¡Cielos! ¡Peno, muero, rabio!
No más báculo rompido,
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pues sustentar no ha podido
si no al honor, al agravio.
Mas no os culpo, como sabio...
Mal he dicho... Perdonad,
que es ligera autoridad
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la vuestra, y sólo sustenta,
no la carga de una afrenta,
sino el peso de una edad.
Antes con mucha razón
os vengo a estar obligado,
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pues dos palos me habéis dado
con que vengue un bofetón.
Mas es liviana opinión
que mi honor fundarse quiera
sobre cosa tan ligera.
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Tomando esta espada, quiero
llevar báculo de acero,
y no espada de madera.
Ha de haber unas armas colgadas en el tablado y algunas espadas.
Si no me engaño, valor
tengo que mi agravio siente.
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¡En ti, en ti, espada valiente,
ha de fundarse mi honor!
De Mudarra el vengador
eres; tu acero afamólo
desde el uno al otro polo.
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Pues vengaron tus heridas
la muerte de siete vidas,
venga en mí un agravio solo.
¿Esto es blandir o temblar?
Pulso tengo todavía,
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aún hierve mi sangre fría,
que tiene fuego el pesar.
Bien me puedo aventurar,
mas, ¡ay, cielo!, engaño es,
que cualquier tajo o revés
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me lleva tras sí la espada,
bien en mi mano apretada
y mal segura en mis pies.
Ya me parece de plomo,
ya mi fuerza desfallece,
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ya caigo, ya me parece
que tiene a la punta el pomo.
Pues, ¿qué he de hacer? ¿Cómo, cómo,
con qué, con qué confianza
daré paso a mi esperanza
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cuando funda el pensamiento
sobre tan flaco cimiento
tan importante venganza?
¡Oh, caduca edad cansada!
Estoy por pasarme el pecho.
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¡Ah, tiempo ingrato! ¿Qué has hecho?
¡Perdonad, valiente espada,
y estad desnuda y colgada,
que no he de envainaros, no!
Que pues mi vida acabó
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donde mi afrenta comienza,
teniéndoos a la vergüenza,
diréis la que tengo yo.
¡Desvanéceme la pena!
Mis hijos quiero llamar,
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que, aunque es desdicha tomar
venganza con mano ajena,
el no tomalla condena
con más veras al honrado.
En su valor he dudado,
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teniéndome suspendido,
el suyo por no sabido,
y el mío por acabado.
¿Qué haré?... No es mal pensamiento.
¡Hernán Díaz!