mayor maldición, señora, que no se lo merezca.

ALITEA.
¡Fuera, impertinente! — ¿No es este el lu, mi viejo juego de naipes?

LUCÍA.
Sí, señora. (Aparte) Y espero que encontremos aquí a Maese Harcourt.

Mutis ALITEA, LUCÍA

[ACTO V, Escena 4]

La escena cambia de nuevo a los aposentos de CORNELIUS
CORNELIUS, MADAMA DE AZOGUE, DOÑA MELINDRES AZOGUE, DOÑA REMILGOS.
Una mesa, un banquete y botellas

CORNELIUS.
¡Pestes! Han venido demasiado pronto... antes de haber mandado de vuelta a mi nueva amante. Lo único que me queda es encerrarla bajo llave para que no la vean.

MADAMA DE AZOGUE.
Para asegurarnos la bienvenida, hemos traído con nosotras el entretenimiento y estamos resueltas a convidarte, querido sapo.

MELINDRES.
Y, para poder estar debidamente alegres, hemos dejado a Don Gaspar y a la vieja Madama Remilgos disputando una partida de tablas reales en casa.

REMILGOS.
Aprovechemos, pues, el tiempo, no sea que nos interrumpan.

MADAMA DE AZOGUE.
Sentémosnos, pues.

CORNELIUS.
Primero, para que estemos en privado, dejadme cerrar esta puerta con llave y aquella otra; y enseguida atiendo a vuesas mercedes.

MADAMA DE AZOGUE.
No, señor. Cerradlas con llave y, a la vez, vuestros labios para siempre, pues hemos de confiar en vos tanto como en nuestras criadas.

CORNELIUS.
Sabéis que toda mi vanidad ha muerto. —No he ocasión para hablar.

MADAMA DE AZOGUE.
Bien. Señoras, imaginemos que cada una de nosotras se ha bebido sus dos botellas; hablemos con un corazón sincero.

MELINDRES y REMILGOS.
De acuerdo.

MADAMA DE AZOGUE.
Por este copón, pues la verdad no se encuentra en otro lugar.
(Aparte a CORNELIUS) ¡No en tu corazón, falsario!

CORNELIUS.
(Aparte a MADAMA DE AZOGUE) ¡Me habréis hallado fiel, estoy seguro!

MADAMA DE AZOGUE.
(Aparte a CORNELIUS) No en todos los sentidos.) —Pero, sentémosnos y holguemos.
MADAMA DE AZOGUE canta
ErrorMetrica
15
Malditos tiranos, ¿cómo una dieta, por qué defienden
las migajas de placer que tan sólo ellos dispenden?
No perdamos, pues, el tino
Con el ruido y con el vino.
En vano, a solas, velaremos en una cama aburrida
20
Ellos con la cálida rival, la botella, van de partida.
¡Dejémosnos, pues, de hechizos!
¡A empuñar los bebedizos!
Solamente el vino les otorga el valor e ingenio.
Al vivir sobrias, a los hombres nos rendimos en premio.
25
Si se os toma por belleza,
un sorbo ya y con presteza—
Remendará vuestra complexión a fondo y, fuera de ella,
el mejor carmín que queda es el tinto de botella.
Por tanto, hermanas, a por ellas,
30
y malhayan formas bellas.

MELINDRES.
¡Caro copón! ¡Bien! En prueba de nuestra franqueza y de nuestro trato sin dolo, arrojemos las máscaras por encima de nuestras cabezas.

CORNELIUS.
Vaya, llegaremos en seguida a los vidrios.

REMILGOS.
¡Adorable copón! Dejadme que disfrute de él primero.

MADAMA DE AZOGUE.
No, nunca me he de separar de un galán sin haberlo probado antes. Copón, querido, que haces cortos de vista a nuestros maridos.

MELINDRES.
Y audaces a nuestros tímidos galanes.

REMILGOS.
Y, a falta de galán, vuelves atractivo al mayordomo, a nuestros ojos. ¡Bebe, eunuco!

MADAMA DE AZOGUE.
¡Bebe, representante de marido! ¡Maldito sea un marido!

MELINDRES.
Y, como si fuera un marido: un viejo protector.

REMILGOS.
Y una abuela vieja.

CORNELIUS.
Y un alcahuete inglés y un cirujano francés.

MADAMA DE AZOGUE.
Sí. Todos merecen nuestro vituperio.

CORNELIUS.
¿Por mi causa, señoras?

MADAMA DE AZOGUE.
No, por la nuestra. Por los primeros despojos de toda la industria de los jóvenes galanes.

MELINDRES.
Y el arte del otro sólo con las mujerzuelas los vuelve atrevidos.

REMILGOS.
Y antes prefieren aventurar el azar de su vil destemplanza que el de una negativa nuestra.

MELINDRES.
Los sucios sapos escogen a las amantes, ahora, como si fueran telas, por haber sido deseadas y vestidas por otros.

REMILGOS.
Por ser comunes y baratas.

MADAMA DE AZOGUE.
Mientras que las damas de calidad, al igual que las telas más ricas... sin extender, sin que nadie las toque ni repare en ellas.

CORNELIUS.
A fe. Mondas y baratas y nuevas, a menudo creen que es lo mejor.

MELINDRES.
No, señor. Las bestias serán, por más tiempo, conocidas por una amante que por una casaca.

REMILGOS.
Y tampoco por lo barato.

MADAMA DE AZOGUE.
No, pues los vanos pisaverdes se harán con serga y le harán bordados. Pero, me espantan los apetitos depravados de los discretos: suelen abandonar la senda trillada y detestar imitaciones. Decidme, bestia, os lo ruego, por qué, cuando erais un hombre, al buscar solaz, preferíais juntaros con la multitud en un mesón común, antes que ser el único huésped de una buena mesa.

CORNELIUS.
A fe, porque la ceremonia y la espera resultan insufribles a los de buen diente. Siempre se llena mejor el buche en un lugar ordinario, donde cada cual intenta arrebatar el mejor bocado.

MADAMA DE AZOGUE.
Aunque se lleve un corte en los dedos.... Pero he oído que lo que se come con mayor placer es la comida de otro, es decir: de mogollón.

CORNELIUS.
Cuando están seguros de su bienvenida y su libertad, pues la ceremonia en el amor y en el comer es tan ridícula como en el pelear. Atacar resueltamente es lo que hay que hacer en esas ocasiones.

MADAMA DE AZOGUE.
Pues, permitidme deciros, señor, que no hay mayor libertad que en nuestras casas y nosotras tomamos la libertad de una persona joven como cartel de buena crianza y una persona puede ser lo libre que quisiera con nosotras, tan jovial, tan juguetón, tan salvaje como quiera.

CORNELIUS.
¿Acaso no habéis clamado todas en contra de los hombres salvajes?

MADAMA DE AZOGUE.
Sí. Mas, con todo, creemos que el salvajismo es una cualidad tan deseable en un hombre como en un pato o en un conejo. Un hombre manso, ¡puaf!

CORNELIUS.
No sé sino que vuestras reputaciones me asustaban, igual que vuestros rostros me invitaban.

MADAMA DE AZOGUE.
¡Nuestra reputación! ¿Acaso no pensastéis que nosotras, las mujeres, usamos nuestra reputación, como los hombres la vuestra, para engañar al mundo con menores sospechas? Nuestra virtud es como la religión del político, la palabra del cuáquero, el juramento del tahúr y el honor del gran hombre —para engañar a los que en nosotras confían.

REMILGOS.
Y ese recato, timidez y modestia que veis en nuestra faz en los palcos de las comedias son tan cartel de un tipo de mujer como lo es el antifaz de las del patio de mosqueteros.

MELINDRES.
De verdad, os lo aseguro: las mujeres cuando menos enmascaradas están es cuando se colocan un antifaz de terciopelo.

MADAMA DE AZOGUE.
Solamente nos habríais hallado modestas por nuestras negativas.

REMILGOS.
Nuestra timidez solamente refleja la de los hombres.

MELINDRES.
Nos ruborizamos cuando se avergüenzan.

CORNELIUS.
Os ruego me perdonéis, señoras. Engaño diabólico el mío. Pero, ¿por qué esa enorme pretensión de honor?

MADAMA DE AZOGUE.
Os lo hemos dicho. Pero, a veces, era por la misma razón que cuando vosotros los hombres —y a menudo— pretendéis negocios para excusar malas compañías; para gozar mejor y mas particularmente de quien amáis.

CORNELIUS.
Pero, ¿por qué nunca le hicisteis seña alguna al amigo, entonces?

MADAMA DE AZOGUE.
A fe, porque vuestra reputación nos asustaba tanto como a vos la nuestra, erais tan notoriamente lascivo.

CORNELIUS.
Y vuesas mercedes tan aparentemente castas.

MADAMA DE AZOGUE.
¿Y sólo eso os detenía?

CORNELIUS.
Y tan caras... ¿permitís libertad, decís?

MADAMA DE AZOGUE.
Sí, sí.

CORNELIUS.
Temía perder mis pocos dineros al igual que mi poco tiempo y ambos son necesarios para mis otros placeres.

MADAMA DE AZOGUE.
Dineros, ¡puaf! Habláis, ahora, como hombre de poca monta. ¿Acaso las mujeres como nosotras esperan dineros?

CORNELIUS.
Perdonadme, señora. He de confesar que he oído que las grandes señoras, como los grandes mercaderes, suben el precio de lo que tienen solamente porque no tienen la necesidad de aceptar la primera oferta.

MELINDRES.
¿Acaso las mujeres como nosotras ponemos nuestros corazones en venta?

REMILGOS.
¿Sobornadas por nuestro amor? ¡Puaf!

CORNELIUS.
Os ruego que me perdonéis, señoras. Yo sé que, como los grandes hombres de los gabinetes, parecéis recaudar lisonjas y servicios tan sólo de vuestros seguidores. Pero tenéis mediadores en torno vuestro y tales tasas que pagar que un hombre teme aceptar vuestros favores. Además, tenemos que dejaros ganar a los naipes, so pena de perder vuestros corazones. Y, si concedéis una cita, es en el orfebre, el joyero o la casa de porcelanas donde, por el honor que depositáis en el hombre, él debe dejar el suyo en empréstito a plazo fijo y así, al pagar por lo que alzáis, él está pagando, a la vez, por lo que os alza.

MELINDRES.
¿Acaso no querríais que no asegurásemos del amor de nuestro galán?

REMILGOS.
Pues mejor se conoce el amor por la liberalidad que por los celos.

MADAMA DE AZOGUE.
Uno se puede disimular el otro no.
(Aparte) Mis celos ya no admiten más disimulo y se apunta su revelación. —Vamos, brindemos por nuestros galanes de servicio, a quien habremos de llamar por su nombre y yo seré la primera en hacerlo. Este es mi falso bribón.

Le da una palmadita en la espalda

REMILGOS.
¿Cómo?

CORNELIUS.
(Aparte) Así que ahora se revelará todo.

REMILGOS.
(Aparte a CORNELIUS) ¿No me dijisteis que tan sólo por amor a mí os habías proclamado no hombre?

MELINDRES.
(Aparte a CORNELIUS) ¡Oh, infame! ¿No me jurasteis que fue por mi amor y por mi honra que os hacíais pasar por eso?

CORNELIUS.
Vamos, vamos.

MADAMA DE AZOGUE.
Bien, hablad, señoras. Este es mi falso villano.

REMILGOS.
Y también el mío.

MELINDRES.
Y el mío.

CORNELIUS.
Bien, entonces las tres sois también mis falsas bribonas; y punto.

MADAMA DE AZOGUE.
No hay, pues, remedio, hermanas partícipes; no nos peleemos, cuidemos de nuestra honra. Aunque no obtengamos ni regalos, ni joyas de él, somos las salvaguardas de nuestra honra, la joya de mayor valor y uso, que reluce en el mundo sin levantar sospechas, aunque sea falsa.

CORNELIUS.
En absoluto: es tan buena como la auténtica, siempre y cuando el mundo así lo crea; pues, hoy en día, la honra, como la belleza, tan sólo depende de la opinión de otros.

MADAMA DE AZOGUE.
Pues bien, Quique Común. Espero que podáis serle fiel a las tres. Jura —pero no tiene sentido exigiros un juramento puesto que sois perjuros cada vez que le juráis a una nueva mujer.

CORNELIUS.
A fe, señora, perdonémosnos los unos a otros, pues la sola diferencia que yo hallo entre nosotros los hombres y vosotras las mujeres es que nosotros somos perjuros al comienzo de un amor y vosotras mientras dura.

Entran DON GASPAR AZOGUE y la VIEJA MADAMA REMILGOS.

DON GASPAR.
Oh, Madama de Azogue. ¿Fue ésta una astucia vuestra, la de venir a donde Maese Cornelius sin mí? Pero, ¿no habréis estado en ningún otro lugar, espero?

MADAMA DE AZOGUE.
No, Don Gaspar.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¿Y vos vinisteis directamente aquí, Brigi?

REMILGOS.
Ciertamente, así es, señora abuela.

DON GASPAR.
Bien está, bien está. Yo sabía que, en cuanto estuvieran familiarizadas a fondo con el pobre Cornelius, nunca querrían apartarse de él. Podéis dejarle ir de máscaras con mi esposa y con Cornelius y os aseguro que su reputación estará segura.

Entra MOZO

MOZO.
Oh, señor, ha llegado el caballero que vos me ordenasteis que no subiera sin avisaros antes, con una dama también y con otro caballero.

CORNELIUS.
Entrad todos aquí mientras yo los despido; y, mozo, diles que esperen abajo hasta que yo baje, que será inmediatamente.

Mutis DON GASPAR, MADAMA REMILGOS, MADAMA DE AZOGUE, DOÑA MELINDRES, REMILGOS

MOZO.
Sí, señor.

Mutis CORNELIUS por la otra puerta, vuelve con DOÑA CUCA.

CORNELIUS.
No quisisteis seguir mi consejo de marchar a casa antes de que vuestro marido volviera; ahora lo descubrirá todo. Os lo ruego de nuevo, carísima, marchad a casa y dejad que me encargue del resto del asunto. Os haré bajar por la trasera.

DOÑA CUCA.
No conozco el camino a casa; por lo tanto, no.

CORNELIUS.
Mi criado os acompañará.

DOÑA CUCA.
No, no creáis que voy a marcharme. Cómo, ¿ya estáis hastiado de mí?

CORNELIUS.
No, vida mía. Es para que pueda amaros por mucho tiempo. Es para asegurar mi amor y vuestra reputación para con vuestro marido. De lo contrario, nunca os volverá a aceptar.

DOÑA CUCA.
¿Qué me importa? ¿Pensáis asustarme con ello? No pienso volver con él. Vos seréis mi marido, ahora.

CORNELIUS.
No puedo ser vuestro marido, carísima, puesto que estáis casada con él.

DOÑA CUCA.
Ah, ¿queréis que me crea eso? ¿Acaso no veo todos los días, aquí en Londres, a esposas abandonar a su primer marido e irse a vivir con otros hombres como esposas suyas? ¡Pis, pas! Me haríais enfurecer, de no ser por lo mucho que os amo.

CORNELIUS.
Que ya están llegando. —Adentro otra vez, adentro. Les oigo. (Mutis DOÑA CUCA)
Bueno: una amante boba es como una plaza débil, se gana con la misma presteza que se pierde, apenas se tiene tiempo para el saqueo. Primero engaña al marido con su galán y, después, al galán con su marido.

Entran CUCO, ALITEA, HARCOURT, BARBILINDO, LUCÍA y un párroco

CUCO.
Vamos, señora, no va a ser el súbito cambio de vuestro vestido, la confianza en vuestras aseveraciones y aquí vuestro falso testigo quienes me persuadirán de que no acabo de traeros a este lugar hace un momento. Aquí está mi testigo, quien no puede negarlo, puesto que habréis de veros las caras. —Maese Cornelius, ¿acaso no os he traído a esta dama hace un momento?

CORNELIUS.
(Aparte) Ahora deberé afrontar a una mujer a causa de otra. Pero, en mí, no es nada nuevo; pues en todos estos casos estoy de parte del culpable y en contra del inocente.

ALITEA.
Hablad, señor, os lo ruego.

CORNELIUS.
(Aparte) Así deberá ser. —He de ser descarado y probar suerte; el descaro suele ser demasiado duro para la verdad.

CUCO.
¡Hola! ¿Estáis urdiendo una evasiva o una excusa para ella? Hablad, señor.

CORNELIUS.
No, a fe. Es que soy algo torpe a la hora de hablar de asuntos y disputas de mujeres.

CUCO.
Ella os ruega que habléis.

ALITEA.
Sí, os lo ruego, señor. Dadle satisfacción.

CORNELIUS.
Entonces... Es cierto: me habéis traído a esa dama hace un momento.

CUCO.
¡Aja!

ALITEA.
¡¿Cómo, señor?!

HARCOURT.
¡¿Cómo, Cornelius?!

ALITEA.
¡¿Qué queréis decir, señor?! Siempre os tuve por un hombre de honor.

CORNELIUS.
(Aparte) Sí, tan hombre de honor que he salvar a mi amante, gracias, pase lo que pase.

BARBILINDO.
¡Vaya! Si yo la hubiera tenido, me habría hecho creer que la luna se había hecho con una torta de Navidad.

LUCÍA.
(Aparte) Ahora podría yo hablar si me atreviera y declarar el acertijo, yo, que soy su autora.

ALITEA.
¡Oh, que mujer más desdichada soy! Una conspiración en contra de mi honra me atañe ahora, pues sois partícipe de mi desgracia, señor, y es vuestra censura, que yo he de sufrir ahora, lo que me turba, no la de ellos.

HARCOURT.
Señora, en tal caso no os preocupéis; veréis que me es posible amaros también, sin ser celoso. No solamente creeré yo mismo en vuestra inocencia sino que haré que el mundo entero crea en ella. (Aparte a CORNELIUS) Cornelius, ahora he de preocuparme de la honra de esta dama.

CORNELIUS.
Y yo también debo preocuparme de la honra de una dama.

HARCOURT.
Esta dama tiene su honra y he de defenderla.

CORNELIUS.
Mi dama no tiene la suya; sino que me la ha entregado para que la proteja y yo la defenderé.

HARCOURT.
No os entiendo.

CORNELIUS.
Ni yo lo pretendo.

DOÑA CUCA.
(Atisbando desde atrás) ¿Qué les pasa a todos?

CUCO.
Vamos, vamos, Maese Cornelius, no más disputas. Aquí está el párroco; no lo he traído en vano.

HARCOURT.
No, señor, yo lo emplearé, si a esta dama le place.

CUCO.
¿Cómo? ¿Qué queréis decir?

BARBILINDO.
Eso ¿qué quiere decir?

CORNELIUS.
Pues que he renunciado a ella en favor de él; él tiene mi consentimiento.

CUCO.
Pero no tiene el mío, señor. La honra ultrajada de una dama, como el honor de un hombre, solamente puede ser satisfecha por quien le hizo la afrenta. Y os casaréis con ella enseguida o....

Echa mano a la espada
DOÑA CUCA se une a ellos

DOÑA CUCA.
¡Oh, señor!, ¡Van a matar al pobre Maese Cornelius! Además, él no se casará con ella estando yo delante. No voy a perder a mi segundo marido así.

CUCO.
¡¿Qué veo?!

ALITEA.
¡Mi hermana en mi ropa!

BARBILINDO.
¡Ja!

DOÑA CUCA.
(A CUCO) Vamos, or lo ruego, no disputéis ahora por darle al párroco que hacer. El me desposará con Maese Cornelius, pues creo que estáis harto de mí, ahora.

CORNELIUS.
¡Maldita, maldita, adorable simplona!

DOÑA CUCA.
Os lo ruego, hermana, perdonadme por decir tantas mentiras de vos.

HARCOURT.
Supongo que, ahora, el acertijo está declarado.

LUCÍA.
No, esa labor me compete a mí. Buen señor, escuchadme.

Se arrodilla ante MAESE CUCO quien, con aspecto obstinado, permanece de pie, con el chapeo sobre los ojos

CUCO.
Nunca prestaré oído a otra mujer, sino que las haré enmudecer así—

Hace ademán de desenvainar la espada contra su esposa

CORNELIUS.
No, no ha de ser.

CUCO.
Entonces vos moriréis primero. A mí me da lo mismo.

Hace ademán de desenvainar la espada contra CORNELIUS. HARCOURT lo detiene

HARCOURT.
¡Teneos!

Entran DON GASPAR AZOGUE, MADAMA DE AZOGUE, MADAMA REMILGOS, DOÑA MELINDRES AZOGUE, DOÑA REMILGOS

DON GASPAR.
¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? ¿Por favor, que es lo que ocurre, señor? ¡Os lo ruego encarecidamente, señor, comunicad!

CUCO.
A fe que mi esposa ha comunicado, señor, como puede que lo haya hecho vuestra esposa, señor, si le conoce a él, señor.

DON GASPAR.
¡Bah! ¡Con él! ¡Ja, ja, je!

CUCO.
¿Os mofáis, señor? Un cornudo es una especie de bestia salvaje, ¡tened cuidado, señor!

DON GASPAR.
Cierto que no. Vos os mofáis de mí, señor. — ¡Él poneros los cuernos a vos! ¡No puede ser! ¡Ja, ja, je! Vamos, os digo, señor...

Hace ademán de susurrar

CUCO.
Os vuelvo a decir que ha hecho una puta de mi mujer y de la vuestra también, si es que la conoce; y de todas las mujeres a las que se acerca. No es su disimulo, su hipocresía lo que me tornará crédulo.

DON GASPAR.
¿Cómo? ¿El disimula? ¿El, un hipócrita? Pues, entonces... ¿cómo... esposa ... hermana, es un hipócrita?

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¡Un hipócrita! ¡Un disimulador! ¡Habla, putilla, habla! ¿Cómo?

DON GASPAR.
No, entonces... ¡Oh, mi cabeza también! ... ¡Oh, tú, lasciva dama!

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¡Oh, tú, puteadora puta! ¡¿Lo has hecho, entonces?!

DON GASPAR.
Habla, buen Cornelius, ¿eres un disimulador, un bellaco? ¿Tú has...?

CORNELIUS.
Calma....

LUCÍA.
(Aparte a Cornelius) Yo os sacaré de ésta y a ella también, siempre y cuando refrene la lengua.

CORNELIUS.
(Aparte a LUCÍA). ¿Puedes? Te daré...

LUCÍA.
(A MAESE CUCO) Os ruego que me escuchéis con paciencia, señor, pues soy la desdichada causa de toda esta confusión. Vuestra esposa es inocente, yo la única culpable —pues la convencí para que os dijera todas estas mentiras sobre mi señora con el fin de romper el compromiso entre Maese Barbilindo y ella, para allanarle el camino a Maese Harcourt.

BARBILINDO.
¡¿Eso hicisteis, eterno diente podrido?! Entonces se me antoja que mi señora no me fue infiel, sino que fui engañado por vos. Hermano que habríais sido y, ahora, hombre de conducta, ¿quién es la persona ingenua, ahora? —Traer a vuestra esposa a su amante —¡Ja!

LUCÍA.
Os aseguro, señor, que no vino a Maese Cornelius por amor, pues ella no le ama más que...

DOÑA CUCA.
¡Teneos! He dicho mentiras por vos, pero vos no diréis ninguna por mí, pues yo sí amo a Maese Cornelius con toda mi alma y nadie me dará el mentís. Os ruego que no le hagáis creer al pobre Maese Cornelius lo contrario; es rencor por vuestra parte, estoy segura.

CORNELIUS.
(Aparte a DOÑA CUCA) ¡Silencio, querida idiota!

DOÑA CUCA.
No, no he de callar.

CUCO.
No hasta que yo os obligue.

Entran DORILANT, CURANDERO

DORILANT.
¡Cornelius, servidor de Vuesamerced! Soy huésped del físico, ha de disculpar esta intrusión.

CURANDERO.
Pero, ¿qué ocurre, caballeros? Por el amor de Dios, ¿que es lo que ocurre?

CORNELIUS.
Ah, menos mal que habéis venido. Vivimos en un mundo censurador; podéis haberme traído una conmutación o habría muerto por un crimen que nunca he cometido y estas inocentes damas habrían sufrido conmigo. Por tanto, os ruego que satisfagáis a estos dignos, honorables y celosos caballeros... que...

Susurra

CURANDERO.
Oh, os entiendo. ¿Eso es todo? —Don Gaspar, por el Cielo y empeñando mi palabra de físico, señor...

Susurra a DON GASPAR

DON GASPAR.
Os creo, a fe mía. —Perdonadme, dama virtuosa y cara de su honor.

VIEJA MADAMA REMILGOS.
¿Cómo? Entonces ¿todo vuelve a estar bien?

DON GASPAR.
Sí, sí y ahora démosle satisfacción a él también.

Susurran a MAESE CUCO.

CUCO.
¡¿Un eunuco?! Os lo ruego, no os moféis de mí.

CURANDERO.
Traeré a la mitad de los cirujanos de la Villa a jurarlo.

CUCO.
¡Esos! ... Jurarán que un hombre que ha muerto desangrado por sus heridas, murió de una aplopejía.

CURANDERO.
Os ruego que me escuchéis, señor. ¡Pero si la Villa entera ha sabido de esas nuevas!

CUCO.
¿Y la Villa entera se lo cree?

CURANDERO.
No tenéis sino que preguntar por ahí y, en primer lugar, aquí mismo.

CUCO.
Yo estoy cierto que cuando dejé la Villa era el hombre más lascivo que había en ella.

CURANDERO.
Os digo, señor, que, entre tanto, ha estado en Francia. Os lo ruego: preguntadle a estas damas y caballeros, a vuestro amigo Maese Dorilant... Caballeros y damas, ¿no habéis oído las tristes nuevas del pobre Maese Cornelius?

TODAS LAS DAMAS.
Sí, sí, sí.

DORILANT.
Necio celoso, ¿dudas acaso? Es un capón francés de cabo a rabo.

DOÑA CUCA.
¡Falso, señor! No difamaréis al pobre Maese Cornelius de tal guisa. Sé por cierto....

LUCÍA.
¡Oh, teneos!

REMILGOS.
(Aparte a LUCÍA) ¡Tapadle la boca!

MADAMA DE AZOGUE.
(A CUCO) Por mi honor, señor, es tan verdad...

MELINDRES.
¿Creéis que nos habríamos dejado ver en su compañía?

REMILGOS.
¿Confiar nuestra impoluta reputación con él?

MADAMA DE AZOGUE.
(Aparte a CORNELIUS) Esto es lo que sacáis —y nosotras también— por confiar vuestro secreto a una necia.

CORNELIUS.
Paz, señora.
(Aparte a CURANDERO) Bien, doctor, ¿no es éste un buen diseño el que lleva a un hombre libre de sospecha y lo deja incólume?

CUCO.
(Aparte) Bueno, si fuera verdad; pero mi mujer...

DORILANT cuchichea con DOÑA CUCA

ALITEA.
Vamos, hermano, Vuestra esposa sigue siendo inocente, como veis. Pero, cuidaos de una imaginación fuerte en extremo, a menos de que, igual que el jugador que preocupado en exceso y timorato se ilusiona con una jugada desafortunada, ella os provoque el lance. Las mujeres y la fortuna le son más fieles a los que confían en ellas.

LUCÍA.
Y cualquier cosa salvaje se vuelve más fiera y voraz si está encerrada y resulta más peligrosa para su guardián.

ALITEA.
He ahí una doctrina para todos lo maridos, Maese Harcourt.

HARCOURT.
Señora, estoy tan edificado que me impaciento por convertirme en uno.

DORILANT.
Y yo estoy tan edificado por el ejemplo que nunca lo seré.

BARBILINDO.
Y yo —pues no quiero difamar mis partes— nunca lo seré.

CORNELIUS.
Y yo, ¡ay de mí! nunca podré serlo.

CUCO.
Pero yo he de serlo en contra de mi voluntad, de una esposa rústica, para mí como una plaga bovina.

DOÑA CUCA.
(Aparte) Y, según parece, yo he de seguir siendo una esposa rústica, pues no puedo, como una esposa de la ciudad, deshacerme de un marido mohoso y hacer lo que me plazca.

CORNELIUS.
Ahora, señor, he de fallar y fallo a vuestra esposa inocente, aunque me ruborizo al hacerlo. Yo soy el único hombre que la ha expuesto a la vergüenza, lo que voy a ahogar en vino de seguida, como vos haréis con vuestras sospechas; y las cuitas de las damas las disiparemos con un ballet. Doctor, ¿dónde están vuestras máscaras?

LUCÍA.
De verdad que es inocente, señor. Yo soy su testigo. Y el fin de venir aquí era simplemente para ver la boda de su hermana; y lo que os ha dicho a la cara de su amor por Maese Cornelius no fue sino la común e inocente venganza por los celos de un marido — ¿No fue así, señora? Hablad.

DOÑA CUCA.
(Aparte a LUCÍA y a CORNELIUS) Si os empeñáis en que diga más mentiras. —Sí, de verdad, capullito.

CUCO.
Creer quisiera por mi propio bien.
Los cornudos, como los amantes, han de engañarse bien.
220
Mas...
(Suspira)
su honor, estimo, está menos seguro —y tarde lo he sabido—
cuando se le ha confiado a una esposa necia o a un amigo.

Danza de cornudos

CORNELIUS.
Vano pisaverde, cortejáis, vestís y montáis tumulto de armas
porque os crean, los unos y los otros, menino de las damas.
225
Ved que quien busca de mujeres el aprecio
más merecerá, como veis, de los hombres el desprecio.

EPÍLOGO

A cargo de la actriz que hace de MADAMA DE AZOGUE
Oh, vosotros, vigorosos,
que día a día aquí estáis
y que siempre en antifaces
en público domináis
5
Y lo que harías con ella
sin en el lugar apropiado
albergáis la confianza
de gritar “¡Salid afuera!”
Pero, al decir “Vos primero”,
10
no os mostráis nada recios
y al hermano atildado
de seguida que os volvéis
Y gritáis “¡Sarna sobre ella,
Lalo, que no va estar sana!”
15
Luego, salís a hurtadillas
para buscar una nueva
con tal ardor aparente
y tan amorosa furia
que asustaríais a la actriz
20
que escucha en la escena
hasta que, al fin, os ha visto
ella venir resoplando
y habláis de mantenidas
así, en los vestuarios,
25
y no puede provocaros
a que la llevéis a casa.
Ahora vosotros, los Falstaff
cincuentones que asediáis
virgos sueltos de bocací,
30
que los amigos consiguen.
Y que, mientras alardeáis
con ellos de vuestros logros
se repartirán el botín
y ríen a costa vuestra.
35
En suma, que vos, mancebos
perfumados, mozos, viejos,
que querríais que os creyeran
prestos, rápidos y fuertes,
que no ultrajáis sino a
40
las damas, no sus maridos,
cuyas bolsas a la hombría
vuestra sirven de excusa;
que yeguas flamencas tenéis,
por apariencia, no uso,
45
animados por, de hembras,
los meninos de hoy en día.
Podéis creer, mas en vano,
que hacéis, por ahí, de Cornelius
podréis negar amoríos
50
con timidez tan abierta
que pocos han de dudarlo,
puede que, incluso, ninguno
que podéis besar los naipes
en el piquet, hombre y lú,
55
simulando que besáis
a la dama al mismo tiempo.
Pero, galanes, cuidaos,
a fe, de lo que hacéis.
El mundo, que a nadie
60
le otorga su merecido,
sabéis, por experiencia,
que puede engañaros.
Los hombres bien podrán seguir
fiandoos vigorosos;
65
que nosotras las mujeres
—no creeremos la conseja.