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Generoso Segismundo,
cuya majestad heroica
sale al día de sus hechos
de la noche de sus sombras;
y, como el mayor planeta,
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que en los brazos de la aurora
se restituye luciente
a las flores y a las rosas,
y sobre mares y montes,
cuando coronado asoma,
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luz esparce, rayos brilla,
cumbres baña, espumas borda,
así amanezcas al mundo,
luciente sol de Polonia,
que a una mujer infelice,
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que hoy a tus plantas se arroja,
ampares por ser mujer
y desdichada; dos cosas
que, para obligar a un hombre
que de valiente blasona,
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cualquiera de las dos basta,
de las dos cualquiera sobra.
Tres veces son las que ya
me admiras, tres las que ignoras
quién soy, pues las tres me has visto
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en diverso traje y forma.
La primera me creíste
varón, en la rigurosa
prisión donde fue tu vida
de mis desdichas lisonja.
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La segunda me admiraste
mujer, cuando fue la pompa
de tu majestad un sueño,
una fantasma, una sombra.
La tercera es hoy que, siendo
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monstruo de una especie y otra,
entre galas de mujer
armas de varón me adornan.
Y porque, compadecido,
mejor mi amparo dispongas,
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es bien que de mis sucesos
trágicas fortunas oigas.
De noble madre nací
en la corte de Moscovia,
que, según fue desdichada,
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debió de ser muy hermosa.
En ésta puso los ojos
un traidor, que no le nombra
mi voz por no conocerle,
de cuyo valor me informa
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el mío; pues siendo objeto
de su idea, siento agora
no haber nacido gentil
para persuadirme, loca,
a que fue algún dios de aquellos
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que en metamorfosis lloran,
lluvia de oro, cisne y toro,
Dánae, Cilene y Europa.
Cuando pensé que alargaba,
citando aleves historias,
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el discurso, hallo que en él
te he dicho en razones pocas
que mi madre, persuadida
a finezas amorosas,
fue como ninguna bella
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y fue infeliz como todas.
Aquella necia disculpa
de fe y palabra de esposa
la alcanza tanto, que aun hoy
el pensamiento la cobra,
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habiendo sido un tirano
tan Eneas de su Troya
que la dejó hasta la espada.
Enváinese aquí su hoja,
que yo la desnudaré
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antes que acabe la historia.
Deste, pues, mal dado nudo
que ni ata ni aprisiona,
o matrimonio o delito,
si bien todo es una cosa,
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nací yo tan parecida
que fui un retrato, una copia,
ya que en la hermosura no,
en la dicha y en las obras;
y así no habré menester
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decir que, poco dichosa
heredera de fortunas,
corrí con ella una propia.
Lo más que podré decirte
de mí, es el dueño que roba
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los trofeos de mi honor,
los despojos de mi honra.
Astolfo... –¡ay de mí!, al nombrarle
se encoleriza y se enoja
el corazón, propio efeto
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de que enemigo se nombra–
Astolfo fue el dueño ingrato
que, olvidado de las glorias,
porque en un pasado amor
se olvida hasta la memoria,
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vino a Polonia, llamado
de su conquista famosa,
a casarse con Estrella,
que fue de mi ocaso antorcha.
¿Quién creerá que, habiendo sido
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una estrella quien conforma
dos amantes, sea una Estrella
la que los divida agora?
Yo ofendida, yo burlada,
quedé triste, quedé loca,
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quedé muerta, quedé yo,
que es decir que quedó toda
la confusión del infierno
cifrada en mi Babilonia;
y declarándome muda
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–porque hay penas y congojas
que las dicen los afectos
mucho mejor que la boca–
dije mis penas callando,
hasta que una vez, a solas,
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Violante mi madre –¡ay cielos!–
rompió la prisión, y en tropa
del pecho salieron juntas,
tropezando unas con otras.
No me embaracé en decirlas,
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que en sabiendo una persona
que a quien sus flaquezas cuenta
ha sido cómplice en otras,
parece que ya le hace
la salva y le desahoga;
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que a veces el mal ejemplo
sirve de algo. En fin, piadosa
oyó mis quejas, y quiso
consolarme con las propias.
Juez que ha sido delincuente,
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¡qué fácilmente perdona!
Y escarmentando en sí misma,
–que, por dejar a la ociosa
libertad, al tiempo fácil,
el remedio de su honra,
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no le tuvo– en mis desdichas
por mejor consejo toma
que le siga y que le obligue,
con finezas prodigiosas,
a la deuda de mi honor;
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y para que a menos costa
fuese, quiso mi fortuna
que en traje de hombre me ponga.
Descolgó una antigua espada
que es esta que ciño –agora
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es tiempo que se desnude,
como prometí, la hoja–
pues, confiada en sus señas,
me dijo: «Parte a Polonia,
y procura que te vean
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ese acero que te adorna
los más nobles; que en alguno
podrá ser que hallen piadosa
acogida tus fortunas
y consuelo tus congojas».
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Llegué a Polonia, en efeto.
Pasemos, pues que no importa
el decirlo y ya se sabe,
que un bruto que se desboca
me llevó a tu cueva, adonde
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tú de mirarme te asombras.
Pasemos que allí Clotaldo
de mi parte se apasiona,
que pide mi vida al Rey,
que el Rey mi vida le otorga,
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que, informado de quién soy,
me persuade a que me ponga
mi propio traje y que sirva
a Estrella, donde, ingeniosa,
estorbé el amor de Astolfo
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y el ser Estrella su esposa.
Pasemos que aquí me viste
otra vez confuso, y otra,
con el traje de mujer,
confundiste entrambas formas;
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y vamos a que Clotaldo,
persuadido a que le importa
que se casen y que reinen
Astolfo y Estrella hermosa,
contra mi honor me aconseja
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que la pretensión deponga.
Yo, viendo que tú, ¡oh valiente
Segismundo! –a quien hoy toca
la venganza, pues el cielo
quiere que la cárcel rompas
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desa rústica prisión,
donde ha sido tu persona
al sentimiento una fiera,
al sufrimiento una roca–
las armas contra tu patria
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y contra tu padre tomas,
vengo a ayudarte, mezclando,
entre las galas costosas
de Diana, los arneses
de Palas, vistiendo agora
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ya la tela y ya el acero,
que entrambos juntos me adornan.
Ea, pues, fuerte caudillo:
a los dos juntos importa
impedir y deshacer
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estas concertadas bodas:
a mí porque no se case
el que mi esposo se nombra,
y a ti porque, estando juntos
sus dos estados, no pongan
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con más poder y más fuerza
en duda nuestra vitoria.
Mujer, vengo a persuadirte
el remedio de mi honra,
y varón, vengo a alentarte
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a que cobres tu corona.
Mujer, vengo a enternecerte
cuando a tus plantas me ponga,
y varón, vengo a servirte
cuando a tus gentes socorra.
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Mujer, vengo a que me valgas
en mi agravio y mi congoja,
y varón, vengo a valerte
con mi acero y mi persona.
Y así piensa que, si hoy
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como a mujer me enamoras,
como varón te daré
la muerte en defensa honrosa
de mi honor; porque he de ser,
en su conquista amorosa,
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mujer para darte quejas,
varón para ganar honras.