Escena primera
(Entran Francisco de Médicis, el cardenal Monticelso, Marcello, Isabella, el joven Giovanni y criados)
Francisco
¿No has visto aún a tu esposo desde que estás aquí?
Isabella
Aún no, hermano.
Francisco
En verdad que son sorprendentes las amabilidades que tiene contigo. Si yo tuviera un palomar como el de Camillo, ten por seguro que le prendería fuego, aunque sólo fuera para acabar con los turones que por su entorno merodean. Querido sobrino…
Giovanni
Mi señor tío, me hicisteis promesa de regalarme un caballo y una armadura.
Francisco
Cierto, razón tienes, pequeño. Marcello, haced que así se disponga.
Marcello
Ha llegado el duque, señor.
Francisco
Retírate entonces, hermana. Aún no debe verte.
Isabella
Trátalo con suavidad, te lo suplico. No permitas que unas palabras demasiado rudas nos coloquen en una situación de desavenencia aún más clara y abierta. De buen grado le perdono todas las cosas con que me ha afrentado, y no dudo que así como para probar la eficacia del preciado cuerno del unicornio se hace de su polvo un círculo protector, dentro del cual se coloca una araña, de la misma manera estos mis brazos embrujarán la ponzoña que lo aqueja, obligándola a mantenerle casto y alejado de toda envenenada desviación.
Francisco
Deseo que así sea. Sal ahora.
(Vase Isabella)(Entran Bracciano y Flamíneo) Desocupad la estancia.
(Vanse Flamíneo, Marcello, Giovanni y los criados) Sed bienvenido. ¿Queréis tomar asiento? Señor cardenal, os ruego que empecéis hablando vos en mi lugar, pues en exceso cargado está mi corazón. Os secundaré en seguida.
Monticelso
Antes permítame su señoría que le suplique que enga templanza y no ceda a cualquier pasión que pueda despertar la franqueza de mis palabras.
Bracciano
Tan callado estaré como en la iglesia. Podéis continuar.
Monticelso
Es motivo de asombro para vuestros nobles amigos el ver que vos, que entrasteis en el mundo, por decirlo así, empuñando ya merecidamente un cetro soberano y que habéis sabido dar un fin conforme a naturaleza a los elevados dones del saber, les asombra, pues, que en vuestra mejor edad hayáis abandonado tan imponente trono por la suave pluma de un lecho insaciable. No ignoráis, señor, que el ebrio, una vez agotadas las copas que ha bebido con generosidad, torna a encontrarse seco y sobrio; de la misma manera, cuando despertéis de este sueño lascivo, os sobrevendrá sin duda el arrepentimiento, y su efecto será como el aguijón que lleva la víbora en el extremo de su cuerpo. Desdichados son los príncipes cuando el destino marchita la más pequeña flor que adorna sus pesadas coronas o cuando les arrebata de sus cetros una sola de sus perlas; pero harto peor, ay, es cuando en un naufragio por ellos mismos buscado dejan escapar su fama, pues todos sus títulos reales perecen junto a su buen nombre.
Bracciano
¿Habéis terminado, señor?
Monticelso
Sí, mas no sé si ha sido suficiente para haceros ver qué lejos estoy de adular vuestra grandeza.
Bracciano
Ahora vos, que su segundón sois, ¿qué tenéis que decir? No hagáis como los halcones jóvenes, que se desvían del objetivo en su vuelo. Vuestra pieza vuela ahora en las mejores condiciones para vuestro lucimiento.
Francisco
No temáis. Os responderé utilizando vuestro propio símil de cetrería: hay águilas que en lugar de dirigir su mirada al sol, como debieran, vuelan casi siempre a baja altura y adoptan una actitud de lasciva comodidad, pues saben que también pueden obtener alguna presa de entre los pajarracos que frecuentan los estercoleros. Conocéis a Vittoria.
Francisco
Es en su casa donde os cambiáis de camisa cuando regresáis de practicar el juego de pelota.
Bracciano
Sí, por suerte para mí.
Francisco
Su marido es señor de escasa fortuna, pese a lo cual ella viste rico brocado.
Bracciano
¿Y qué? Mi buen señor cardenal, ¿querréis indagar sobre ese punto la próxima vez que Vittoria vaya a confesarse y averiguar así de qué puerto proceden esas ropas?
Francisco
Es vuestra amante…
Bracciano
Mi grosero amigo, cicuta hay en vuestro aliento y en esa negra calumnia. Además, si así fuera, ni con el estruendo de todos vuestros cañones, ni con los suizos que habéis alquilado para vuestro servicio, ni con vuestras galeras, ni con los aliados que han jurado ayudaros, ni con todo ello a la vez osaríais quitarla de su sitio.
Francisco
Dejémonos de truenos. Tenéis esposa, mi hermana. Ojalá que a la muerte hubiera entregado sus dos blancas manos, bien atadas y cubiertas ya por la mortaja, en vez de concederos, como lo hice, una sola de ellas.
Bracciano
De haberlo hecho así, un alma habríais dado a Dios.
Francisco
Muy cierto; eso que ni todas las absoluciones de vuestro consejero espiritual podrán nunca conseguir para vos.
Bracciano
Escupid vuestro veneno.
Francisco
No es preciso, pues ya en su propio cinturón lleva la lujuria un restallante látigo. Preparaos a ello, que rayos y centellas está empezando a despedir nuestra ira.
Bracciano
¿De rayos habláis? A fe mía que no son más que petardos.
Francisco
A golpes de cañón hemos de zanjar este asunto.
Bracciano
Y no obtendréis de ello más que plomo en las heridas y pólvora en las narices.
Francisco
Lo prefiero a tener que cambiar perfumes por emplastos.
Bracciano
Lástima me dais. No estaría mal que ese gesto de insolencia que acaba de aparecer en vuestro semblante lo emplearais con vuestros esclavos o con los hombres por vos condenados. Desde esta hora os desafío, e iré a enfrentarme con vos aunque estéis rodeado, en apretada formación, por los más capaces de entre vuestros hombres.
Monticelso
Señores, no debéis seguir hablando sin fijar antes a vuestras palabras un límite más amable.
Bracciano
¿Es que acaso creéis haber conseguido un triunfo por acosar así a un león?
Bracciano
Ya me calmo, señor, ya me calmo.
Francisco
Al duque enviamos noticia a propósito de una consulta sobre levas contra los piratas, pero el señor duque no estaba en palacio. Venimos, pues, nosotros mismos en persona, pero el señor duque sigue estando ocupado. Y me temo que no tendremos seguridad de encontraros y de poder hablar con vos hasta que el Tíber no descubra a los que por sus orillas merodean la existencia de bandadas de patos salvajes –a la estación de la pérdida del plumaje me refiero–.
Bracciano
¿Qué pretendéis decir con ello?
Francisco
No importa, no es más que una patraña construida con palabras vacías. Mas ahora voy a expresar mi intención en frase justa y racional: no hallaréis el momento de vernos hasta que los ciervos no estén sumidos en profunda melancolía.
(Entra Giovanni)
Monticelso
Basta, basta, señor, que ahí veo venir al héroe que ha de poner fin a las diferencias que os enfrentan: es el príncipe Giovanni, vuestro hijo y sobrino. Ved cuántas esperanzas atesora su persona. Es el cofre en que ambos guardáis vuestras coronas, y como tan preciado objeto habéis de tenerlo. Ya ha alcanzado la edad en que es propio que sea instruido, y por ello debéis saber que, para educar en la virtud a un hijo de príncipes, es el ejemplo medio más seguro y eficaz que el precepto. Y de hacerlo así, ¿a quién mejor debe procurar imitar que a su propio padre? Sed, pues, para él un modelo y dejadle un patrimonio de virtud que permanezca en el tiempo y no se borre ni en los momentos en que las inclemencias del destino le rasguen las velas y le quiebren el mástil.
Bracciano
Dame la mano, muchacho. ¿Ya preparándote para ser soldado?
(Le dan una y él la blande)
Francisco
¿Tan joven y ya ejercitándote en la pica, querido sobrino?
Giovanni
Ved en mí a una de las ranas de Homero, señor, lanzando así mi junco. Decidme, os lo ruego, ¿es que acaso no podría un muchacho de buen sentido comandar un ejército?
Francisco
Sí, bien podría hacerlo un joven príncipe con que tuviere buen sentido.
Giovanni
¿Eso pensáis? Estoy seguro de haber oído que no es conveniente que los generales pongan en peligro sus vidas con frecuencia, pues montados en sus caballos producen tal estruendo –cual un tambor danés– que no les es menester combatir. ¡Magnífico! Entonces también los caballos podrían, en su lugar, dirigir ejércitos. Si se me concede vida para alcanzar a ello, cargaré personalmente contra el francés enemigo y al frente de mis tropas estaré el primero en la misma línea de combate…
Giovanni
Y no daré a mis hombres la orden de ¡adelante! para ir yo detrás, sino que les ordenaré ¡seguidme!
Bracciano
¡Ave precoz, que aún no ha acabado de salir del cascarón y ya vuela!
Francisco
¡Gallardo sobrino tengo!
Giovanni
El primer año que vaya a la guerra, tío, libres y sin rescate he de dejar a todos los soldados enemigos que tome prisioneros.
Francisco
¿Ah, sí? ¿Y por qué sin rescate? ¿Cómo recompensarás entonces a los hombres que te rindieron tan valioso servicio?
Giovanni
De la siguiente manera, señor: los casaré con todas las mujeres de fortuna que queden viudas ese año.
Francisco
Pero así al año siguiente no habrá hombres que vayan contigo a la guerra.
Giovanni
Entonces obligaré a las mujeres a ir al combate, y los hombres irán tras ellas.
Monticelso
Ingenioso el príncipe.
Francisco
Observad cómo los buenos hábitos hacen del niño un hombre, mientras que los malos hacen de éste una bestia. Vamos, seamos amigos.
Bracciano
De todo corazón, como el hueso fracturado, que, bien curado, suelda con más fuerza aún.
Francisco
(A un criado fuera de escena) Haz que venga Camillo. ¿Habéis oído el rumor de que el conde Lodovico se ha pasado a la piratería?
Bracciano
Sí, algo me ha llegado.
Francisco
Estamos preparando unas naves para ir a prenderlo.
(Entra Isabella) Ahí llega la duquesa, vuestra esposa. Nosotros nos retiramos, no esperando de vos más que la tratéis con gentileza.
Bracciano
Embrujado me tenéis.
(Vanse Francisco, Monticelso y Giovanni) Veo que gozas de buena salud.
Isabella
Más que la buena salud, el ver bien a mi señor es motivo de gozo para mí.
Bracciano
Me pregunto qué torbellinos de amor te hicieron venir tan precipitadamente a Roma.
Bracciano
¿Tu devoción? ¿Es que sientes en el alma el peso de un grave pecado?
Isabella
No uno, sino muchos son los que la abruman con su carga. Y creo que cuanto antes nos rindamos cuentas vos y yo más profundo y tranquilo ha de ser nuestro sueño.
Bracciano
Retírate a tu aposento.
Isabella
No, mi amado dueño, no penséis que quiero provocaros al enfado, pero ¿es que los dos meses que hemos estado lejos el uno del otro no merecen ni siquiera un beso?
Bracciano
No acostumbro a besar, y estoy dispuesto a jurar que es cierto lo que digo si ello aviva tus celos.
Isabella
No he venido a disputar. ¿Mis celos? Aún he de aprender lo que esa palabra significa en nuestra lengua. Sois ahora tan bien recibido a estos brazos deseosos como yo lo fuera a los vuestros cuando aún era doncella.
(Hace intención de besarle)
Bracciano
¡Uf qué aliento! Tantas confituras y tan continuada medicación no hacen sino apestar.
Isabella
Más de una vez habéis preferido estos labios al perfume de la casia y a la fragancia natural de la violeta en primavera, estos labios que aún conservan su juvenil tersura, cosa que debería ser para mí motivo de alegría. Ese ceño que mostráis fruncido por el enojo sería de magnífica impresión bajo un casco de combate, pero dirigido a mi persona, y en tan pacífica conversación… me parece exageradamente rudo.
Bracciano
¡Tamaña hipocresía! Pues ¿no has estado formando bandos contra mí? ¿No has recurrido acaso al vil y bajo artificio de quejarte a tu familia?
Isabella
No, en ningún momento, amado mío.
Bracciano
¿Es preciso que andes persiguiéndome, o es que acaso fue un ardid de tu parte para encontrarte aquí en Roma con algún caballero enamorado y deseoso de llenar mis ausencias?
Isabella
Os ruego, señor, que destrocéis mi corazón, para que así a mi muerte podáis recobrar, ya que no el amor, al menos la piedad de antaño.
Bracciano
Como tienes por hermano al muy obeso duque –al gran duque quiero decir–, por todos los diablos que ya no podré perder de una vez quinientas coronas en el juego de pelota sin que el acontecimiento se vea registrado en los anales del reino. Le desprecio como si de un polaco tonsurado se tratase. Y en cuanto a su tan apreciado ingenio, en su guardarropa reside, pues sólo cuando se halla protegido por su ropa de ceremonia da la impresión de ser un hombre juicioso. Ése es tu hermano, el gran duque, el que por tener unas cuantas galeras y por apresar de vez en cuando un batel turco se creyó en el derecho de apañar este matrimonio – ¡todas las furias del infierno se lleven ahora su alma! ¡Maldito sea el clérigo que ofició la misa nupcial, maldita incluso mi progenie!
Isabella
¡Ay, demasiado lejos habéis ido en vuestra maldición!
Bracciano
La mano voy a besarte, y este beso ha de ser el rito postrero de mi amor. A partir de este momento nunca más habré de yacer contigo: juro por este anillo matrimonial que nunca más he de hacerlo. Y este divorcio se guardará tan fielmente como si un juez lo hubiera sentenciado. Lejos el uno del otro han de vivir nuestros sueños.
Isabella
¡Que la dulce armonía de las cosas sagradas lo impida! Los santos del cielo fruncirán el ceño enojados ante tales sucesos.
Bracciano
No te haga incrédula tu amor, pues este juramento que acabo de hacer nunca se verá en mi alma neutralizado por el arrepentimiento. Mi decisión es definitiva, aunque la ira de tu hermano supere en furor a una horrible tormenta o a una batalla en el mar.
Isabella
¡Ay, mortaja que me esperas, se acerca el momento en que he de necesitarte! Mi amado dueño, permitidme oír de nuevo eso mismo que oír no desearía: ¿nunca?
Isabella
Despiadado señor, ojalá hallen clemencia vuestros pecados. Yo, por mi parte, rezaré por vos sobre mi lecho doliente y viudo, si no para que volváis los ojos hacia vuestra desventurada esposa y hacia el prometedor hijo que ella os diera, al menos para que los alcéis al cielo cuando aún sea tiempo para ello.
Bracciano
Basta, retírate. Déjame y ve a lamentarte al gran duque.
Isabella
No, mi señor. Presenciaréis personalmente cómo hago las paces entre vos y mi hermano: me haré pasar por autora del cruel juramento que acabáis de pronunciar. Tengo razones para haberlo hecho, mientras que vos no tenéis ninguna. Os suplico, por el bien de ambos ducados, que ocultéis que habéis sido vos quien ha marcado el camino de esta separación. Permitid que la culpa recaiga sobre mis supuestos celos y considerad con qué doliente y desgarrado corazón voy a desempeñar desde ahora tan triste papel.
(Entran Francisco, Flamíneo, Monticelso y Marcello)
Bracciano
De acuerdo, haz lo que gustes. ¡Mi honorable hermano!
Francisco
Hermana… Eso no está bien, señor. No merece ella tal recibimiento.
Bracciano
¿Tal recibimiento decís? Yo sí que he sido recibido severamente.
Francisco
¿Cómo? ¿Tan necia eres? Vamos, seca esas lágrimas, pues ¿crees que el reñir y el llorar son las maneras propias de arreglar la situación? Llegad a una reconciliación, o por todos los santos que no he de mediar nunca más en vuestros conflictos.
Isabella
No lo harás, ni aunque Vittoria se convirtiera, con esa condición, en una mujer honesta.
Francisco
¿Ha elevado tu esposo la voz desde que nos separamos?
Isabella
Por mi alma que no, hermano. Por ella también juro que no me importa perder. ¿O es que acaso deben estas ruinas de mi belleza perdida exhibirse en honor del triunfo de una puta?
Francisco
Escúchame: fíjate en otras mujeres, con qué paciencia sufren estos pequeños agravios, con qué justicia meditan cómo responder a ellos. Adopta tú también esa actitud.
Isabella
Ah, si yo fuera un hombre, si tuviera la fuerza suficiente para poner en práctica los deseos que siento, hay a quien azotaría con escorpiones.
Francisco
¿Qué dices? ¿Tú convertida en furia?
Isabella
Sacarle los ojos a esa ramera, dejarla agonizar lentamente, días y días hasta hacer un millar, cortarle la nariz y los labios, arrancarle los pútridos dientes y conservar momificada la carne de su cuerpo, a manera de trofeo de mi justa ira. Comparándolo a mi tormento, el fuego del infierno no es sino agua nieve. Con tu permiso –acércate, hermano, y también vos, señor cardenal–, concededme un solo beso, y, a partir de este momento, por este anillo matrimonial que nunca más he de yacer con vos.
Francisco
¿Cómo? ¿Qué nunca más habéis de yacer con él?
Isabella
Y este divorcio se guardará tan fielmente como si en una corte atestada de gente un millar de oídos lo hubieran escuchado y un millar de abogados hubieran sellado de su puño y letra nuestra separación.
Bracciano
¿Tan firme es tu decisión de no yacer conmigo?
Isabella
Tanto, y no dejéis que en un incrédulo os convierta mi antigua pasión. Este mi juramento no se verá nunca en mi alma neutralizado por el arrepentimiento: manet alta mente repostum.
Francisco
Por mi cuna que eres necia, a más de insensata y celosa.
Bracciano
Como podéis ver, no soy yo quien provoca todo esto.
Francisco
¿Es éste el círculo de cuerno de unicornio que dijiste iba a embrujar a tu esposo? Caigan sobre ti ahora los cuernos, que bien los merecen tus celos. Sé fiel a tu promesa y retírate a tu aposento.
Isabella
No, hermano, que ahora mismo marcho a Padua. No me quedaré aquí ni un minuto más.
Monticelso
Pero estimada señora…
Bracciano
Mejor es que haga lo que guste. Medio día de viaje bastará para rebajarle los humos y hacerla regresar a toda prisa.
Francisco
Mucho nos reiremos cuando acuda a mi señor el cardenal para que la dispense de su precipitado juramento.
Isabella
¡Ah crueldad, cumple tu misión! ¡Y tú, pobre corazón mío, desgárrate!
(Vase)
(Entra Camillo)
Marcello
Ya está aquí Camillo, señor.
Francisco
¿Traéis el despacho?
Francisco
Dadme el sello.
Flamíneo
(A Bracciano) ¿Observáis, señor, cómo cuchichean? Con lo que guardan en sus cabezas voy a hacer una pócima de sabor más fuerte que el del ajo y de efecto más mortífero que el del antimonio. No lo harían con mayor silencio o más invisible artificio ni las cantáridas, que apenas se las ve posándose sobre la carne y ya el veneno ha alcanzado el corazón.
(Entra el doctor Julio)
Bracciano
Y bien, qué hay de esa muerte…
Flamíneo
A Nápoles quieren mandarle, pero el campo santo le tengo yo reservado como destino. Aquí viene alguien que también puede sernos de utilidad.
Flamíneo
Es un pobre truhán y matasanos, señor, que por su lujuria mereció ser condenado a los azotes, pero que se inventó un pleito en el que se confesó culpable, permitió que le embargaran sus bienes y así dejó al látigo con un palmo de narices.
Julio
Cierto, más luego le engañó un truhán más consumado que él, que le hizo pagar la supuesta deuda.
Flamíneo
Es capaz de lanzar al estómago de un hombre unas píldoras que le causarían más orificios que los de la flauta o la lamprea, y capaz igualmente de envenenar un beso. Mas su obra maestra fue cuando se le ocurrió –ya que en Irlanda no crece veneno alguno– incorporar al pedo de un español un vapor mortífero que hubiese podido envenenar a toda la población de Dublín.
Bracciano
¡Oh, el fuego de San Antonio!.
Julio
Tiene buen humor vuestro secretario, señor.
Flamíneo
¡Ay, maldito de ti, por cuya existencia hasta la naturaleza expresa disgusto! Miradle, sus ojos aparecen tan inyectados en sangre como la aguja con que el cirujano cose las heridas. Déjame abrazarte, sapo querido, y amarte, gárgara nauseabunda y abominable que a quien la hiciera destrozaría pulmones, ojos, corazón e hígado.
Bracciano
Basta. Debo contratar vuestros servicios, muy honesto doctor. Habéis de ir a Padua y de paso usar para nosotros vuestro talento.
Julio
Así lo haré, señor.
Bracciano
¿Y qué hay de Camillo?
Flamíneo
Esta noche morirá por causa de un accidente tan hábilmente dispuesto que la gente pensará que nadie más que él ha sido responsable de su muerte. Pero ¿cómo ha de morir vuestra esposa la duquesa?
Julio
Yo me ocuparé de ella.
Bracciano
Impunes se hacen los crímenes pequeños por obra de los mayores.
Flamíneo
Y tú, truhán, recuerda bien esto: cuando los bribones suben de posición, lo hacen como los criminales en los Países Bajos, unos sobre los hombros de otros.
(Vanse Bracciano, Flamíneo y el doctor Julio)
Monticelso
Mira este emblema, sobrino, y examinálo con atención, pues fue arrojado a tu aposento a través de la ventana.
Camillo
¿Por mi ventana? Aquí veo a un venado que ha mudado los cuernos, pérdida por la que el pobre animal llora. También veo la leyenda Inopen me copia fecit.
Monticelso
Es decir, la misma abundancia de cuernos le ha hecho pobre en ellos.
Camillo
¿Y cómo lo debo entender?
Monticelso
Te lo diré. Corre la noticia de que te han hecho cornudo.
Camillo
¿Eso se dice? Preferiría que una noticia como ésa quedara de puertas adentro.
Francisco
Mejor para ti. Te voy a contar una historia.
Camillo
Con gusto os escucho.
Francisco
Es un viejo cuento. Sucedió una vez que Febo, el dios de la luz, el mismo al que nosotros llamamos Sol, sintió la necesidad de casarse. Los dioses dieron su consentimiento y se envió a Mercurio para que lo anunciara por todo el mundo. Mas ¡qué lastimeras quejas surgieron al punto entre forjadores y pañeros, entre cerveceros y cocineros, entre mantequeros y segadores, entre vendedores de pescado y otros mil gremios a los que tantas molestias ocasiona el excesivo calor del sol! Era lástima verlos. Se presentaron, pues, todo sudorosos, ante Júpiter, y lograron echar atrás la decisión que se les había anunciado. Un cocinero grande y obeso, al que se había nombrado vocero del grupo, suplicó a Júpiter que se hiciera castrar a Febo: pues si ahora que no existía más que un único Sol había tantos hombres a punto de perecer por causa de su violento calor, ¿qué ocurriría si se casara y engendrara muchos más soles, y si estas criaturas hicieran, como su padre, fuegos de artificio? Eso mismo digo yo referido a tu esposa: su descendencia, si no lo evita la providencia, hará que la naturaleza, el siglo y el mismo género humano se arrepientan de su existencia.
Monticelso
Mira, sobrino, ve y cambia de aires, aunque solamente sea por vergüenza. A ver si tu ausencia conlleva la ruina de tu cornucopia. Has sido nombrado, con Marcello, comisario para limpiar de piratas las costas italianas.
Marcello
Mucho me honra el nombramiento.
Camillo
No obstante, señor, puede ocurrir que antes de mi regreso los cuernos del venado hayan brotado de nuevo, alcanzando un tamaño aún mayor que el de éstos que aquí vemos caídos.
Monticelso
No temas por ello, que yo seré tu guardabosques.
Camillo
Debéis vigilar bien durante la noche, que es el momento de más peligro.
Francisco
Adiós, mi buen Marcello, que todas las buenas venturas que un soldado pueda desear te acompañen a bordo.
Camillo
¿Y no sería lo mejor, ahora que en soldado me he convertido, que antes de dejar a mi mujer y despedirme de ella venda todo lo que posee?
Monticelso
Espero, con tan alegres adioses, lo mejor de ambos.
Camillo
Cierto, que alegre ha de ser siempre el carácter de un capitán. Y estoy decidido a emborracharme esta noche.
(Vanse Marcello y Camillo)
Francisco
Sea, que ya está todo bien dispuesto. Veamos ahora cómo su tan deseada ausencia va a dejar el camino libre –y de forma violenta– a la lujuria del duque de Bracciano.
Monticelso
He ahí la razón, pues ¿por qué otro despreciable motivo habríamos de escogerlo a él como capitán de la armada? Además, el conde Lodovico, del que se rumoreaba que había entrado en la piratería, se encuentra en Padua.
Francisco
¿Es eso cierto?
Monticelso
Absolutamente. He recibido cartas suyas en las que suplica que se le tramite la pronta derogación de su condena. Tiene intención de dirigirse a la duquesa en solicitud de una pensión.
Francisco
Bien, no importa. Nos basta con que Camillo esté ausente unos cinco o seis días. Me gustaría que el duque Bracciano se viera implicado en un escándalo notorio, pues en el maldito delirio en que se halla no hay nada que pueda hacerle recobrar su buen nombre si no es el sentimiento profundo de una vergüenza eterna.
Monticelso
Podría objetárseme que es poco honorable manejar así a un familiar, pero yo respondo que por vengarme llegaría a arriesgar la vida de un hermano que, agraviado, no se atreviera a tomar satisfacción por sí mismo.
Francisco
Vayamos, pues, a observar a esa ramera.
Monticelso
¡Ay, la maldición de la grandeza! Es seguro que él no va a renunciar a Vittoria.
Francisco
Pues de mí puedo decir que a poca compasión ello me mueve:
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tal como el muérdago sobre el olmo, al que el tiempo ha marchitado,
dejemos que se pudran los dos juntos, a ella él bien agarrado.
(Vanse)